CORRESPONDENCIAS: EL DESCONCIERTO

CORRESPONDENCIAS: EL DESCONCIERTO

por - Correspondencias, Varios
08 Abr, 2020 11:33 | Sin comentarios
La poética del tiempo que el cine de Elia Suleiman condensa, despliega y multiplica podría evocar un grimorio en medio de la cuarentena otoñal.

 

Colegiales

Ciudad de Buenos Aires

Última semana de marzo de 2020

Querido Roger:

En un intercambio de 1953 que me tiene cautivada, Victoria Ocampo le comenta a Gabriela Mistral que las cartas no deberían ser leídas más que por la persona a quien van dirigidas: “Si uno supone que otros ojos pueden leerlas, se le quita a uno las ganas de escribir”. Cinco meses después del fallecimiento de su amiga chilena, en un ensayo incluido en sus Testimonios VI, vuelve sobre reflexiones similares: “Comunicarse por escrito una persona con otra. Atenderse y amarse recíprocamente: esta es la definición que da el diccionario de la Real Academia de la palabra ‘corresponder’. Ese, el doble sentido que la palabra ha tenido siempre para mí. Cartearse es eso o no es nada”. El texto contiene una perspectiva sobre la naturaleza del género epistolar que comparto plenamente. Sin embargo, aquí estoy intentando encontrarle la vuelta a una suerte de ensayo en torno a preocupaciones y pensamientos que asolan en medio de la cuarentena. ¿Quién es capaz ahora de escribir serenamente una página? Siento que no logro hablar si no es mediante una conversación, y por eso daré forma de carta a estas notas virtuales. A lo mejor el diálogo abierto pueda ser un cable a tierra en la intemperie a la que estamos arrojados.

Tanto en una crítica que publicaste a fines de mayo de 2019 como en tus entrevistas con Elia Suleiman[1] mencionabas una curiosa y prolífica variedad de escenas –una ceremonia encabezada por un sacerdote ortodoxo, un desfile de modelos por las calles de París, una serie de persecuciones en un parque neoyorquino, un viaje en busca de financiación para un rodaje donde aparece Gael García Bernal, una mujer amurallada por la vigilancia de sus hermanos palestinos, un hombre que se roba los frutos del árbol del vecino– que llevan a uno a preguntarse: ¿acaso es posible encontrar todo eso en un solo film? Tras una hora y cuarenta y dos minutos, la respuesta de It Must Be Heaven es un rotundo. En tal sentio, desde el hechizo que provoca esta película tan fuera de serie, se pueden conjeturar algunas razones que habilitan experimentar ese cine potencialmente infinito, asombrosamente fecundo.

La yuxtaposición de situaciones que no se articulan alrededor de un conflicto central produce una liberación del tiempo de sus convencionales ataduras y divisiones estrictamente cronometradas. El film es inmenso en cuanto a su capacidad de narrar microcosmos o, mejor dicho, puntos de vista concretos sobre circunstancias cotidianas emplazadas en lugares determinados (Palestina, Francia, Estados Unidos) que, no obstante, son abarcados por una mirada global del sistema de nexos y de exclusiones que los mantiene lejanamente unidos. Es que el tiempo también es un hábito, una política y una poética. En vez de acumular situaciones para componer un cuadro cerrado y coherente, la duración del film adquiere profundidad a medida que las escenas avanzan por una espiral de remisiones recíprocas y alternadas de secuencias que, en principio, no parecerían tener demasiado que ver entre sí. De modo que es otra la temporalidad que It Must Be Heaven construye.

Hoy por hoy, esta obra se resignifica a la luz –en la penumbra, más bien– de un contexto que hace añicos la dimensión del tiempo: agendas cerradas, actividades canceladas, pronósticos insostenibles, ociosidad forzosa, jornadas desacompasadas, rutinas que se abisman. Ante una pandemia que ha tocado a todos por igual (por supuesto que en condiciones y con secuelas que no son ni serán equivalentes), la excepcionalidad obliga a extremar el ejercicio de la imaginación para navegar el desasosiego puertas adentro. En un mar de imprevistos y de contradicciones, donde salen a flote reacciones egoístas y escépticas, coberturas mediáticas y escapadas irresponsables, acciones solidarias y unos cuantos vaticinios incontestables, lo que parece primar en todos los casos es el des-concierto: un desajuste que no refiere tanto al estado de ánimo sacudido por la perplejidad y la desorientación, que indudablemente abundan, sino que resulta de la sensación de desacople del mecanismo económico y social que se suponía inmutable, compacto, encastrado e inamovible, como si una orquesta cuya música de fondo no registrábamos de pronto se desarmara y quedase retumbando en su desintegración. La película de Suleiman desenvuelve una ética de la imagen orientada en varias direcciones: liberar lo absurdo y la belleza totalmente heterogénea en sus figuras, respetar el silencio, detenerse a pensar, suspender el afán de consumo y productividad, descentrar la lógica atomizada de tiempo libre, trabajo y descanso; en suma: reconocer que hace falta otra disposición de las cosas entremedio de la peste y el desdichado aislamiento.

