
UNA PELÍCULA VITALISTA
Si hay algo que se expresa con nitidez en la cultura contemporánea y signa su brutalidad, decadencia y falta de imaginación, es una forma de afirmación de la propia identidad en contraposición y desestimación de cualquier expresión ajena u opuesta. El deseo de ser a expensas de que otros no puedan ser lo que son constituye una experiencia de vivir reactiva y reaccionaria, un modo de existencia fagocitado por el resentimiento y la envidia; pura negatividad en acto, donde ser significa que el otro no sea, y que hoy, tristemente, ha llegado a ser, entre nosotros, una funesta política oficial cuyas consecuencias finales apenas intuimos. La vitalidad anida en la pluralidad, en la afirmación de la vasta conformación de formas con las que se dan a conocer criaturas de todo tipo. En los últimos minutos de la inclasificable ¡Qué caigan las rosas!, su peculiar sintonía con una visión vitalista del mundo se puede apreciar sin ambages.
La última película de Carri empieza en un rodaje del que la directora decide escapar. Ella y algunas de sus más cercanas amigas se van hacia el norte del país. En el periplo pasa de todo: debido a un desperfecto del vehículo en el que viajan, la visita obligada a un taller mecánico en un pueblo perdido introduce a un personaje inolvidable. Laura Paredes no se parece a ningún mecánico que pueda recordarse en el cine. Todo lo que sucede ahí remite directamente a Las hijas del fuego: un despliegue feliz y libre del deseo femenino, en el que se prescinde lúdicamente de los hombres. Pero la película abandona ese camino de erotismo tuerca. No mucho después, las chicas duermen en una casa vacía. Es un instante de terror, en el que Carri apela a lo siniestro. Las muñecas abandonadas y una silla de ruedas adquieren atributos malignos y espectrales, aunque esa invocación también se abandona.
Cuando las chicas llegan a Brasil, se introduce un fragmento en el que cambia la textura de las imágenes, porque aquello que se está filmando responde a un documental sobre la aporofobia. Son planos de una precisión indiscutible, tomados a distancia, en los que se percibe la desigualdad naturalizada en las calles de San Pablo. Pero como ¡Qué caigan las rosas! está ceñida a un principio mutante, una misteriosa mujer se introduce en la escena y con su presencia se tiñe el epílogo de un heterodoxo vampirismo en el que la sangre y la clorofila son signos que definen los enigmáticos pasajes en un ecosistema selvático al lado del mar.
Al repasar la filmografía de Carri, resulta evidente que su poética no se somete a ningún género, sino que abreva democráticamente en todos, y que sus intereses pueden amoldarse a expresiones cinematográficas disímiles. ¿Qué tienen en común Géminis, Cuatreros, La rabia y No quiero volver a casa? Sin embargo, hay algo reconocible en todas sus películas: una interrogación sobre la voluntad de vivir. La relación que se establece en esta última película con algunas ideas del filósofo Emanuele Coccia se explica por ese ubicuo vitalismo difuso que anuda las películas de Carri. Los relatos se revisten de muchas caras: palpita en ellos una vitalidad que nada ni nadie subyugan, pero que abarca todo.
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Roger Koza: Empecemos por el principio y el final, o, más precisamente, por las citas que organizan simbólicamente un relato enigmático, siempre placentero de seguir y desplegado por derivas inesperadas. Hay dos citas filosóficas: una es de Simón Rodríguez, filósofo venezolano decimonónico; la otra, y de mayor peso, es de Emanuele Coccia, pensador contemporáneo italiano, especialista en filosofía medieval, quien ha desarrollado una nueva filosofía de la naturaleza. Son claves para la película; no son meras citas. ¿Cómo llegó a ambos y, asimismo, cómo considera la relación de la película con las ideas de estos autores?
