CORRESPONDENCIAS: EL ESPACIO NEGATIVO. UNA RESPUESTA A JULIA KRATJE

CORRESPONDENCIAS: EL ESPACIO NEGATIVO. UNA RESPUESTA A JULIA KRATJE

por - Correspondencias, Varios
21 Abr, 2020 07:55 | Sin comentarios
Una respuesta a Julia Kratje, a propósito del último film de Elia Suleiman y la pandemia en curso.

Barrio Pueyrredón

Ciudad de Córdoba

Últimos días de abril

El espacio negativo supone que el director se ponga a prueba a sí mismo como una inteligencia en liza con lo que aparece en la pantalla, para que haya un murmullo lejano de acción poética que ensanche el campo de la película, dando al escenario una dimensión extra-objetiva. Esto tiene relación con fusión, movimiento y aire; siempre la idea de un artista que sabe donde está: una película llena de espacio negativo es siempre una obra textual que palpita con acuidad. (Manny Farber)

Querida Julia:

En tu primera carta, al menos de este nuevo ciclo (porque ya habíamos ensayado este género hermoso y proclive al exhibicionismo, matizado en el mejor de los casos por momentos de sincero amor, cuando nos propusimos elaborar conclusiones sobre lo que vimos en la Mostra de Tiradentes), indicás las paradojas de la publicación de cualquier intercambio epistolar: es algo íntimo, y es, también, apenas los textos conocen el estatuto de lo publicado, una exposición frente a otros.

No sé, sinceramente, si está bien o no. Vos sabés muy bien a qué me refiero. Unos días atrás te pasé el fragmento de un diario que iba a publicar en este mismo sitio, denominado “Soy montaje”, y me enfrenté a las mismas dudas y objeciones que se desprenden de lo dicho más arriba. Por ahora, he decidido esconder esos primeros esbozos de diario, sin haber llegado a una conclusión final al respecto.

Quiero hacer una aclaración. Al emplear el verbo “esconder”, de inmediato resuena un sinónimo: ocultar. No creo que ni vos ni yo, por el mero hecho de no asumir la primera persona en nuestros textos, estemos agazapados y maquillados en nuestras publicaciones. La vieja idea de que la crítica es una autobiografía desplazada, una intuición que Piglia desarrolló en una vieja entrevista de 1984, me resulta de una evidencia indiscutible en cada texto que leo. Los nuestros, los de otros. La clarividencia, la insipidez, la mezquindad, la amabilidad de los críticos (o ensayistas de cine, como en tu caso) constituyen el fuera de campo microscópico de las palabras que se enlazan en cada texto. En el espacio en blanco entre las palabras, anida quien escribe. Pero sigamos con esta misiva, en primera persona, como corresponde en una correspondencia.

La correspondencia citada en tu carta, en la que participan Victoria Ocampo y Gabriela Mistral, me enmudece un poco. Quisiera poder escribir así, con tal precisión y elegancia; ellas jamás fueron cautivas de la jeringonza de las ciencias sociales, de las modas discursivas que conminan a los escribientes de ciertos fenómenos humanos a promulgar palabras que ni siquiera saben muy bien qué significan. Cada vez que alguien dice “deconstrucción”, el vocablo comodín del momento, pienso en Jacques Derrida, en los libros de Jonathan Culler y asimismo en un libro colectivo que me gustó tanto en su momento, titulado Deconstrucción y pragmatismo. Tanto esfuerzo para crear un concepto, tanta laboriosa prosa destinada a delimitar su uso y genealogía, para que unas décadas después una sagaz periodista de un noticiero de La Nación o también, en un programa radial, un movilero ahora devenido en analista político empleen ese término como el abracadabra de la desmasculinización del mundo. (Con la habitual ironía y limpidez argumentativa, en ese libro citado, Richard Rorty, el filósofo pragmatista, decía: “Nunca he comprendido cuál es exactamente el método [la deconstrucción], tampoco lo que se ha impartido a los estudiantes sobre este, pero diría que tiene algo que ver con lo siguiente: ‘Encuentre algo que resulte autocontradictorio, proponga que esa contradicción es el mensaje central del texto y añada algún comentario sobre todo eso’”. La síntesis, seguramente, molestó a muchos, no a Derrida).

Me doy cuenta de que el último párrafo es un desvío exagerado, y no siento, al mismo tiempo, ningún deseo de corregirlo. El discurrir en la correspondencia desconoce reglas y convenciones; no le debemos obediencia alguna a nada ni a nadie. Lo que sostiene mi escritura es el deseo de corresponderte, es decir, de hacer circular amorosamente, entre vos y yo, la palabra, a propósito de nuestra experiencia, en este tiempo, tan inasible y enigmático como doloroso y traumático. (Más adelante responderé a tu posdata, antes, o en lo que sigue, intentaré seguir con algunas cosas que decís, a propósito de De repente, el paraíso, la notable película de Suleiman).

No tengo nada que agregar a lo que decías en tu carta sobre la película del director palestino. Leí con gran placer lo que escribiste y lo interpreté como un diálogo que establecías con mi propio texto redactado en mayo de 2019 y las entrevistas que vinieron después, en octubre de ese año y en febrero de este. Fuiste vos, sin duda, la que advirtió la relación inmediata de todas las escenas del espacio público vaciado de hombres y mujeres en ese film con la actual configuración de los paisajes cotidianos de nuestras ciudades. Ayer, nomás, cuando fuiste a realizar las compras permitidas en este contexto, me enviaste una fotografía de una avenida de Belgrano: la ausencia de transeúntes y automóviles, en el horario del registro, es solamente concebible en este contexto de pandemia (o durante la final de un mundial de fútbol).

