LA NOSTALGIA DEL CENTAURO

LA NOSTALGIA DEL CENTAURO

por - Críticas
17 Feb, 2019 10:06 | comentarios
Una forma de vida también puede conocer su extinción. Un cineasta se propone resguardar el último aliento de esta.

EL LENTO CREPÚSCULO

Las tradiciones sobreviven a los hombres y las mujeres, quienes nunca pueden conocer del todo el origen de aquellas. La tradición gauchesca no tiene un nacimiento preciso, sí sus textos canónicos y las costumbres que aún perviven en las localidades que no han sido absorbidas por los imperativos de la vida moderna. Lo que no significa que una tradición goce de los mismos privilegios que los dioses y otros seres sobrenaturales. Una tradición puede morir, y es probable que de ser así su ocaso apenas resulte perceptible.

Nicolás Torchinsky intuye aquí el lento crepúsculo de una forma de vida. Que para el matrimonio elegido para protagonizar su película el tiempo ya tenga algo de una donación del azar es una evidencia que se acopla con otra: a la tradición que estos representan, o, más bien, al hogar simbólico en el que viven, tampoco parece aguardarle la eternidad. Esa ostensible situación lleva al cineasta a asociar el movimiento de las estrellas y su luminiscencia con los dos protagonistas casi excluyentes del film. Es difícil cerciorarse sobre la existencia real de un cuerpo celeste. Este puede haber dejado de existir, pero la luz emitida aún persiste en el espacio.

La nostalgia del Centauro, Argentina, 2017.

Escrita y dirigida por Nicolás Torchinsky

La analogía es aquí inmediata: Juan Armando Soria y Alba Rosa Díaz sin duda respiran, hablan, cantan, tejen, andan a caballo, pero aquello que aún encarnan tal vez brille como una estrella perecida cuya irradiación persiste por gracia de la física. El plano tercero y cuarto del cielo nocturno en un paraje perdido de Tucumán alimentan esa percepción. El cielo es contundente y también un estímulo primitivo de la imaginación.

La poética elegida por Torchinsky no es del todo purista. El film no es un rígido documental observacional, y no solamente porque sus dos personajes en ocasiones hablan mirando a cámara y tímidamente la voz del realizador (o un colaborador) les pregunte algo. Hay decisiones formales que desbordan el registro prolijo y la cadencia narrativa en aras de ilustrar una visión de mundo. El empleo de fundidos y el laborioso concepto sonoro exceden el naturalismo y cualquier voluntad didáctica. La perspectiva de observación intenta establecer un contrapunto sensible frente al mundo de los personajes, lo que se puede constatar en las elecciones musicales, que nada tienen que ver con ese paisaje. El esquema sonoro va más allá de la música concreta del paisaje, no así la composición de los planos. Visualmente, La nostalgia del Centauro acopia motivos de la vida gauchesca, y hasta ensaya en los fundidos una relación entre los personajes y el ecosistema. Las ingeniosas coplas y la austera arquitectura, por nombrar dos expresiones recurrentes en el film, son indisociables de ese territorio. Los hermosos fundidos que el film prodiga en dos o tres instancias refuerzan ese entrelazamiento entre humano y paisaje, cultura y tierra.

La nostalgia del Centaurono propone un elogio a la vida rural ni una añoranza de una armonía primordial olvidada o traicionada por la codicia y la omnipotencia modernas. Simplemente sitúa frente a una cámara una formación simbólica anacrónica, la cual no puede ser del todo interpretada a través de los reflejos de conciencia habituales, en los que todo fenómeno se mide por su productividad, riqueza y bienestar. Las vidas de Juan y Alba se desmarcan de esa vara, porque la relación con el espacio y el tiempo, como también con los objetos y los animales, es de otra índole. Todo lo que Alba cuenta de su marido y su pasión por los caballos, como del placer por recorrer y conocer las montañas circundantes, es ajeno a todo individuo que observa su teléfono inteligente cada 5 minutos y postea su vida cotidiana cada vez que lo cree conveniente. El extraño placer de la película proviene de esa distancia, no muy distinta de la que se siente cuando se levanta la cabeza y el cosmos se revela como una vasta extensión oscura interrumpida por cientos de puntos luminosos.

*Esta crítica fue publicada por Revista Ñ en el mes de febrero de 2019.

Roger Koza / Copyleft 2019

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