CANNES 2019 (11): SULEIMAN Y LA POÉTICA DEL ABSURDO

CANNES 2019 (11): SULEIMAN Y LA POÉTICA DEL ABSURDO

por - Festivales
27 May, 2019 03:15 | comentarios
La gran película del festival (junto con la de Bong y Dumont) es una comedia.

Desde Intervención divina, Elia Suleiman intuyó que lo absurdo prevalece y sustenta cómicamente el presunto sentido del mundo. ¿La desgracia palestina no revela de inmediato la fuerza de lo absurdo? El delirio enraizado en una aberración arquitectónica es una prueba perfecta del sinsentido: un extenso muro. En El tiempo que queda, el humor del director alcanzaba su apoteosis cuando este saltaba el macizo cemento erigido en el odio con una ballesta. Esa proeza imaginaria, unos 10 años atrás, convocó el aplauso general en el Teatro Lumière. En esta ocasión, tampoco faltaron los aplausos.

En el regreso a Cannes, Suleiman pegó otro salto. Aquellos segmentos en los que sus películas precedentes entraban en lagunas narrativas y se diluía el foco de atención han sido subsanados. Todos los planos en It Must be Heaven entran en una feliz empatía entre sí: vistos desde el interior, la información es suntuosa y eso se debe al concepto de encuadre geométrico pero no rígido que predomina; vistos desde el funcionamiento entre todos los planos, el montaje se beneficia de un concepto de repetición con el que se trabaja sobre el sentido en dispersión. La duración de cada plano es musical y la cadencia pertenece al misterioso efecto de continuidad que siempre se establece en la sucesión de un plano tras otro. Si fuera música, el film estaría en un firme 2 por cuatro. Por cierto, en esta edición todos aprendimos algo: hay colegas que prefieren otro tipo de cadencias: las que provienen de una hilera de culos femeninos al compás de la música electrónica. Lo que había que celebrar en el film de Suleiman, estos creyeron reconocer en Mektoub, My Love: Intermezzo. Pero esa es otra discusión.

El inicio de It Must Be Heaven no podría ser mejor. Parece un gag aislado, incluso una travesura de otro relato, porque este no tiene nada que ver con la línea narrativa de la película: Suleiman viaja al extranjero para buscar financiación para sus películas. ¿Por qué entonces ese preámbulo? Es la postulación de un principio, el principio del absurdo. Plano general: un sacerdote ortodoxo, otros religiosos y muchos fieles bajan las escaleras de un sitio sagrado mientras oran y cantan. El plano es hermoso, porque la liturgia es una invención estética indesmentible y Suleiman conoce los requerimientos de la ceremonia. Los objetos empleados, la indumentaria elegida, la percepción de un conjunto convencido de algo, la iluminación ritual añaden al instante un indicio de eternidad. Al llegar la procesión al recinto sagrado se supone que quienes están allí cuidándolo deben abrir las puertas el templo. Lo que sigue es mejor verlo que contarlo, pero el absurdo se impone, y toda la hermosura del ritual se desnuda como tal. Desnudar, por cierto, no es destruir.

De ahí en más, los primeros minutos de It Must Be Heaven son conocidos: los gags y las escenas se ciñen a representar la vida doméstica en Nazaret. Todo parece normal, pero no lo es. La introducción del conflicto cotidiano es notable. Plano frontal de un hombre, contraplano frontal de otro, como si uno mirara al otro. Plano general a continuación: ambos están sentados de espaldas y en sus respectivos balcones y discuten sin mirarse. ¿A quién se le había ocurrido graficar cinematográfica la ilusión racional de las discusiones entre sordos?

El vocablo “vecino” es operativo. Un vecino de Suleiman roba frutos del árbol del vecino; Suleiman lo espía y el hombre lo sabe, y cuando lo descubre su descripción alude al cuidado de los frutos de los otros. Las variaciones sobre el tema son tan simpáticas como idiosincrásicas; denotan, además, la relación de la tierra con los moradores, los ritmos de las estaciones y la relación de la gente de Nazaret con el espacio.

En un cierto momento, Suleiman sale de la ciudad y visita un campo de olivos. De pronto se ve a una mujer hermosa que lleva una fuente. Se miran. Los travellingsy los planos y contraplanos de esta secuencia, el empleo de un falso raccord para darle inicio, son de un ingenio manifiesto y de un placer formal indesmentible. La velocidad impuesta en el registro, las idas y vueltas tiñen la escena de un cierto erotismo difuso. Es un momento increíble e irrepetible. Un poco después, Suleiman vuelve a subir a su auto y percibe por el espejo retrovisor un coche con dos soldados. Estos se adelantan y permanecen por unos instantes en un mismo nivel de velocidad y en paralelo a lo largo de una ruta vacía. ¿Es una amenaza? La banalidad de los soldados se impone y se lee en el intercambio de lentes de sol entre ellos, un juego que por un momento parece inocuo hasta que algo sucede.  Un cambio de velocidad permite observar que atrás va sentada la mujer de los olivos y lleva una venda en los ojos. De inmediato, la cámara empieza a tomar vuelo y llega al cielo. El plano siguiente es consecuencia de una elipsis notable: Suleiman está cómodamente sentado en un avión, pero hay turbulencia y se inquieta. La escena tendrá luego otra resonancia, debido a un gag posterior que ha molestado a muchos. Lo que importa aquí es retener una forma de trabajo: el concepto de repetición, ya se ha dicho, es clave en el cine de Suleiman: un dato disperso puede volver y al hacerlo cambia la función del signo. La puesta en escena es holística

