UNA VIDA QUE VALGA LA PENA SER VIVIDA

UNA VIDA QUE VALGA LA PENA SER VIVIDA

por - Ensayos
21 Abr, 2024 08:40 | comentarios
Sobre Perfect Days, una defensa a la película de Wenders y su discreta utopía.

Que la primera canción que suena en Perfect Days (2023), la nueva película de Wim Wenders, sea “House of the Rising Sun”, no es arbitrario. Aunque escuchamos la más exitosa comercialmente, que grabó la banda The Animals en 1964, existen innumerables versiones de esa canción en distintos idiomas y en ocasiones con mínimos y no tan mínimos cambios de letra. Los argentinos podemos reconocer por lo menos dos, que incluso bajo el mismo título se reafirman distintas: la de Sandro, más coqueta, y la de Palito Ortega, más puritana. Lo cierto es que lo que conocemos como “House of the Rising Sun” es una canción popular de folk estadounidense, cuya primera versión patentada es de los años 30, pero de la que se desconoce su autor original. Dicen que la melodía podría remontarse mucho más atrás, a la cultura oral inglesa y hasta a los tiempos medievales. Es, como mucha música popular, de todos y de nadie, aunque en algún momento le llegó, claro, la famosa “mano invisible del mercado” que sabemos no es en absoluto invisible, sino más bien tan estridente, chabacana y gritona que no busca ni se permite pasar desapercibida. ““House of the Rising Sun”es, podemos decir, el resabio musical de un tiempo que ya no existe. Es el eco de otro tiempo, un fantasma de la cultura oral y volátil que se esfumó en su forma originaria y de la que solo quedan restos.

El protagonista de la película de Wenders también parece un fantasma. Hirayama (Kōji Yakusho) escucha el casete de The Animals mientras maneja hacia su trabajo como limpiador de baños. Mientras recorre la autopista, por las ventanas pasan imponentes rascacielos genéricos de Tokio. Pero la estridentemente luminosa y tecnológicamente obscena capital japonesa no se nos presenta a través de sus más característicos edificios. Aun antes de que podamos ver en plano el reconocible edificio Skytree, la información de que de la capital se trata ya nos había sido develada antes, y no había hecho falta salir de casa: Hirayama se sienta en las escaleras de la pequeña casa y podemos ver que su espalda reza (en inglés) “The Tokyo Toilet”, en sobresalientes letras blancas sobre azul. La ciudad se impone sobre sí mismo y su cuerpo, convirtiéndolo en un engranaje de la misma. Quien porta un uniforme debe ser reconocido sólo como parte de algo, en este caso doblemente subsumido por el singular (“the”), y teñido del manto especial del idioma anglosajón. No hay uniforme como el inglés, que busca llegar a todos lados, extenderse a cada rincón, que hizo de lo sencillo una ideología. A pesar de dormir tradicionalmente en un suelo de tatami, al colocarse el uniforme Hirayama abandona las marcas que quedan de una cultura local para inmiscuirse en las leyes del mayor estado homogeneizador: el capitalismo. Un mundo que sea para todos el mismo, que sea reconocible por todos, pero que no pertenezca a nadie. 

Hay un chiste de un hombre que entra a un bar agitado y pregunta “disculpe, ¿qué año es este?”. Al oír la respuesta exclama “¡funcionó!” y sale, atolondrado, dejando al resto de los comensales estupefactos. El chiste es nunca saber qué es lo que funcionó, al igual que la pregunta de Perfect Days (2023) es cómo logró Hirayama viajar en el tiempo. A pesar de vivir en el presente, él es un hombre del pasado. Rasgos ostensibles: escucha casetes y no tiene un smartphone. En un mundo y una ciudad tecnologizada, tiene un oficio que lo ancla a la ciudad, para el que tiene que salir de su casa. Pero además, es un tipo de trabajo que no deja rastros, ni en la vida virtual, ni en esta. Aunque limpie los baños con ahínco y compromiso, “se ensuciará de nuevo de todos modos”, le avisa, como si él no supiera, el joven que tiene a su cargo. Hirayama lo observa sin expresión, y sin responderle, le señala otro de los retretes para que se encargue, inclinado sobre el que está fregando con convicción. Takashi tiene un punto. ¿Por qué hacer un trabajo que rápidamente desaparecerá? En vez de limpiar con dedicación los inodoros, él prefiere hacer el mínimo esfuerzo posible y ganarle al sistema y a la plusvalía aprovechando el tiempo para ocuparlo en sí mismo. Elige, entonces, mirar videos en su celular, por lo menos discutible como aquella acción que De Certeau denominaba “desvío”, aquel momento en el que el trabajador le ganaba al sistema fordista de la fábrica, y de 10 tornillos, fabricaba 9 y se guardaba uno en el bolsillo para producir algo que no sea una mercancía. Ese tiempo ya pasó, y nadie se desvía. En vez de “desviarse” durante el horario laboral, Hirayama solo conoce de rutinas: trabaja, saca siempre las mismas fotografías a los mismos árboles en la hora del almuerzo, escucha música (siempre en casetes), lee libros que compra usados por un dólar, cuida de sus plantas, come siempre en el mismo lugar, hace diligencias en bicicleta. No responde preguntas innecesarias ni dice palabras de más, vive rutinariamente, lejos de la urgencia y del apremio. 

