LA CASA DEL CINEASTA: MIRAR POR PRIMERA VEZ

LA CASA DEL CINEASTA: MIRAR POR PRIMERA VEZ

por - Columnas
20 Jun, 2018 11:25 | comentarios
Tercera entrega. Los protagonistas conceptuales: una casa, un obrero, un vestido y una cámara. El cineasta se pregunta acerca de la imposible (o no) inocencia de la mirada.

Antes de filmar la demolición en la película La casa asistimos a otras demoliciones que ocurrían en el barrio. Ninguna de las casas que vimos demoler tenía menos de sesenta años, algunas alcanzaban los ochenta o cien. Muchas de esas casas habían estado descuidadas durante muchos años y presentaban una imagen desdibujada, triste. Eran, en los momentos finales, una especie de desgarro, la mueca que expresaba la tensión entre lo que fueron y su pronta desaparición. Pero algunas otras estaban cuidadas, pintadas, barridas hasta poco antes de su derrumbe. En estas últimas no existía ese punto intermedio, esa especie de presagio, y la violencia que otorgaba su desaparición era mayor.

Los pasos de la demolición son rigurosos: en primer lugar se saca todo lo reciclable, es decir lo que se puede vender: puertas, ventanas, hierros, tejas, chapas, tablas del parqué. Luego, a mazazos, se voltean los cielorrasos (en esta etapa vuela por un buen rato un polvo fino que vuelve todo un poco impreciso, fantasmal). Por último, una pala mecánica voltea las paredes y, casi simultáneamente, carga los escombros en un camión. Pronto no queda nada; un terreno baldío, una ausencia.

El proceso completo puede llevar unos cinco días. Los obreros con los que compartimos esas experiencias demolían una casa por semana. Por eso probablemente  lo vivían como un trámite, un conjunto de procedimientos eficaces resguardados por un capataz. Sin embargo, sus relatos daban cuenta de algunos detalles que se apartaban del protocolo y la rutina; los principales se centraban en los objetos que encontraban en la casa al recorrerla por primera vez. Los puedo imaginar: tres o cuatro hombres analizando el terreno de operaciones, caminando por esa casa vacía y desconocida, abriendo puertas y ventanas, dejando que la luz penetre en el espacio agónico, abriendo placares y cajones. Los hallazgos, esos objetos que los habitantes -desconocidos para ellos- habían dejado eran parte prioritaria de sus relatos. Uno de ellos me contó que en un placard vacío de una de las casas había encontrado dos vestidos de fiesta. Se le abrieron mucho los ojos cuando dijo “dos vestidos de fiesta, uno azul con florcitas, el otro bordó”, y después se quedó en silencio, asintiendo con la cabeza, esperando tal vez alguna respuesta, alguna explicación.

Durante mucho tiempo pensé en esos dos vestidos, las únicas prendas que los viejos habitantes habían decidido dejar en la casa que sería demolida; dos vestidos  arrancados de su mundo cotidiano. Uno azul con florcitas, el otro bordó. Es probable que ya se escucharan, mientras los vestidos seguían ahí colgados, los ruidos de martillos y barretas levantando tablas del parqué, porque no hay tiempo que perder en el rigor de los procedimientos de la demolición. Es probable que los agujeros del techo ya dejaran entrar esa luz que se derrama sobre el interior de la casa como no lo hizo nunca; una luz potente y última sobre las cosas en fuga.   Durante mucho tiempo pensé en esa pura materia de los vestidos, liberada de lo vulgar, hablando para alguien de manera desesperada en el fragor de la muerte –o de la transformación- porque en última instancia es ése el destino de la materia; de los cuerpos, los vestidos y las casas.

Un conjunto de ideas se fue acumulando alrededor de esos dos vestidos desde entonces. Ideas que me permiten pensar en el cine que me gusta ver y el que intento hacer. Quisiera hacer referencia a dos de estas inquietudes. En primer lugar, entiendo que hay una potencia particular en las ideas o impresiones que surgen del contacto con las cosas. El contacto con las cosas nos salva, por ejemplo, de una belleza distante, previa, y nos pone ante los destellos intensos, impuros siempre, de la vida. Uno sale siempre alterado de estas experiencias: hay algo que nos impregna, una duración de lo otro en nosotros, que es siempre el origen de un nuevo conocimiento. La experiencia nos astilla los ojos y nos regala una mirada enriquecida. Lo que entiendo, también, es que esas experiencias no implican necesariamente el contacto con aquello inmensamente lejano; por el contrario es la inmersión en lo contiguo. La revelación que nace en su vientre es, en apariencia, insignificante; no son verdades dogmáticas o grandes paradigmas filosóficos. Lo que vemos es el rostro velado -desvelado en la experiencia- del mundo cotidiano. Vemos en las fisuras de lo familiar, en el hueco de nuestros  prejuicios. En la fricción emotiva con el mundo -con las cosas y los seres del mundo, con la materia en última instancia- residen los núcleos de pensamientos nuevos, de conmociones afectivas y de relatos implacables: cicatrices que se abren y se cierran, se abren y se cierran. El obrero que encontró los vestidos no podía dejar de hablar de ellos. Narraba ese impacto como podía, con los ojos muy abiertos, mientras los sonidos de las barretas comenzaban su tarea, antes, después, en un remolino de tiempo. Dos vestidos, un rostro, el sonido de la destrucción, los techos abiertos y una luz derramada junto a un polvo fino, implacable, imposible de mirar. El balbuceo ahora es mío.

En segundo lugar, quiero hacer referencia a algo que me pregunto desde entonces: ¿es posible mirar al mundo -un cuerpo, un perro, un árbol, un rostro, la luz sobre un río, una ventana, un bastón o unos anteojos, unos zapatos, dos vestidos- como si fuera la primera vez? Esto me preguntaba hace varios años mientras realizaba El rostro, la película que siguió a La casa: ¿Puede haber sobre el mundo una mirada más o menos inocente, como si miráramos por primera vez? ¿Puede el plano, en esa inocencia, registrar un perro, un bote, el agua, un cuerpo, un rostro, en una expresión simple, cruda? ¿Estará la alegría en este encuentro sencillo con el mundo? Esa pregunta me acompaña en cada película desde aquel día. A veces me gana la desconfianza y creo que no. Me parece que los ojos se gastan, se cansan, y solo ven su propio cansancio, sus prejuicios. Entonces pienso en ese hombre -no sé si lo dije, de unos cuarenta años, dedicado a voltear casas desde hacía cinco años, después de haber estado algunos años sin trabajo- que probablemente esa mañana que recorrían la casa vacía vio dos vestidos por primera vez. Y de eso hablaba, de esa conmoción frente al misterio de la materia y del tiempo.  Al recordarlo creo que a veces es posible,  que el intento vale la pena.

*Fotogramas: La casa 

Gustavo Fontán / Copyright 2018

Entregas precedentes:

2. El mundo vislumbrado (leer aquí)

1. El atisbo (leer aquí)