OSCAR FUCK YOURSELF (2): VIOLENCIA DE LAS FORMAS

OSCAR FUCK YOURSELF (2): VIOLENCIA DE LAS FORMAS

por - Críticas, Ensayos
22 Feb, 2013 07:10 | comentarios

UNA MIRADA SOBRE DJANGO UNCHAINED, ZERO DARK THIRTY Y LINCOLN

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Lincoln

Por  Nicolás Prividera

 

UNA HISTORIA VIOLENTA: ¿Hay alguien que no conozca la famosa fábula de “la rana y el escorpión”, que cuenta Welles en Mister Arkadin?: A pesar de su obvio temor a ser picada, el escorpión convence a la rana para que lo deje cruzar el río montado sobre ella, pero a mitad de camino le clava su aguijón, y ambos se hunden. La moraleja está en las últimas palabras del escorpión (su lapidario “rosebud”): “lo siento, no pude evitarlo: está en mi naturaleza”. La recordé inmediatamente en el climax de Django Unchained (en el que el personaje Waltz –portavoz de Tarantino– rompe con lo que pacientemente ha construido para inmolarse junto con sus principios). Pero es claro que la fábula no sólo se aplica a directores megalómanos (como el mismo Welles, desterrado del paraíso cuando no era tan cool ser rebelde, y menos serlo en serio), sino acaso a toda la cultura norteamericana, atravesada por la contradicción entre  albedrío y determinismo, entre naturaleza e Historia, entre individuo y comunidad, entre personalidad y tradición… En fin: todo aquello que el western (no en vano el género norteamericano por excelencia) pone en escena como lucha entre el irredento liberalismo del ciudadano y la implacable razón de Estado. Con la conciencia trágica de que esas dos caras de la ley están en una dialéctica constante e irresuelta, en la que justicia y venganza se encuentran. Y no en vano las películas recientes que Hollywood propone como sus mejores ejemplos siguen esa senda tenebrosa iniciada hace ya un siglo por Griffith y Ford (unidos legendariamente –como Tarantino gusta recordar para abjurar de esa tradición– desde la carga del KKK en The Birth of a Nation). 

El ETERNO RETORNO DEL CLASICISMO: Lo que quisiera aventurar es que podemos leer esa repetida tensión con el clasicismo como un ofrenda que la estética rinde al historicismo (es decir, como cada período, escuela o cineasta se define sobre el peso del pasado). Y en el cine esto se ve más claro que en cualquier otro arte, ya que en su breve existencia ese momento mítico del clasicismo (en que nacen a la vez un lenguaje y una nación con vocación de Imperio), vuelve en el cine norteamericano actual como evocación (fantasmal, museística, posmoderna o cínica) de esa gloria pasada: Lincoln, Argo, Django Unchained, y Zero Dark Thirty reflejan distintos modos de lidiar con el acoso de ese padre muerto que exige su tributo de sangre. Y si bien todos son intentos (¿inevitablemente?) fallidos, algunos son más problemáticos que otros: el nervioso registro “documental” de Affleck se revela casi naif al lado del inexpresivo registro “documental” de Bigelow, cuya perversidad consiste no ya en disfrazar una misión de rescate sino una de asesinato con  supuesta neutralidad observacional (aunque los amargados torturadores de Zero Dark Thirty deban parecer abúlicos al lado de los adrenalínicos desactivadores de bombas de The Hurt Locker). En contraposición con esa abierta y sutil –o no tanto– propaganda de la CIA (como en los mejores tiempos de la guerra, fría y no tanto), la obra de Spielberg casi parece cándida (aunque nunca ingenua en su culto de la inocencia perdida, y Lincoln no es la excepción), tal vez porque es el único que la ha construido –y me refiero a toda su obra– contra esa idea de venganza (basta ver sus dos mejores películas de la última década, que hacen de esa denegación su tema central: Munich y Minority Report). Tarantino se encuentra de algún modo entre ambos modelos (entre el idealismo blanco de Spielberg y el pragmatismo negro de Bigelow), expresando como ninguno esa contradicción entre los ideales y las prácticas, como se ve claramente cuando su repetido rescate del héroe políticamente correcto naufraga en algo más que le mera incorrección formal (en la que la desmesura encuentra su venganza): lo que se destruye es precisamente la mesura clásica, que reunía ética y estética (como ya analizamos a propósito de Bastardos sin gloria en este mismo blog).