Pero la mayor razón por la cual Hirayama es un hombre del pasado es la respuesta a la última pregunta: porque realiza un trabajo cuya única razón de realizarlo es para contribuir, aunque sea mínimamente, a la vida en comunidad. A pesar de vivir una vida solitaria, de elegir mantenerse callado frente a las preguntas de los otros, Hirayama continúa realizando un trabajo que hará la vida más cómoda de un desconocido “porque sí”, casi que porque alguien lo tiene que hacer. Nadie le dice gracias, nadie lo felicita por limpiar mejor; no es por el reconocimiento que realiza la acción, no existe feedback ni retribución. Parsimoniosamente, lo vemos realizar una y otra vez ese trabajo, de pe a pa, procurando una pulcritud que durará un instante. Pareciera que no lo afecta ni la progresión de un mundo en constante movimiento, ni el ansia de tener lo que tienen otros, ni generar más dinero. Él es solo un espectador, que observa los acontecimientos sucediendo frente a sus ojos y no se molesta en dejar huella. 

Sus encuentros con la juventud inclinan la película hacia una lectura más basada en la dicotomía tradición-modernidad, que además cuenta con la ventaja de que Japón es un escenario ideal para eso. El empleado joven es su reverso: no quiere realizar más esfuerzo que el que el trabajo requiere, no ve la hora de obtener otro trabajo o de salir. Esta oposición es algo burdamente representada con la escena en la que Takashi descubre que existe un valor en los viejos casetes que escucha Hirayama, y busca a toda costa venderlos para cobrar el valor de una reliquia hipster. Hasta en sus gestos, Takashi es el opuesto de su jefe: habla hasta por los codos, irrumpe en el espacio atolondradamente, es profundamente histriónico. Si Hirayama parece una huella de persona, Takashi parece más una caricatura. Casi como si viviera en él el Japón que produjo el histrionismo que caracteriza al animé, mientras que en Hirayama parecen vivir los viejos y melancólicos protagonistas de Ozu. 

De alguna manera, los dos se miran y deslizan, en silencio y en voz alta, que el otro está equivocado en vivir la vida que vive. Pero más allá de estar o no equivocados, quizás lo importante sea cuál de los dos vive menos en sociedad. ¿Cuál de los dos está más atomizado? ¿Hirayama, que no responde cuando le hablan pero es capaz de conectarse con el mundo, prestando silencio a un libro o haciendo suya una canción sin otra pretensión que escucharla, o Takashi, que desea vivir fervientemente y poseer más plata, más tiempo y más sexo, pero que en ese afán entiende no solamente a la música en su valor material y de cambio, como una mercancía, sino a su propio interés amoroso, con la que se torna imposible conectar más allá de aquello que busca obtener de ella, ignorando la posibilidad de un intercambio genuino?

Es una pregunta que quedará sin respuesta, porque lo cierto es que ninguno de los dos es ajeno a realizar, momentáneamente, un desvío, o algo que se le parezca. Para Takashi será la irrupción de un adolescente con un claro retraso madurativo, al que le hace morisquetas y le permite que le toque las orejas. Es la primera vez que lo vemos conectar con lo otro, y no desde una perspectiva mercantil. La llegada del adolescente ocurre mientras está teniendo una mono conversación con Hirayama (él no responde) sobre si no se siente solo. El grito del niño deja la pregunta en el aire, y se inclina en un abrazo sobre Takashi mientras limpia, para acariciarle las orejas. El empleado, sin dejar de limpiar y mientras le acarician las orejas, lo introduce a un callado Hirayama que observa, como un niño curioso, casi escondiéndose detrás de la pared. Él los espía jugando y finalmente sonríe: Takashi está a salvo de la atomización. Quizás ese es el disparador de animarse a realizar su propio desvío: jugar al ta-te-tí “a distancia” con un desconocido, que al final del juego, le escribe un simple “gracias”, por haber jugado con él. Él también, a su manera, puede des-atomizarse. 