Albertina Carri: Simón Rodríguez siempre estuvo muy presente en los relatos de Alcira Argumedo, una madre putativa que me regaló la vida. Su pensamiento decolonial alrededor de Latinoamérica siempre llevaba una cita de Rodríguez. Pero, como se sabe, a las madres y los padres se les da un poco la espalda para crecer y había olvidado completamente a aquel pensador. Hasta que, hace unos años, el artista Luis Camnitzer me convocó para hacer una obra juntos alrededor del pensamiento de Simón Rodríguez. Nunca hicimos esa obra, pero fue el modo en que recuperé ya de grande la presencia de Rodríguez en mi vida y me puse a leerlo, investigarlo. A Coccia llegué por un amigo librero, que me lo recomendó con ahínco, ya que hace tiempo que devaneo entre lecturas alrededor de la naturaleza. Digamos que mi relación con el campo, con la pampa argentina, que está presente en todo el comienzo de mi filmografía, se fue inclinando hacia esa pregunta sobre el territorio y el paisaje, y de ese modo la deriva hacia la naturaleza pasó casi por un cauce “natural” hacia lo misterioso de la existencia, corriéndose de lo antropogénico.
La relación que nuestra especie establece con los animales y con las plantas es una preocupación que me habita desde siempre, y en Lo que aprendí de las bestias, mi primera novela, profundicé en todas esas preguntas sobre lo humano y lo animal, sobre las relaciones de jerarquías que establecemos los humanos con lo vivo; pero en ese caso específico el relato se centraba en la potencia de lo animal, lo silvestre y lo instintivo frente a la violencia humana. Entonces, me debía aún esta incógnita alrededor del mundo vegetal; como dice Houellebecq, “el triunfo de la vegetación será total“. Por otro lado, creo que la pandemia fue un punto de inflexión muy relevante en torno a los modos de relación con lo vivo.
Por eso la cruza de estos dos autores en la película me interesó especialmente, de algún modo son dos puntas de un mismo relato: la colonización de Latinoamérica y la colonización de los humanos sobre todo lo viviente. Creo que ambos, salvando la distancia entre siglos y, por ende, entre problemáticas sociales y filosóficas que respectivamente los interpelan, comparten una cosmología que se aleja de los dogmatismos, o de la prepotencia de las formas de lo teológico, y nos acerca a imaginarios más amplios, menos jerárquicos; tal vez también a futuros menos afirmativos.
Parte del elenco es el de Las hijas del fuego, y, cuando empieza todo, parece que mucho de aquella película se repetirá, pero usted toma un camino completamente distinto. Su película precedente se ceñía a un relato de viaje más convencional. En esta ocasión, el relato también se desprende de un viaje, pero la lógica del recorrido tiene algo de onírico o fantástico. ¿Cómo ve esta diferencia?
Creo que ambas películas tienen algo fantástico. Salvo que en este nuevo desembarco nos propusimos profundizar más aún sobre esa zona, dejarnos llevar por las mutaciones que el viaje nos iba proponiendo. En esa relación con la naturaleza y con el territorio les van sucediendo eventos que las hacen ir perdiendo el contacto con la tecnología, con la conectividad y con la civilización, y van derivando hacia un modo más artesanal, y más mágico, también podría decir.
Creo que es un momento donde necesitamos poner la imaginación en acción, salir de lo predeterminado que nos muestran los relatos convencionales y de las soluciones que ofrece el capitalismo a los problemas que el mismo sistema creó.
Y el cine latinoamericano siempre estuvo muy encorsetado en lo real, debido, sin dudas, a todo el trauma histórico con que carga este territorio. Sin embargo, creo que, si no replegamos nuestros relatos hacia posibles más oníricos, más inesperados, la dictadura de lo real nos devorará no solo el relato, sino también el lenguaje y las formas de representación, y con la extinción de esas formas del pensamiento se va imponiendo una realidad que para muchos es invivible.
Hay también un cambio de geografía, en vez del sur, el viaje es hacia el norte: el movimiento es de Buenos Aires a Misiones y de ahí a São Paulo. ¿Cómo influyó la geografía en la estética? La película parece mutar, no solamente en relación con su relato, sino también con sus formas. Cambian los encuadres y la naturaleza misma de la imagen.
