LA CASA DEL CINEASTA: LA INMINENCIA

LA CASA DEL CINEASTA: LA INMINENCIA

por - Columnas
10 Sep, 2018 11:54 | Sin comentarios
En esta ocasión, Fontán ensaya sobre el tiempo en el cine

En un libro maravilloso que se llama El peregrino, del que Herzog dijo que nadie que quiera hacer cine debería dejar de leer, J.A. Baker narra de manera magistral su deambular tras el halcón peregrino a lo largo de diez años. Verlo volar, observar sus movimientos, su forma de cazar y comer, distinguir matices de los plumajes, temporada de celo y hábitos en general, por ejemplo, se convirtió en su obsesión durante ese tiempo, y el material de su narración. El libro también da cuenta, y esto es lo que lo hace único, de su experiencia: los intentos de establecer cierta confianza con el halcón; poder acercarse y mimetizarse, predecir sus movimientos, sus apariciones y sus fugas; también de la incertidumbre, de los fracasos casi permanentes, de la vitalidad de los hallazgos. Un ojo, al fin, que buscando al halcón rompe su naturaleza y se vuelve en sí mismo ave en vuelo, ojo atento en la cacería.

No quiero detenerme ahora en las analogías posibles sobre los modos en que la mirada se desplaza sobre el mundo para ver un halcón peregrino o para filmar un plano. En los artículos ya publicados en este sitio intenté formular algunas ideas sobre la acechanza de la mirada sobre el mundo, sobre la necesidad de aprender a mirar para poder filmar, sobre la difícil tarea de resquebrajar las capas de prejuicios de nuestros ojos, nuestros oídos, nuestras ideas y nuestra sensibilidad. Tarea infinita, casi imposible.

No quiero hablar ahora de esa particular relación entre la mirada y un objeto.  Quiero hablar del tiempo. Quiero hablar de algo que pienso a menudo: el tiempo que construye una película debería parecerse al del avistaje de aves. Dice Baker: “El tiempo se mide por un reloj de sangre. Cuando uno está activo, cerca del halcón, persiguiendo, el pulso se precipita y el tiempo se acelera; cuando uno espera sin moverse el pulso se aquieta, el tiempo es lento. Siempre que uno acecha al halcón tiene la sensación opresiva de que el tiempo entra en tensión como un resorte contraído. Odia el movimiento del sol, la indefectible alteración de la luz, el aumento del hambre, el metrónomo enloquecedor del latido. Si uno dice las diez o las tres no habla del tiempo gris y encogido de las ciudades; habla del recuerdo de cierta fulminación o declinación de la luz que fue única para un momento y un lugar precisos de ese día, un recuerdo tan nítido como un fogonazo de magnesio.” A ese modo del tiempo que se parece al del avistaje de aves podríamos llamarlo tiempo de la inminencia.

En principio podríamos decir que en el cine el tiempo es todo presente. No hablo de la cronología, de la posibilidad de establecer un antes y un después en los hechos, sino de la expectación y de la experiencia. El vínculo que establecemos con las imágenes del cine está signado por una condición: eso que está ahí, ante nuestros ojos y nuestros oídos, es presente que se desvanece; eso que aparece es  presencia fugaz. Quiero decir que esta idea no cambia, según mi parecer, con las posibilidades que aporta la tecnología de detener las imágenes e ir para atrás. El volver a ver es inevitablemente en un nuevo presente, constituido por las mismas condiciones de fugacidad: pronto desaparece lo que se muestra firme y queda lo fugitivo.

Reconocido esto, me gustaría pensar algunas cosas en relación a este presente y lo que llamo el tiempo de la inminencia. En principio, podemos hablar de un estado de tensión en ese presente, un alerta; la sugerencia de que algo ocurrirá. Lo que se nos aparece, lo que está ahí, debe contener a su vez una promesa o una amenaza, un trazo hacia adelante, un puente hacia la bruma del relato. En cualquier momento, por eso estamos en alerta, el halcón cruzará ante nuestros ojos, o en el borde de la visión, y esto puede ser fugaz, y único y riesgoso. Lo que sugiere ese presente, lo que es inminente, no necesariamente está en el plano de la historia y el argumento. No necesariamente tiene que ver con el devenir de los conflictos. Esa tensión, para ser cierta y tener la potencia de lo real, debe estar en el lenguaje, en la flecha que lancen las imágenes, visuales y sonoras, y sus combinaciones. El futuro entonces es el presente de la espera, pero no cualquier espera sino aquella que contiene la certeza de que aquello que espero, aunque no sepa bien qué es, puede ocurrir en cualquier momento. Como les pasa a los personajes de El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati (adaptada al cine por Valerio Zurlini), que se mantienen durante años con los ojos fijos en el desierto convencidos de que los puntos negros que se mueven en el fondo de su visión son el ejército tártaro que inició su marcha hacia ellos, es necesario que intuyamos en la fosforescencia del paisaje el avance de las filas enemigas.

¿Y el pasado? En ese tiempo de la inminencia la tensión hacia adelante tiene como condición una acumulación de cicatrices, de marcas persistentes. El tiempo se tensiona hacia adelante pero con el murmullo de lo visto, de lo ya experimentado. La inminencia recoge también, en ese presente lanzado hacia adelante, casi como condición, otras capas, un residuo que podemos llamar memoria. El tiempo entero entonces se vuelve presente, pero presente que contiene la experiencia del pasado y la espera del futuro. Porque no hay espera sin memoria, no hay temor sin cicatrices, no hay final feliz, el humano digo, el posible, no la extravagancia de las convenciones, sin la experiencia de la dulzura.

Baker vio un peregrino por primera vez y a lo largo de diez años fue tras otros: “Aquel fue mi primer peregrino. Desde entonces he visto muchos, pero ninguno que lo superase en velocidad y fuego. Durante diez años pasé todos mis inviernos buscando esa brillantez efusiva, la pasión y la violencia súbitas que los peregrinos arrebatan al cielo. Diez años me he pasado con la vista en lo alto esperando esa ancla que muerde las nubes, la ballesta que surca el aire. Con los halcones el ojo se vuelve insaciable. Se gira a enfocarlo con un clic de furia extática, igual que el ojo del halcón gira y se dilata  seducido por las formas nutricias de gaviotas y palomas.” Lo pienso cada día, cada vez que me levanto, cada vez que tomamos una cámara, cada vez que colocamos un plano tras otro: ojalá ocurra, ojalá algún plano, o la secuencia de planos, la visión que se construye, acumule las cicatrices y las promesas. Lo murmuro como en una ceremonia pagana: que así sea.

*Los dos fotogramas pertenecen a El estanque

Gustavo Fontán / Copyright 2018

Entregas precedentes:

3. Mirar por primera vez (leer aquí)

2. El mundo vislumbrado (leer aquí)

1. El atisbo (leer aquí)