A pesar de su silencio, que pareciera mantenerlo al margen de todo, es su relación con el espacio público, su trabajo y aquello que puede observar lo que lo conectan con la vida en comunidad. Y es eso lo que le agrega al espacio público la dimensión de lo privado, y que permite conectarse y desconectarse con la dicotomía entre la tradición y la modernidad, que Wenders ya había intentado situar en Japón, hace casi cuarenta años, cuando decidió por primera vez ir a Japón a comprobar por sí mismo el paso del tiempo. En Tokyo-ga (1985), parecía que Wenders no podía aceptar que las ciudades estaban en constante proceso de movimiento,  para ir a buscar si quedaba algún resto del cine de Ozu. Pero buscaba en lugares equivocados: en los espacios públicos, en los planos abiertos, con las personas como decorándolos, como si se tratara de hormigas que simplemente están. Si existe un lugar que no es el Japón de los cincuenta es el de los ochenta. No podía encontrar una sola imagen de las que estaba buscando, porque buscaba donde no correspondía hacerlo: “No vale la pena ni sacar la cámara” le advertía Werner Herzog desde un piso alto todo vidriado, donde Tokio aparece en su lejanía, en una de las mejores escenas de esta película trunca, donde Wenders hace oídos sordos al consejo del amigo y también se miente. Sostiene un amor injustificado por Tokio, pero la imagen lo detesta. La ciudad lo expulsa. 

Aunque el hombre tropieza dos veces con la misma piedra, pareciera que Wenders aprende de sus errores. En algún punto, Tokyo-ga es el reverso exacto de Perfect Days. Son como antagónicas: abandonar la idea de encontrar a Ozu en el espacio público se vuelve una cuestión del espacio privado, de lo íntimo. El afán de documentar es enterrado para bien. Ozu es olvidado como ideal e incorporado en sus modos, en la cercanía con el suelo, por ejemplo. En la cámara a la altura del ojo humano. Mientras que en Tokyo-ga recorría la ciudad a la espera de que la imagen revele la verdad por sí misma, en Perfect Days la verdad no es requerida. Las imágenes no la precisan. Entiende que no es Japón, es Ozu. No es la realidad, es la mano humana. No es el mundo, es forjar el mundo a nuestra mirada. 

Por eso, achicar la mirada en el ratio cuadrado de Perfect Days permite un balance entre lo público y lo privado, entre el sujeto y su espacio, otorgándoles a cada uno de ellos su lugar. La cámara de Wenders sigue al personaje casi de manera funcional, como si lo persiguiera en función de registrar los gestos, como si estuviera acompañándolo, no espiándolo: la cámara y Hirayama están a la misma altura. No como sucede con su sobrina, que aunque lo busca en calidad de espectador (es él quien le regaló una cámara vieja) no puede evitar espectacularizarlo, y utiliza su teléfono celular para filmar a su tío en su trabajo. El violento cambio de ratio cuadrado para dar lugar al vertical propio de los celulares lo subsume. Ahora, Hirayama ocupa la totalidad del plano, eliminando la relación que existe entre él y el espacio público. Aquello que lo conecta con la vida en comunidad es eliminado en pos de la obsesión por el registro. 

Mentirosamente despistado, Victor Guimarães me señaló que no terminaba de entender a qué me refería cuando sentencié que la imagen de la película era “estetizada”. Me lo consulto a mí misma: el ratio cuadrado, la luz toda sensible, el encuadre prolijo, la imagen toda perfecta. ¿La imagen toda perfecta? Cuando vuelvo a ver la película no me terminan de convencer mis propios argumentos. A pesar de algunos juegos interesantes con la luz que entra por las aberturas, algún que otro espacio fantástico como las duchas y juegos de espejos, no es especialmente artificiosa, ni profundamente construida. ¿Fue una ilusión? ¿Es que la sensación de placidez que me produjo aquel personaje, en silencio, realizando su trabajo y teniendo tiempo libre para sí mismo, tiñó mi recuerdo de la imagen? ¿Cuál es la condescendencia intrínseca de decir, aun cuando no podemos explicarlo, que una imagen está estetizada? 