La llegada a París es gloriosa. Por alguna razón, las calles están vacías, como si se tratara de un pueblo fantasma. Los presuntos valores de la nación francesa serán horadados con el estilete de un esgrimista sin problemas de pulso. Alrededor del Jardin des Tuileries, Suleiman organiza una especie de juego de la silla en la que despunta el egoísmo parisino y un poco del típico racismo contenido que no es prerrogativa de los votantes de derecha. Todo lo que imagina en ese espacio mítico constituye un divertido desmantelamiento de la fraternidad erigida como valor supremo de la comunidad francesa. Después de insistir con la importancia de la moda en las calles parisinas, Suleiman incluye a la gente que vive en la calle y luego se concentra en un pordiosero que está acostado en su colchón. El personal de un servicio de emergencia advierte que está el viejo en el suelo, frena la ambulancia para atenderlo y la asistente social preocupada atiende al necesitado. Pero algo sucede: la solícita representante del Estado se comporta como la azafata de un avión. El chiste finaliza con un “¿Pollo o pasta?”.

Una disparatada interpretación del gag lanzada por un hombre de cine bastante conocido fue creer que Suleiman subrayaba ahí un gasto desmedido del Estado. Destinar tanto dinero a los desamparados de las calles es casi un lujo. Nada indica que Suleiman se esté burlando del pordiosero y del cuidado a este, más todavía cuando los planos precedentes se dedican a asir laboriosamente el fenómeno de la moda en tanto un rasgo distintivo de una cultura sumida en el exceso. El contraste es enteramente evidente, y después, además, se vuelve sobre él cuando desde el departamento de Suleiman este observa los movimientos de una mujer que realiza la limpieza de una tienda de ropa de moda. Todas esas prendas jamás serán para esa mujer que pasa el plumero a los objetos del local, y el contraste es tan pertinente como evidente. A ese hombre de cine hay que decirle que: Suleiman está sugiriendo otra cosa: la instrumentación de la caridad callejera sigue articulada en la lógica de los negocios, como si el pordiosero fuera un cliente fallido, un error del sistema al que se lo atiende sin ver. En síntesis, la igualdad tampoco se observa en la calle, y no faltarán los señalamientos sobre la ausencia o limitada libertad en el espacio público. La policía mide la libertad en el espacio común, vindica los límites de todo, y siempre está presente en las calles. Y de vez en cuando, en las calles parisinas, un transeúnte puede toparse con un desfile de tanques. No es ninguna novedad la pasión bélica de los herederos de la revolución.

El segmento de Nueva York no es menos crítico que el precedente. El inicio es tan genial y hermoso que es mejor dejarlo para el deleite del espectador. Solamente una palabra clave: “Karafat”. Hay otro momento perspicaz relacionado con el destino de Palestina y la visita a un tarotista. El mejor gag es el que tiene lugar en un supermercado: Suleiman observa, como siempre, y divisa un hombre que lleva un arma en su espalda. Mira a su alrededor y se percata que todos llevan armas: abuelos, niños, mujeres, todos, sin excepción, lucen sus ametralladoras, rifles, revólveres como si fueran bolsos y bufandas que llevan como extensiones decorativas del estilo de una moda. He aquí el funcionamiento lúcido y lúdico de la poética de Suleiman: la naturalización de una sociedad armada se conjura humorísticamente en la hipérbole. El gag tiene un cierre antológico.

En el segmento parisino Suleiman visita una productora en la que su gerente le expresa admiración por su cine, aunque el proyecto que viene a presentar tiene la virtud de no ser exótico ni concentrarse en el conflicto con Israel, pero a su vez no es demasiado palestino. En Nueva York, ayudado por su amigo Gael García Bernal, visitan una productora cinematográfica. Al famoso actor mexicano lo han llamado para hacer un film sobre la conquista de México en inglés. A Gael lo ignoran con clase, de Suleiman ni siquiera retienen su nombre. Es que el palestino es un ser invisible y sin tierra, y si existe como tal despierta el interés que puede sentir un niño al descubrir una jirafa por primera vez, o la sospecha de que detrás de esa mirada inexpresiva arde un hombre dispuesto a inmolarse. La hipocresía francesa y la ignorancia arrogante estadounidense se exponen con elegancia y sin resentimiento alguno. Si esto ofende, es otro problema.

En Cannes, el film de Suleiman recibió una ovación y convocó a unos cuantos aplausos a medida que el relato acumulaba escenas cómicas. Esto, quizás, encendió la sospecha de varios críticos, como si la alegría de los mortales pusiera en entredicho el privilegio de sus miradas. Tal vez razonan así: darle el corazón y la razón a Suleiman es ser condescendiente con los civiles que ven películas y así traicionan la función del crítico, la cual tiene algo de mosquito que molesta en un atardecer hermoso junto al río. La crítica, en verdad, no es una cuestión de insectos, y de lo que se trata es de otra cosa. Décadas atrás, por cosas similares, se desdeñaba a Chaplin, y si Tati no se hubiera fundido con Playtime, el mismo desprecio se le hubiera dedicado al primer cineasta que trabajó a fondo sobre el absurdo como un problema estético. ¿Quién iba a decir que su descendiente más fiel ha nacido en Nazaret y ahora se le ocurrió visitar el país de su predecesor?

Roger Koza / Copyleft 2019