CUESTIONES PROVISORIAS: SUEÑOS, CONJETURAS Y ASOCIACIONES (08): LA ESTAMPITA DEL MONJE

CUESTIONES PROVISORIAS: SUEÑOS, CONJETURAS Y ASOCIACIONES (08): LA ESTAMPITA DEL MONJE

por - Cuestiones provisorias, Varios
18 Ago, 2020 04:54 | Sin comentarios
Monjes cistercienses, cinéfilos y metafísicos apóstatas, un film y un libro.

Nada doblegaba su dedicación al Altísimo. No le bastaban las plegarias, la lectura y la misa; la “estricta observancia” que define a la orden cisterciense había sido asimilada por este joven monje con un celo que apenas puede identificarse en otras actividades humanas. En los almuerzos y las cenas no intercambiaba palabras, miradas ni gestos con sus congéneres. Es cierto que la regla monástica exige silencio y atención a la lectura. La regla monástica indica que uno de los hermanos de la congregación, que cambia con el transcurso de los días, lee en voz alta para todos los comensales. Sobre ese mandato ya instituido, por el cual algún pasaje bíblico irrumpe en el espacio sonoro compartido mientras se mastica y traga, el joven religioso posaba sus ojos sobre una estampita sin méritos estéticos en la que se divisaba una virgen. De no ser un estorbo, ingerir alimento era para este un hábito inevitable y enteramente disociado de los placeres del paladar. Podía ser una papa hervida o una cazuela de mariscos, no era de su incumbencia. El placer era para este una cuestión vertical y direccionada hacia al cielo: el amor a Dios era absoluto; el cosmos, es decir, todo lo que es y que es materia, nada más que un pálido y tenue desprendimiento de ese esplendor viviente que anida en todo y todos, sin por eso ser lo mismo que el resto y sin siquiera pertenecer al orden de lo visible. Dios es un fuera de campo extremo.

Jamás lo vi sonreír en los cinco días de visita al monasterio. Y en las diez comidas compartidas, solo miraba su estampita y escuchaba con total entrega los distintos capítulos leídos por sus compañeros. La mirada puesta en la virgen, los oídos, en los viejos relatos eclesiásticos que perpetúan un dogma y aquí también una praxis.

En una conferencia reciente, recordé ese episodio completamente enterrado en mi memoria, del cual no había hablado probablemente jamás. Misterioso mecanismo el de la memoria: un signo cualquiera despierta un recuerdo en estado larval que pasa inadvertidamente del umbral del olvido y recobra vida en la conciencia. De pronto, una experiencia de 1993 volvía al 2020. ¿Qué lo suscitó? El montaje de la memoria (es decir, de la identidad) no deja de sorprenderme. 

Ese recuerdo vino de la mano de un libro. Leyendo Contra la cinefilia de Vicente Monroy, título que ha despertado polémicas, como el autor, sospecho, lo deseaba, intuyo que la inquina de ciertos argumentos no son otra cosa que el intento desesperado de su autor por conjurar la rabia y la tristeza de haber amado tanto algo, cuya inimaginable capitulación, tan temprana e inesperada, requiere para él sentir que el golpe de sus dedos sobre el teclado es lo más parecido a disparar una ametralladora contra todo aquello que supo ser emblema de lo sagrado. La saña contra Bazin y Daney, la meticulosa elección de ciertas declaraciones casi delirantes de Phillip Lopate constituyen mucho más que ejemplos destinados a envenenar el corazón de un dogma. En ese ejercicio de injuria puede entreverse una purga. A los grandes amores solamente se los puede dejar apelando a la crueldad.

Creo entender muy bien a Monroy, pero por motivos que no tienen nada que ver con el cine. Yo también, como pasa con muchos hombres y mujeres, he perdido y abandonado personas e ideas que he amado. En la adolescencia, creí que mi vida entera, que ya estaba teñida de cine, habría de estar dedicada a ciertas cuestiones ligadas a la mística; como el querido Miguel Grinberg, y salvando, por supuesto, las distancias, también creí que mi sensibilidad estaba signada por la mística, aunque todo se desmoronó a los 24 años. Justamente, dos años después, con Miguel y varias personas más, teníamos a nuestro cargo un seminario sobre arquitectura y ecología. Yo empleaba un texto que él conocía muy bien: Las tres ecologías, de Felix Guattari, un autor que ya pertenecía, al menos para mí, a un nuevo conjunto de referencias, ligado a un límite inmanente y sin fuga hacia ningún trasmundo. Siempre admiré en él su heterodoxia y amplitud, como el film de Federico Rotstein Satori Sur (fotograma de encabezado) lo transparenta sin ambages: ese hombre tradujo Aullido, de Allen Ginsberg, conoció a Henry Miller y, sin embargo, aún puede tener algunos retratos en el living y el escritorio de su casa del famoso swami de Puttaparti, aquel del que emanaba cenizas de la palma del la mano y cuya cabellera siempre me hizo recordar a Jimi Hendrix. Todo eso coexiste enigmáticamente en el universo simbólico de Grinberg.

Otra proeza de Grinberg: dio a conocer por primera vez al castellano las meditaciones ecuménicas del gran Thomas Merton, otro cisterciense que no parecía tan abocado a una devoción rígida y unánime. Los textos de Merton y las fotos de él permiten creer que era demasiado curioso como para dedicar su contemplación diaria a una virgen y que el humor no le era ajeno.

Como Monroy, yo podría haber escrito un libro titulado Contra la metafísica. Lo intenté en forma de tesis, pero el amor por el cine me rescató de la violencia que se necesita para verter al papel el fin de un romance.

Roger Koza / Copyleft 2020

Anteriores entrega de la sección:

7. Desde el diván (leer aquí)

6. Un misterioso idioma (leer aquí)

5. El método Castro (leer aquí)

4. Bichos (leer aquí)

3. Memorias del teleconductismo evangélico (leer aquí)

2. En los primeros días de otoño (leer aquí)

1. En los labios de Luis (leer aquí)