No me parece en ningún punto menor utilizar un adjetivo y no poder rastrearlo en la imagen. Porque las críticas negativas a la película lo utilizan, espero que pudiendo justificarlo mejor que yo, con la misma liviandad con la que dicen que la película “romantiza” el capitalismo. Creo que tampoco entiendo bien qué significa. De todos los usos coloquiales de la palabra, lo interesante es la relación que existe en el verbo con la distancia entre lo real y lo ideal. Romantizar algo pareciera tomar algo real, o demasiado real para ser verdad, y enaltecerlo, otorgarle un carácter “ideal”, despojarlo de complejidades y presentarlo como pulcro, pero al mismo tiempo elevarlo si bien no lo merece. Creo que estetizar y romantizar se encuentran, en un punto, para aplicar cierta condescendencia sobre las imágenes en general, y en este caso particular, para dejar en claro que ciertas temáticas merecen ciertas decisiones estéticas, y no otras, o que directamente no merecen ningunas, suponiendo que eso fuese posible. A saber, mal y pronto, que ciertas historias, sobre todo si son de clase trabajadora, deberían estar acompañadas por una imagen que muestre esa clase “tal cual es”: real, documental, porque la única verdad es la realidad, y algunas cosas no merecen ni embellecimiento, ni belleza, y ni siquiera una poética propia. Lo único que merece es realidad, pura y llana, y punto. Y cualquier atisbo de poética posible será para aquello que genuinamente merezca ser bello, o real, o conmovedor, pero por sí mismo.

Las imágenes más “estéticas” de todas, si estoy usando bien la palabra, o más poéticas, son las de los sueños. En blanco y negro, y con el grano que otorga el fílmico, Hiroyama sueña imágenes superpuestas, incompletas: páginas de un libro trastocadas por la sombra de las hojas de un árbol, la mano de un niño sobre una mano adulta, que desaparece sobre luces en movimiento, que desaparecen sobre flores, que desaparecen, que se escurren, teñidas por el manto del sonido del viento. Pero nunca, jamás, sueña con su propio trabajo. 

En algún punto, pareciera que la vida que lleva el personaje de Wenders es una utopía. Por lo menos, así se sintió para varias de las personas que vimos la película en el Cine Cacodelphia de la diagonal, que salimos con envidia, porque sabemos que, aunque las críticas negativas hablen de que Hirayama representa “lo más bajo de la pirámide social”, mantiene una calidad de vida mejor que la de muchos de los que nos contamos la ficción de una “profesión” y no un oficio, de que un trabajo hiper especializado y donde prime el intelecto antes que la fuerza es, por alguna razón, más conveniente para vivir bien. “La certidumbre de tener trabajo ya no es la certidumbre de poder pagar la vida” afirma Tamara Tenembaum acá. Y en ese sentido, si algo aporta para la película la inclusión de una breve pero significativa pista de su pasado es que no agrega certezas sobre la manera de vivir ese presente, sino que agrega ambigüedad a la posibilidad o no de acatar un destino, ya que lo único que queda relativamente claro, además de que su hermana pertenece a una clase dominante (que no nos dice ni más ni menos que eso) es que él eligió, en cierto punto, ese presente. Ético o no, escapando o no de algo, decidirlo contuvo, o contiene, la certidumbre de poder pagar la vida que desea tener.

Si hay una utopía en Perfect Days no es la de que la clase trabajadora pueda tener consumos culturales “altos”, aunque la película está al borde de saturarnos con canciones reconocibles, quizás buscando la identificación del espectador en los lugares equivocados. Si hay, es la utopía de que un trabajo manual, no especializado, donde no importe crecer ni progresar pueda pagar una vida, no una cualquiera, una donde nada falte, una donde nada sobre. Una vida donde el trabajo no necesite de desvíos ni se entrometa en los sueños, donde el goce sea suficiente y no una búsqueda constante, donde el ocio sea ocio, donde haya tiempos muertos, donde se nos permita estar en silencio si así lo deseamos. Donde eso sea una elección posible. ¿Cómo eso no estaría filmado con el respeto que merece una vida digna de ser vivida? 

“¿Existe realmente un deseo de algo más allá del capitalismo?” fue la última pregunta con la que Mark Fisher introdujo un seminario antes de interrumpirlo por su suicidio. En otra de las películas de este año, The Holdovers, quizás la mejor frase sea “you can’t even dream a full dream”. Quizás eso realmente sea lo que nos sacó el capitalismo: la posibilidad de soñar un sueño no más grande, tan grande como estar en paz con uno mismo. No la revolución proletaria, no una película reaccionaria: una ficción utópica donde se sueñe con un capitalismo habitable.

Lucía Requejo / Copyleft 2024

*Acá se puede leer otro texto sobre el film de Wenders.