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Django sin cadenas

FORMAS DE LA ESCLAVITUD: Hay que decir que Django Unchained no deja de ser una de las mejores películas de Tarantino (tal vez la mejor desde Jackie Brown), y por eso mismo la que mejor expone sus límites. Como el personaje de Waltz –que rompe su propio código de actuación–, pareciera que la naturaleza autodestructiva de Tarantino (o simplemente su infantilismo posmoderno) buscara hacer estallar la tradición: no es casual que él mismo encarne a un personaje que literalmente explota, no mucho antes del gran estallido final. Y es que en definitiva (como deja en claro la recortada escena de los perros destrozando a un hombre vencido, que propone menos una crítica de la violencia que una asunción nietzscheana del fortalecimiento en el mal) al final todo no es más que una justificación para el eterno retorno de la venganza, tema que recorre la historia del cine norteamericano (y cuya crítica ya apareciera tempranamente en Conciencias muertas, mucho antes de que Ford no permitiera que se consumara en The Searchers). En ese sentido, el cine de Tarantino expresa con mayor claridad lo que suele pasar desapercibido en las torturantes películas con que Hollywood nos inunda burocráticamente todas las semanas: la caída abismal del clasicismo en un degradado formalismo justificatorio (de reglas degradadas hasta la abominación, como demuestran con más refinamiento la burocrática contención de Bigelow o incluso la incontinencia tarantinesca). Y así lo que pudo ser su gran película clásica (al menos en el sentido en que lo son hoy los films manieristas de Leone) no es finalmente una notoria reflexión sobre las formas de la esclavitud –como se insinúa a través del gran personaje de Jackson– sino una sumisión ante la esclavitud de las peores formas.

Del otro lado, la previsible corrección de Spielberg es, por el contrario, más formal que política. Pero su doble evocación clásica (del viejo Lincoln y del joven Ford) pareciera cargar con el peso de su propia monumentalidad, sin poder remedar la densa ligereza de El joven Lincoln, ni dar vida al pasado fundacional que evoca (en la Historia y el cine), y sin alcanzarle para convertirse por fin en el gran demiurgo de esa ya no joven América que aún se debate entre el bucolismo y la violencia. Porque Spielberg sigue sin lograr equilibrar esa conciencia dual (reflejada sobre todo en las películas que intentan unir mito e Historia): desde El color púrpura a Lincoln (pasando obviamente por Amistad, pero también por su trilogía sobre la segunda guerra mundial: Empire of  the sun, Schindler´s list y Saving private Ryan), Spielberg persigue a través de la Historia un arte del claroscuro (incluso en su sombría trilogía futurista: AI, Minority Report, y War of the Worlds). Pero cerca de la edad en la que Ford rodaba sus grandes westerns crepusculares (como Two Ride Togheter o The Autumm of the Cheyennes), Spielberg aún se resiste a dejarse arrastrar por el pesimismo de las promesas incumplidas (como si no pudiera o quisiera asumir el fin de la edad de la inocencia): basta ver la escena más genuinamente spielbergiana de Lincoln, en la que el hijo sigue a una carreta que deja un rastro de sangre hasta descubrir un cementerio de miembros amputados, lo que termina de definir su voluntad de enrolarse. La misma voluntad que demuestra Spielberg al intentar extraer corazón de las tinieblas, aunque deba ser a costa de mitificar la Historia. Así, al quedarse en las medios para la aprobación de la enmienda que abolió la esclavitud (sin recordar que solo fue formalmente) más que en los fines de una guerra que nunca explicita su origen (más económico que político), el Lincoln de Spielberg termina remedando su propia estatua, y su muerte –como la del personaje de Hanks en Saving Private Ryan– se transforma en una especie de retribución shakespeariana, con últimas llameantes palabras incluidas. Claro que Spielberg tiene el tino de no mostrarnos el asesinato, tal vez –entre otras cosas– para dejar de lado una vez más el motivo de la venganza…

