CANNES 2023 (03): EL IDIOMA DEL CINE

CANNES 2023 (03): EL IDIOMA DEL CINE

por - Festivales
19 May, 2023 03:45 | comentarios
Dos modelos de cine en Cannes.

Ya sea en japonés o en inglés, o también en el idioma de los anfitriones, las palabras dichas en los films pertenecen a una lengua pero están revestidas por otra: la del cine. En esta hay variaciones, idiosincrasias inevitables, pero un plano del señor Kore-eda remite a un dialéctico que poco tiene que ver con sus compatriotas de ojos rasgados. Alguna vez un traductor confundió su prosa con la de Yasujiro Ozu; le faltó oído. Los viajes de Kore-eda hacia la infancia siempre evocan, aunque suene inverosímil insinuarlo, una tradición más cercana a la de Steven Spielberg. Los personajes pueden hablar en la lengua de Basho, pero los planos bilingües abundan en su cine: hay planos de California, los hay también de la isla en la que Miyazaki honra a todos aquellos que todavía no han arribado a la edad de la descreencia, al mundo de los adultos. ¿No es la secuencia de los niños felices en el desenlace de Monstruo (Kaibutsu) una postal de una infancia vista en alguna del cineasta de Encuentros cercanos del tercer tipo?

Kore-eda tiene alguna que otra película notable, varias interesantes, algunas curiosas y no faltan en su haber aquellas de dudoso prestigio y que sin el revestimiento de los laureles caninos podrían acarrear la desgracia de haber sido reconocidas como bodrios. Sin duda alguna, de los japoneses de nuestro tiempo, Kore-eda Hikorazu es el más universal de todos, porque es el que mejor canaliza lo que Occidente codifica como una expresión del Todo. Eso no significa que la cultura japonesa no se revele en las películas de Kore-eda, y en ese sentido, Monstruo puede ser visto como un compendio de amarras ajustadas a una cultura milenaria. La burocracia microscópica que devela la película, con sus constantes manierismos investidos en el comportamiento y traducidos en costumbres, resulta monstruosa, más allá de las intenciones más o menos benevolentes que puedan haber orientado al cineasta.

Kaibutsu

La especialidad del cineasta es la infancia. Insiste en ese tema, como otros cineastas lo han hecho con obsesiones más o menos atractivas. En sus películas, la infancia es un estadio preferencial, una edad vulnerable en la que la conciencia todavía percibe lo que está frente a los ojos sin la intrincada codificación a la que es sometida todo hombre y mujer en la cultura a la que pertenece y en la japonesa en particular. En Nadie sabe, de las mejores en su haber, la clarividencia al respecto era sublime, porque se predicaba de una peculiar situación en la que los niños tenían que cuidarse por sí mismos y las imposiciones culturales mermaban debido a la ausencia de mayores, los garantes de su transmisión. En Monstruo sería mejor si los adultos no estuvieran, pero están y en algunos casos resultan demasiado perniciosos para el bienestar de los niños. En lo que hacen algunos padres y en aquello que se perpetúa en una institución educativa se siente la opresión del sistema simbólico que moldea el ser japonés. El irrestricto apego a las reglas y la compulsión por reconocerlas y ejecutarlas se muestran aquí como destino trágico y paródico. En el momento en que el profesor del niño es sospechado de haber maltratado a su alumno, todos sus colegas reflejan una circunspecta hipocresía. Sostener las apariencias ante todo y todos es prioridad y mandato.

El tema de fondo de Monstruo es la burla ante los inadecuados y el goce de una mayoría que se sabe un nosotros que ejercen la crueldad contra quienes no pueden ser vistos como iguales o son identificados como extraños. La amistad que se cimenta entre los dos niños que van a la escuela, ambos con dificultades disímiles, y la relación paradójica de horror y opaco cariño con el profesor son el punto de partida de otras subtramas vistas bajo una óptica cambiante. Por otra parte, el perspectivismo filosófico que popularizó Kurosawa décadas atrás en Rashomon sirve para revisar algunas situaciones que tienen implicancias decisivas en la vida de los personajes y en un juego algo ampuloso del relato, como si en ese cambio de perspectiva hubiera alguna sabiduría hermenéutica. Y no lo hay, es pura estrategia narrativa, una distracción elegante y una forma de traficar complejidad como bien cultural.

Así descripto, Monstruo parece ser una película que habla solamente en su propio idioma. En verdad, balbucea a veces en su propia lengua, pero incurre casi siempre en otra que pueden hablar desde ET hasta los acólitos de Bambi. Los tres planos al ras del piso que abren la película y las melodías facilongas del gran Ryūichi Sakamoto, a quien se le dedica la película, están concebidos en la gramática universal imperante que forja emociones preconcebidas, en este caso, sobre la amistad y la infancia cuyo efecto retórico es tan efectivo como neutro. Dicho de otro modo, el kitsch de Kore-eda es un conveniente atajo, un orientalismo neutro diluido. Las escenas con los niños pueden convencer y conmover al distraído.

