LA CASA DEL CINEASTA: LA LUZ VIENE EN NOMBRE DE LA VOZ

LA CASA DEL CINEASTA: LA LUZ VIENE EN NOMBRE DE LA VOZ

por - Columnas
01 May, 2019 03:01 | Sin comentarios
El cineasta defiende el derecho a la opacidad. El silencio es el camino.

En el noticiero de la tarde entrevistan a una mujer que ha perdido a su hijo. Obviemos –aunque las circunstancias, lo sabemos, son siempre políticas- las circunstancias en las que el hijo, de catorce años, ha muerto. Las obviamos porque quiero hablar del lenguaje, del uso del lenguaje, que también es profundamente político. Es una madre que ha perdido a su hijo. Las preguntas del periodista son de ese lodo resbaladizo y pegajoso que se adhiere al entrevistado de mala manera. ¿Cómo se siente? ¿Cómo lo vivió cuando se enteró? Y al fin lo logra: la mujer que hasta el momento había mantenido la entereza frente a la cámara, aun con un dolor indisimulable en su rostro y en todo su cuerpo, se quiebra y llora desconsoladamente. Habría una opción entonces: la aparición de algo cercano al pudor, al mundo de la ética, que lleve a quien toma las decisiones a retirarse, es decir a cortar. Pero no. La cámara profundiza el plano y hace un acercamiento sobre el rostro de la madre. Y el plano dura, mientras el periodista descarga todavía algún otro dardo envenado, envuelto en el disfraz de la empatía. Y todavía resta algo. En la edición, han colocado, por las dudas, por si la vileza no fue suficiente, un acompañamiento musical, melodramático, lastimoso.

Aunque el ejemplo pertenece al mundo de la televisión –y podemos encontrar otros, diariamente, en cualquier noticiero-, el cine no es ajeno a este tratamiento de la forma: el subrayado del sentido por la acumulación de signos en una sola dirección, el ropaje cínico de este subrayado, el maltrato al espectador. Cuando digo elcine, asumiendo los riesgos de cualquier generalización, digo una buena parte de las películas actuales, y no solo de las que forman parte de aquello que entendemos como cine industrial, sujetas a la idea de divertiento por sobre cualquier otra condición. Lo veo como un problema del cine porque hubo, antes y ahora, un profundo avance sobre los modos de ver, sobre la percepción y sobre la experiencias de expectación. La obstinación por el subrayado y el direccionamiento totalitario de la emoción y la lectura se vuelve una práctica cada vez más frecuente, y el camino parece no tener freno. Las consecuencias son múltiples porque se vulnera, sin más, nuestra condición de sujeto: nos empobrece, nos resta experiencia, nos afea y nos condiciona.

Quiero hablar entonces de un atributo que me parece necesario resguardar para el cine, el cine que me gusta ver y hacer, el cine que se manifiesta en la fragilidad, en los interrogantes más que en las certezas. Quiero hablar de la inquietud, de la sensación que deviene no del suspenso argumental o de los fuegos de artificio del lenguaje sino de la imposibilidad de acomodar la lectura y la percepción a un cliché o a una sentencia. Quiero hablar de ese estado vital del pensamiento y de la sensibilidad que nos saca del confort y nos obliga a reconocer nuestra propia fragilidad, la debilidad de todos nuestros saberes; ese estado vital del pensamiento y la sensibilidad que nos vuelve ávidos y humanos.

El problema de la forma, lo sabemos, es antes que nada un problema gnoseológico. La forma no es más que la expresión de nuestro esfuerzo por indagar el mundo, y solo pone de manifiesto, si tenemos suerte, un conjunto de hallazgos, siempre precarios. A veces no hay hallazgos y simplemente la película habla de ese esfuerzo, de la imposibilidad de acercarse a lo real. El mundo, lo sabemos, es resistente y opaco. La forma, aunque la realización de una película significa un acto grupal, una creación colectiva, deviene en la intimidad de la experiencia, en la fosforescencia que irradia el contacto con las cosas del mundo, dentro de la materialidad del lenguaje. No hay dogmas, no hay lenguaje verdadero que surja a partir de conveniencias espurias, ajenas a esa intimidad.

En esa intimidad del trabajo con la materialidad del lenguaje, es necesario tomar un enorme conjunto de decisiones. ¿Esas decisiones intentan resguardar qué? Las emociones que están en el origen, el deseo de la exploración, la experiencia de la rasgadura. Lo sabemos: el sentido es un horizonte fuera del alcance, un rumor dentro de un espejismo, una pesadilla, un grito que no ocurre, un árbol que no prospera, una sombra, densa y magnética. ¿Subrayar qué?  Los subrayados son una amenaza, una propuesta alienante y totalitaria: le roban al mundo lo que es del mundo y piensan al espectador como un objeto de consumo, dócil, domesticado.

Creo, desde hace mucho tiempo, a partir de la idea de inquietud, en la necesidad del trabajo con la sustracción y el silencio. Entiendo por sustracción una austeridad expresiva, una renuncia al trazo grueso, visible; la elección del silencio al grito, de la sugerencia a la evidencia. El silencio es el reconocimiento de la necesidad de reponer en la película la opacidad del mundo. Sustracción y silencio son parte del límite que me impongo, como si fuese un programa, convencido de que es uno de los caminos para  preservar la posibilidad de la poesía. Sustracción y silencio para alcanzar la inquietud. En eso creo; eso me maravilla en algunas películas: la decisión de sostener, por decirlo con el título de un libro maravilloso de Anne Carson, El derecho a guardar silencio.

En su libro, Carson, desarrolla un conjunto de ideas en torno a las dificultades de la traducción, y pone hincapié en la posibilidad de que a veces haya, además, una imposibilidad mayor, una voluntad manifiesta de silencio, no por ausencia de sonidos, palabras o imágenes, sino por la existencia de un silencio, hondo y perturbador, en lo dicho:  “Como si te mostraran el retrato – no de una persona famosa, sino de alguien a quien podrías reconocer si te concentraras- y a medida que te acercas para mirar ves, en el lugar donde debería estar el rostro, una mancha de pintura blanca”.

Carson recorre algunos ejemplos. Uno de ellos, el juicio a Juana de Arco. Juana hablaba de las voces y los jueces insistían en que las describiera con formas que ellos pudieran entender. Pretendían que se refiriera a las voces con imágenes y emociones religiosas reconocibles, “en una narrativa convencional que pudiera ser susceptible de un rechazo convencional”. Por toda respuesta, Juana de Arco les decía: “Me preguntó eso ya, vaya al archivo. O pase a la siguiente pregunta, por favor”. Pero los jueces insistían. Entonces, Juana, cansada ya de la atrocidad del interrogatorio, les dijo: “La luz viene en nombre de la voz”.

Ese silencio.

Defender, para el cine, el derecho a guardar silencio.

Gustavo Fontán / Copyleft 2019

Entregas precedentes:

5. Un caballo con el lomo sobre la tierra. (leer aquí)

4. La inminencia (leer aquí)

3. Mirar por primera vez (leer aquí)

2. El mundo vislumbrado (leer aquí)

1. El atisbo (leer aquí)