Quisiera hablar(te) de otra correspondencia, la que existe entre un film y una persona. Aquí, debo decirte, quedo siempre perplejo ante cómo algunos colegas y allegados pueden llevar una doble vida. No es algo circunscripto al mundo del cine, porque de muy joven ya había advertido la misteriosa distancia y disociación que puede existir entre una lectura y una profesión y un estilo de vida. ¿Qué quiero decirte? Cuando leí Ecce Homo, a mis 22 años, sentí que ese libro me lastimaba para siempre, que, en ese período de lectura, una cantidad de cosas que leía en esa obra habría de modificar mi propio mundo. Lo que creía hasta ese momento del mundo y de mí mismo ya no sería igual, pero no pasaba lo mismo con otros estudiantes, una constatación inesperada y jamás comprendida por mí. ¿Cómo hacían para que nada les sucediera?

La letra cambia la sangre, como los planos de una película modulan mi memoria y mi percepción. De esta afirmación se predica mi perplejidad anunciada: yo no puedo comprender el odio sistemático de muchos colegas que dicen amar el cine de John Ford. Si hay algo que se aprende con el cineasta estadounidense con fama de gruñón es a oír las razones de los otros, a sustituir el desdén por el presunto enemigo en aras de una misteriosa forma de amistad transitoria en la que los contrarios no abandonan sus posiciones, pero sí se atreven a atenuar sus convicciones e interesarse entonces por la razón del otro. En cada film de John Ford, en casi todos, sucede algo de esto, y es para mí un alivio espiritual y un incentivo cívico. Siempre me digo que, si quiero ser fordiano, debo traspasar mis antipatías y la repulsión que encienden en mí las exclamaciones y los juicios de muchos, en la mayoría de los casos, personas que identifico con la derecha, a veces aun reaccionaria, gente que conozco y que supe apreciar (y que ya no veo y aún respeto).

Dicho esto, querida, Julia, y quizás recién me anticipé un poco a responder (oblicuamente) a tu posdata, vuelvo sobre el espacio público, por ahora vacío, por el que he transitado en seis ocasiones desde el 16 de marzo, fecha en que volví al país. Lo hice para hacer compras y, el pasado domingo, para desplazarme hasta la emisora de radio que transmite en vivo mi programa La oreja de Bresson. En cada salida reviví siempre dos películas, la de Suleiman y La última vez que vi Macao, de Joâo Pedro Rodrigues, quien imaginó en el 2014, en los últimos minutos de su película, un inesperado apocalipsis. Esa ciudad china incluida en el título, hoy devenida en síntesis del capitalismo del siglo XXI, ciudad atestada de gente, shoppings y hoteles de lujo, sin que se explicite la razón, conoce una nueva instancia evolutiva y las calles se vuelven fantasmales. Nadie circula, nadie compra, no hay más casinos ni saunas que visitar, ni una sola persona pisa ese suelo.

Con ese recuerdo en mente, más que un recuerdo, con esa matriz cinematográfica modulando mis caminatas, tuve dos encuentros: un roedor gigantesco se paseaba por la plaza San Martín, el último viernes. Su displicencia era absoluta hasta que descubrió mi presencia. Era gigante, como si se tratara de una rata transformista que deseaba ser castor. Si fuera una de Miyazaki, me hubiera hablado, eso sí, sin mover los labios, telepáticamente, como en La princesa Monoke, porque la mirada entre la rata y yo fue sostenida e intensa, y sinceramente pensé que ella podía hablar fluidamente en castellano. Nos miramos, nos medimos, nos detuvimos. Ni ella ni yo tuvimos miedo, eso sentí. Lo que sí sé es que ese encuentro solamente era posible por la condición excepcional del vaciamiento del espacio público.

El otro encuentro al que hacía alusión en el último párrafo no me resulta extraño, porque mi percepción sobre los árboles y el cielo de la ciudad, y de cualquier ciudad, es una práctica sensible que ejerzo con gran placer desde hace mucho tiempo. Me propuse, alguna vez, cambiar la noción de utilidad en el desplazamiento habitual que se hace en una metrópolis por otra modalidad que hiciera de los movimientos una experiencia estética breve. Es decir, que la transitoriedad que implica siempre ir de un lado al otro por trabajo u otras necesidades podía ser asumida como una experiencia cinematográfica, acaso una forma heterodoxa de cine expandido. Lo novedoso en estos días ha sido la sonoridad de la ciudad. Nunca antes la había percibido así: el viento suena mejor, la vida animal se percibe con mayor nitidez, las voces humanas adquieren una musicalidad y un protagonismo distintos. El espacio sonoro es otro.

No se me escapa que he pensado el costado amable de la pandemia. El fuera de campo de mis palabras son los cadáveres de ayer y los del futuro, y una economía que anuncia catástrofes y sufrimiento. Con solo imaginarme ciertas zonas de Buenos Aires, otras de Córdoba, incluso de La Cumbre, se me hiela la sangre y me duele el pecho.

Con afecto y admiración.


Fotos y fotogramas: La última vez que vi a Macao; 2) Sangre de héroes; 3) Av. Colón, ciudad de Córdoba, un viernes 17 de abril de 2020 a las 19.10h. (RK)

Roger Koza / Copyleft 2020