El inicio de Los delincuentes sitúa al personaje con lo justo y necesario. Suena tango, se ve Buenos Aires, se contemplan geométricamente sus edificios de una arquitectura en realidad no tan antigua, se reconocen las calles y entre las multitudes se ve caminar al protagonista. Es uno de nosotros, uno de los tantos hombres que junta su dinero y espera el fin de mes, con la ilusión de tener algo y poder hacer algo que no sea solamente volver a su trabajo. En los minutos iniciales, Rodrigo Moreno introduce una idiosincrasia y asimismo prepara todo para reconocer un drama que en este caso sí es inobjetablemente universal: se vive para trabajar, parece ser un inexorable modo de vida. La elocuencia de ese prefacio es admirable. Síntesis de un dilema que habrá de ser cuestionado y erosionado desde el interior de su núcleo. Es una introducción admirable. Moreno, además, sabe filmar su ciudad, que no es de provincia, sino una metrópolis.

Los delincuentes fue presentada por el director artístico del festival, Thierry Frémaux, gesto que no debe pasar desapercibido, porque no siempre presenta las películas de Una cierta mirada. La máxima autoridad del festival pocas veces dedica su tiempo a cineastas menos comprometidos con la historia del festival. El equipo de la película argentina subió al escenario junto a Moreno, quien señaló que la duración de la película era un poco menor a la de la final del mundial. Frémaux comprendió la broma, como el público, y todo estuvo bien.

Los delincuentes 

Sin vacilar hay que decirlo así: Los delincuentes es la mejor película de Moreno, la más libre que ha hecho, la más amorosa en su filmografía y también la más hermosa. ¿Quién había filmado los árboles y las sierras de Córdoba como Moreno? ¿Quién ha esperado con tanto agradecimiento la hora exacta para aprovechar la luz del amanecer o del atardecer y cuidar la materia del mundo iluminada por el glorioso esplendor del sol? Moreno filma con manifiesto amor las calles de la ciudad y las pizzerías, del mismo modo que espera el momento exacto para transmitir el esfuerzo del viento por mover pinos y abedules.

En Los delincuentes, el cineasta toma prestada la idea general de la obra maestra vernácula Apenas un delincuente. En esta ocasión, como aquella, un asalariado (aquí, de un banco, en la de Fregonese, de una empresa), hace el cálculo de todo lo que llegaría a ganar a lo largo de su vida y se da cuenta de que puede robar la misma suma de dinero asumiendo que si se entrega y esconde el dinero solamente tendrá que pasar un tiempo aceptable entre rejas. Es mejor seis años de cárcel, o tres por buen comportamiento, que veinticinco años más fichando día tras día. Para llevar adelante el plan, el personaje necesita de un cómplice, un compañero de trabajo. Lo encuentra, y siguen el plan concebido.

A diferencia de la magnífica película de Fregonese, en la de Moreno el plan quizás puede salir bien, y mejor todavía resulta que la libertad a la que aspiran los personajes es la misma que conquista la película a medida que avanza. ¿Quién puede citar como corresponde a Bresson, J. L. Ortiz y Pappo? Una vez que los delincuentes aludidos por el título llegan a Córdoba, uno para buscar un lugar para esconder el dinero, el otro para hacerlo más tarde, otra película se despliega ante los ojos y los oídos, una que celebra el placer de existir.

El placer de existir es también el placer de filmar. Habría que dedicar un tiempo a reconocer el razonamiento estético detrás de los cuatro o cinco fundidos encadenados que no se parecen a prácticamente nada de lo que suele hacerse con ese recurso jamás perimido pero sí anacrónico. La yuxtaposición del bosque y la ciudad, en la forma concebida, es de una prestancia visual incuestionable. ¿Qué decir sobre los sonidos? Moreno consigue hasta filmar el viento en la mejor tradición de Ivens. Si pudo hacerlo así es porque razonó con antelación que para verlo hay que primero escucharlo, y esto exige al cineasta concebir un encuadre que lo contenga sin doblegarlo. Lo del viento es indesmentible. ¿Qué decir, por ejemplo, de las escenas de sexo en Los delincuentes? Lo que sucede con las elecciones musicales y algunas escenas de amor es perfecto. La pasión de los amantes, la temperatura en ascenso de sus cuerpos tiene su correlato en las semicorcheas que marcan el ritmo de las notas abiertas que se integran al jadeo, un contrapunto demasiado hermoso para dejarlo pasar por alto.

Pero la mayor grandeza de la película reside en cómo demuestra empíricamente que el único dios vivo sobre la tierra, el dinero, según decía Bresson, es un dios infeliz. Es preferible bañarse en un río, besar a quien se ama y leer versos de Ricardo Zelarayán. Hay estados del alma que el dinero no puede comprar. Moreno sintió el deseo de filmar un inventario de todo aquello que no puede ser cotizado en moneda alguna. La abundancia materialista del mundo no tiene precio y se puede filmar.

Roger Koza / Copyleft 2023