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Argo

LA MORAL DEL VERDUGO: Qué se muestra y qué queda fuera de campo: desde la tragedia griega al cine, ese fue uno de los rasgos que siempre definió al clasicismo. Pero su autoconciencia se acentuó ante los embates del modernismo, cuando la épica negativa de Brecht (la más notable de las rebeliones contra la catarsis aristotélica) puso en escena lo que el clasicismo ocultaba –como sus mismas condiciones de producción– entre bambalinas: la construcción de un relato para un espectador sumiso. Y en la pantalla esto fue aún más claro que en el teatro o la literatura, porque la ilusión cinematográfica pone literalmente en escena una modo de mirar (no es tanto lo que se nos muestra, sino dónde se nos muestra): El punto de vista del film se superpone ‘naturalmente’ con el del espectador. Y esa naturalización es la que intentó romper el distanciamiento brechtiano, al recordarnos que –para decirlo con el título de la película que el mismo Brecht escribió para Lang en su exilio americano– “los verdugos también mueren”: sólo es cuestión de desenmascarar un punto de vista que nunca es neutral… Sin embargo, el mismo Brecht no duró mucho en un Hollywood macartista que –así como el clasicismo se nutrió de la irreverencia de la vanguardia– no dejó de regalarnos una basta galería de amables verdugos, en los que al final siempre había –por citar la horrible traducción castellana del gran clásico de Ford– “más corazón que odio”. Y así llegamos desde las salvadoras huestes del KKK en The Birth of a Nation a los amables u obsesivos agentes de la CIA en Argo y Zero Dark Thirty. “Este rostro de mirada fija, detrás de la cual la toma de decisiones se reduce a (o se convierte en) una pura técnica, pero cuyos juicios o valoraciones son totalmente inaccesibles a los espectadores, es uno de los más alarmantes logros de la filmografía americana”, como escribió Fredric Jameson hace ya más de treinta años…

Brecht no se asombraría de nada de esto, claro, porque como buen marxista sabía perfectamente lo que significa “reificación”. Así que tampoco nos asombraremos nosotros si algunos críticos que desconocen (pero se rinden ante) “el fetichismo de la mercancía” se exasperan cuando se menciona algo tan explícitamente obsceno como que estas películas se sostienen en la CIA (en todo sentido). Como si el uso del género excusara el análisis político, cuando sucede todo lo contrario: si hay un cine que ha tratado de política y de Historia sin llamarse cine “histórico” o “político”, es el cine norteamericano… El western es el mejor ejemplo, y en esa fuente abrevan todos los films oscarizados mencionados en esta nota. No hace falta buscar los obvios duelos de Lincoln y Django: hasta los burócratas encarnados por Affleck y Chastain buscan su duelo al sol, mientras que los iraníes o irakies son tan indiferenciados como los indios en los westerns primigenios. Y es esa invisibilidad (solidaria con su punto de vista “oficial”) lo que las películas contrabandean bajo su ropaje genérico (lo curioso es que si de algo habla Argo es precisamente de como nos engañan al ocultar las “condiciones de producción”…). En ambos casos, la moral del film descansa en la satisfacción del trabajo bien hecho: Affleck y Bigelow pueden sentir lo mismo que sus héroes (y esa es la curiosa defensa de algunos críticos, para los que también solo cuenta la eficacia del know how). Pero a menos que seamos tan ingenuos como para ignorar lo que es el complejo militar-cultural (y para esto más que a Chomsky recomiendo el libro Operación Hollywood, de David Robb), ya no podemos sostener el candor de los hombres que luchaban del lado correcto en las viejas películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Al final, sabemos que ni Bogart ni Rains eran neutrales en Casablanca: eso es lo que definió para siempre “el comienzo de una hermosa amistad” entre el idealista y el mercenario, que sigue estando en el corazón del cine americano actual.

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Zero Dark Thirty

 POSDATA: Podemos encontrar la contracara reciente de todos estos films en la igualmente fallida pero aun así valiosa Killing Them Softly de Andrew Dominik. Como en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, Dominik desmonta el mito a través de la alegoría: basta ver como en el inicio y final se juega con el discurso de Obama como no puede asumirlo la literalidad de Zero Dark Thirty (y no digamos ya la genealogía negra que sugieren Lincoln o Django Unchained). Dominik nos muestra lo que todos esos films ocultan en diverso grado: a esta altura de la Historia la burocracia es una astucia más de la razón de mercado, y el asesino hace su trabajo sucio sin escudarse en la asepsia de ninguna ética (protestante o claudicante). Se diría que la mirada extranjera y extrañada de Dominik reencuentra lo que Tarantino no puede evocar y Bigelow se empeña en encubrir: los buenos malos de Ford hace rato han sido suplantados por La pandilla salvaje de Peckimpah.

Nicolás Prividera / Copyleft 2013