Sí, fue una decisión deliberada. Qué el territorio nos imponga su forma. Que eso que pasaba en cada posta fuera modificando la subjetividad de las protagonistas y que esas modificaciones se leyeran sobre la puesta en escena. Como si cada género cinematográfico que aparece fuese una consecuencia de las emociones que las protagonistas transitan. Por otro lado, luego de haber recorrido en la anterior película todo el sur del país, nos parecía necesario que ahora el viaje se dirija hacia el litoral y su exuberancia. Además, la tierra roja es una especie de obsesión que tengo desde la temprana juventud. Me provoca una conmoción particular, me da una sensación de irrealidad muy fuerte, ese contraste del rojo con el cielo prístino y celeste y una gama de verdes que median entren esos dos colores, como si quisieran atemperar algo de esa imagen tan vivaz.
Hay un segmento de la película que introduce elementos de terror. Hay algo macabro ligado por momentos a la iconografía cristiana. ¿Es una cuestión azarosa o es una decisión con otro peso simbólico?
Bueno, la iconografía cristiana tiene algo muy aterrador. Comenzando por la veneración a un hombre torturado y continuando por la maternidad no sexuada de su madre. Dos cuerpos mutilados son la fuente de toda la iconología cristiana, dos fantasías que acercan esa doctrina a las prácticas de BDSM, con las que la película también juega en diversas instancias. Tanto la directora atada, como las actrices atadas, como la búsqueda de un grupo que lo practica, pero con consciencia ambiental. Ese pequeño cuento tiene relación con el inicio, con esa imposibilidad de la directora de hacer una película de producción más convencional, pero también con el final, con una metamorfosis que por más que la estén buscando igualmente duele.
Pero volviendo a la iconografía cristiana y el terror, sí, es un intento de desnaturalizar esa imagen de cuerpos vejados en nombre de un bien superior. Tanto Cristo como María, según la leyenda, eran humanos, y creo que es necesario interpelar esas imágenes que determinan la civilización occidental. Ya que también en nombre de ellas se habilitó toda la saña con que se llevó adelante la conquista de este territorio.
Por otro lado, dentro de la película hay muchos guiños a Pasolini, empezando por la escena de “más plantas, más plantas“, que es una copia de “la corona, la corona“ de La Ricotta. La corona de Cristo también está hecha de plantas y la búsqueda de transparencia de PPP con respecto a la iglesia católica es una guía a lo largo de todo el viaje.
La aparición de la pareja lésbica tuerca es un momento hilarante. Es muy divertido y tiene algo magnífico:la relación que usted establece entre la libido y los autos, pero matizado por el deseo femenino. ¿Cómo se le ocurrió? Laura Paredes y su personaje merecen una película entera.
Pues ya conversé con Laura para que hagamos la película de su personaje. Le propuse ponerle un harem a disposición y se comprometió a conversarlo con Valeria Correa, a ver si la autoriza (risas).
No tengo muy claro cómo se me ocurrió, pero en mi educación cinéfila, Duel de Spielberg, Christine de Carpenter y Crash de Cronenberg son una trilogía muy estimulante y que siempre tuve ánimos de retomar de alguna manera. Este imaginario está levemente esbozado en la película anterior con el viaje hacia el Torino al que nunca encuentran, y en esta ya nos zambullimos de lleno en esa fantasía erótica de motores y aceites sucios. Digamos que la saga Mad Max, empezando por la del 79 con un Mel Gibson superjoven, también me ha inspirado para entregarme a ese fetiche puramente masculino. Creo que lo hilarante, como usted lo llama, de esa parte de la película es la subversión de esa fetichización en tanto libido históricamente masculina, llevada a una zona del deseo lúdico de lo femenino.
En un momento, contratan a la cineasta que viene de hacer un éxito en el cine porno para realizar un documental sobre la repugnancia y el miedo a los pobres. En ese momento la película da un giro inesperado. También ahí hay una deliberada elección estética. Los planos generales abundan y el trabajo con el sonido es determinante. ¿Qué lo llevó a introducir ese cambio en el modo de representación?