Suleiman encarna a un observador que extiende una mirada distanciada, sensible y comprometida –lejos de la indiferencia, de la simple identificación o de la impostación de empatía–, como si quisiera contemplar el entorno para poner de relieve sus automatismos, sus arbitrariedades y sinsentidos. La fuerza de inercia que normalmente inmoviliza o conduce por una pendiente segura se resquebraja cuando algo del orden de lo absurdo consigue aligerar el peso de las preocupaciones mundanas. El azar y los laberintos de la memoria involuntaria desdibujan los rígidos límites de lo perceptible y de lo pensable sin extraviarse por las sendas de la fantasía o de lo pintoresco. Para ello, el film hace a un lado los batimentos y las distracciones: afina la mirada y aguza la escucha. Justamente, el tiempo es aquello que se descubre al observar el espacio de forma audaz, expectante, curiosa, tratando de minimizar la interposición de prejuicios y prescindiendo de la redundancia de artilugios, entre ellos, sobre todo, las palabras: como si descansara de la necesidad de proferir discursos a toda hora y en voz alta, frente a lo que no se uede predecir ni controlar se opta por ejercer una actitud de asombro ante el mundo y ante los demás. La ciudad vacía realza aquello a lo que no se suele prestar atención: el aire, la luz, el silencio, el espacio, la flora y la fauna local. Filmar caminos y calles deshabitadas permite al cineasta concentrarse en los episodios que verdaderamente le interesa mostrar despejando del cuadro aquello que dispersa la atención del corazón del interrogante principal: cómo imaginar una comunidad pese a la discordia, la competencia, el privilegio de unos pocos, la incomprensión, la violencia, el quiebre de los vasos comunicantes, la prepotencia generalizada.

Hacer una limpieza del acopio de elementos decorativos y frases gastadas descomprime el anecdotario y vuelve consciente el inconsciente del propio cine, aquello que se escapa de los carriles de la percepción estandarizada. El hecho de detenerse y despojarse del arsenal de accesorios y pasatiempos infructuosos vuelve palpable el cinematógrafo, pues el observador no necesariamente es un voyeur que quiere tomar el control resguardándose en la tranquilidad del anonimato. La película de Suleiman funciona como una ventana discreta que se abre de par en par al desconcierto. Con los ojos bien abiertos, el personaje solitario no revela más que destellos anímicos: sorpresa, confusión, gracia, temor, deleite, entusiasmo, molestia, intriga. El silencio y la quietud constituyen una suerte de paréntesis o de retiro in situ que incomoda a quienes buscan a toda costa ganar, perder o matar el tiempo. “¡Qué encanto para quien tiene oídos detrás de sus oídos!”, escribió Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos. Es cierto que, como se ha vuelto habitual decir, no tenemos párpados para los tímpanos, pero también lo es que nuestras costumbres tarde o temprano los recrean y naturalizan. En contraste, la mirada desinteresada y la escucha despabilada desnudan el sentido común que prescribe la vida de todos los días.

Las diversas y desparejas maneras de habitar el mundo globalizado remarcan brechas sociales y fortifican fronteras; pero cuando esa lógica entra en crisis, o en cuarentena, los perímetros pueden aún traspasarse con la mirada, con la escucha, con el pensamiento. It Must Be Heaven toma como punto de apoyo ese acto de apertura que no se ata a las vanas ilusiones del individualismo, sino que detecta conexiones y antagonismos en una dialéctica de distancias y cercanías focalizada desde las dinámicas que engendran las maneras tortuosas, tumultuosas, conflictivas de estar juntos. Hay un episodio del film que expone estas tensiones con la síntesis perfecta del gag: dos familiares aislados, cada uno en su balcón mirando en direcciones opuestas, se insultan mediante un juego de palabras. La íntima enemistad forja un enlace desde el enfrentamiento de planos y contraplanos vocales: “ladrón”, “tú me enseñaste”; “pedazo de mierda”, “de tu mierda”; “sucio”, “tu suciedad”; “borracho”, “como tú”, y así sucesivamente. Al dilucidar las tramas que (des)articulan las ligaduras culturales y sociales, la película enfoca la imposibilidad de una comunidad homogénea y transparente, sin por ello clausurar la urgencia por reinventar los lazos comunitarios.

Poner la visibilidad bajo la lupa sagaz de un observador silencioso puede subir el volumen a las capas de espacio y de tiempo que el diario trajín mantiene ocultas, inactivas o encadenadas a una linealidad asfixiante sobre la base de un único patrón de velocidad. Tal vez, como en la película de Suleiman, un horizonte de vida deseable resida en las posibilidades –efímeras, tenaces, intermitentes– de darse a uno mismo otro tiempo, o bien, dejar simplemente que ese otro tiempo se dé.

Me despido con un afectuoso abrazo electrónico.

Julia

PS: No quisiera que una lectura apurada pasara por alto el margen entre estas notas y la romantización de la cuarentena, que el estado de excepción saca a relucir con un vidrio de aumento (o un hashtag contagioso); pues hay un hilo sutil pero obstinado que conduce la resignación a la devoción patriarcal por el hogar, por el orden y por la familia, el agobio a la confortable reclusión en una zona de seguridad y vigilancia, el rebusque al idilio por las tareas de higiene, alimentación y cuidado. En este punto debo detenerme, porque encuentro que el problema se remonta a la complacencia, a la indiferencia y a la incomprensión, cuando no a la más absoluta falta de solidaridad respecto de las desigualdades en la lucha cotidiana por la sobrevivencia. En fin: hablo en alta voz, como si estuviera sola, pero sabiendo que el desierto no es tal.

[1] Véanse:

http://www.conlosojosabiertos.com/cannes-2019-11-suleiman-la-poetica-del-absurdo/

http://www.conlosojosabiertos.com/repente-paraiso-it-must-be-heaven/

http://www.conlosojosabiertos.com/observador-lucido-salio-viaje/

https://www.clarin.com/revista-enie/escenarios/eden-lejos-pensabamos_0_VyBzzt9k.html