Bueno, fue la zona más compleja en cuanto a las decisiones estéticas, porque es la mutación más radical que hace la película hasta ese momento. También es como un aviso de que ya podemos ir hacia cualquier lado. Ese giro tiene relación por un lado con esto que mencioné, en términos gramaticales funciona como un gran salto de párrafo que nos llevará al final. Y en términos narrativos es la introducción de un nuevo género cinematográfico que es el que históricamente se le pidió a Latinoamérica que haga para que dé cuenta de su realidad, y creo que eso es una suerte de cárcel y de forma de dominación. No dejarnos salir de esa condición de cronistas de la miseria que nos circunda es una manera de avasallar nuestras capacidades narrativas y nuestra imaginación. Por eso esa parte es como un aviso de que nos iremos de ahí de todas formas, aunque eso exista y aunque esa sea nuestra realidad, pues con ella podemos escribir otros cuentos también.
El trabajo de sonido de toda la película tiene una gran complejidad. Trabajamos con Mercedes Gaviria, la sonidista, en un sentido polisémico cada uno de los géneros que se van presentando. La banda sonora está cargada de signos, y en ese momento específico la presencia de la ciudad que va devorando todo lo demás es lo que vuelve a ese género algo del orden de lo surreal. Porque la realidad también tiene esa condición pavorosa y hasta onírica en su horror.
La cita del texto de Coccia y su sentido es anticipada en una breve escena en la que las cuatro mujeres duermen a la intemperie. Luego, llega el momento en que usted parece inventar cosas, una de ellas, algo así como vampirismo vegetal. Hay plantas devoradoras. En verdad, usted parece introducir una visión alternativa del mundo y una lectura sobre la relación de las especies. ¿Cómo se le ocurrió entrecruzar el vampirismo con una de las ideas centrales de Coccia en torno a la mixtura?
No sé cómo se me ocurren esas ideas locas (risas).
Pero puedo balbucear algunas teorías sobre vampirismo y mundo vegetal. Si consideramos el circuito de la vida, todas las especies estamos emparentadas, ya que en cuanto morimos, abonamos la tierra, los gusanos transportan de un cuerpo al otro información, nos hacemos hongo, el hongo abona el árbol que comerán los pájaros y así una parte nuestra viaja en las fauces de un cóndor que dio caza a un gusano y luego defeca sobre otro territorio y así un gran viaje de raíces y líquenes de los que crecerá un pasto que comerá una vaca o donde crecerá una zanahoria que será alimento de un próximo humano o animal. Y el ciclo vuelve a comenzar al infinito. Pero en ese ciclo de la vida monumental en que imagino a todos emparentados a través de las plantas, surge la pregunta por los vampiros, por esa especie que nunca muere pero que se alimenta de sangre humana. Es decir que ellos también aportan a ese ciclo dando muerte para alimentarse.
También hay toda una cultura de vampiras lesbianas que trabaja tanto el terror como lo pornográfico y me parecía que en este nuevo viaje había que convocarlas. También el vampiro y la vampira, además de monstruo, siempre es un personaje cargado de erotismo. Es un monstruo deseante, gozoso, casi siempre voraz. Es una figura que acciona sobre lo erótico del poder, como en Daughters of Darkness (1971) de Kümel, donde la vampira viene a develarle a la pareja heterosexual recién casada que lo monstruoso también habita en ellos, que el deseo siempre tiene algo de monstruosidad. Y tal vez esa sea finalmente la pregunta que se hace ¡Caigan las rosas blancas!: ¿cuánto de la erótica del poder hay en el hecho de hacer películas queriéndolo controlar todo? ¿Y cuánto tiene esa operación de negación de la potencia de lo vivo (entre lo que se encuentran las voraces plantas)?
*Publicada en otra versión por Revista Ñ en el mes de marzo.
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