CANNES 2018 (08): RABIA

CANNES 2018 (08): RABIA

por - Festivales
18 May, 2018 05:19 | Sin comentarios
Octava entrega desde Cannes. El cine social y sus dilemas. Sobre las nuevas de Lee, Brizé y Toscano

En el Gran Teatro Lumière, el público aplaude una escena de En guerre que ocurre a los 45 del film. Los obreros de una fábrica automotriz luchan para que no los despidan. Tras tres semanas de lucha, un ejecutivo venido de Alemania los visita para negociar. La cínica deferencia del superior es una pequeña conquista de la negociación, pero la reunión es tan estéril como hipócrita; los dueños del capital son intransigentes, no están dispuestos a ceder en nada. La impotencia de los trabajadores culmina en un acto violento: al finalizar la reunión empujan el automóvil del funcionario hasta darlo vuelta. La escena tiene su gracia y a su vez es una desgracia. Quien resiste nunca debe olvidar que el poder mancilla en segundos. Frente a la evidencia, los operarios tendrán que levantar la reprobación de las audiencias televisivas.

Pero el público aplaude. ¿Qué aplaude? ¿Por qué aplaude? Es difícil saberlo. Por lo pronto, alguna vez, en la tierna infancia, alguien enseña que el aplauso es la conducta que corresponde cuando se quiere vindicar una acción o un discurso, y tal aprobación prescinde de la palabra que lo confirma. Se aplauden jugadas de fútbol, el fin de una canción patria, la conferencia de un cineasta, una proeza física de un deportista, el aterrizaje de un avión, el fin de una proyección y también una escena aislada en la que sucede algo que todos parecen sentir como necesario y justo. Por ejemplo, dar vuelta el auto de un ejecutivo.

Un breve desvío. En guerre de Stéphane Brizé es el tipo de película que pone a prueba el inconsciente del crítico. Como cualquiera persona, un crítico ejerce su profesión con un bagaje de prejuicios, negativos y positivos, que lo constituye. En ciertos oficios y profesiones, ese fondo de perspectiva no adquiere relevancia. No sucede lo mismo en la crítica. Esta actividad supone un pliegue de la conciencia sobre sí en pos de esclarecer de qué forma se percibe un film. No es una condición necesaria, y cuando no ocurre la crítica se diluye en un mero impresionismo. La crítica de la crítica, que es o debería ser consustancial a esta actividad, requiere un trabajo sobre sí, un movimiento de la conciencia respecto de los prejuicios que se tienen y que pocas veces se reconocen como tal. El yo es en última instancia un conjunto de prejuicios primitivos que el tiempo ha solidificado y desde el cual se observa y se juzga un film, una práctica, una conducta. Tarde o temprano, un crítico de cine no puede eludir el incómodo encuentro con la contingencia de todo lo que cree. La gracia del cine, en parte su jocosa y barbárica piedad, reside en el poder de impacto sobre las certezas de quien ha decidido escribir sobre cine y al hacerlo, sin darse cuenta del todo, reescribe algo de sí bajo el riesgo de llegar a ser otro por el efecto que pueden ocasionar las películas en él. ¿El yo es un palimpsesto? La subjetiva nunca es de nadie, pero el abismo de la nada siempre está ahí para cuestionar la subjetiva de alguien, como también la subjetiva de todos y algunos. Nada más emocionante que perderse en el cine y sentirse desfondado y vulnerable frente a una película que hirió una certeza. Sucede poco: una película puede desacomodar el laborioso tejido de creencias que ha erigido el centro de percepción que denominamos “yo”.

Volvamos a la película. ¿Por qué En guerre ocasiona irritación y molestia? Cinematográficamente es casi inofensiva; en todo caso, es un film que nunca consigue del todo vencer su propensión a repetirse en la búsqueda de eficacia didáctica y su maniqueísmo trivial, que pretende señalar quiénes son los buenos y los malos en el asunto. Las razones de los unos y los otros se infantilizan bajo ese método de construcción, más allá de cierta fidelidad mecánica de las razones que se esgrimen en confrontaciones discursivas entre patrones y asalariados. He aquí el problema de cualquier film que intente penetrar las mallas del poder. ¿Cómo filmar el poder? ¿Cómo filmar la resistencia? No así, a lo Brizé.

Sucede que Brizé quiere ir al grano y producir imágenes que faltan. Existen imágenes de las consecuencias de una lucha, pero no previas a esta. Su deseo es contrarrestar el desconocimiento y representar los pormenores de una negociación entre la patronal, el Estado francés y los operarios. De este tipo de contiendas solamente se conocen los exabruptos verbales o los estallidos públicos. Se han filmado y también se conocen las crónicas del momento en que el puño sustituye a la palabra, opción del hartazgo y el desencanto nacida de la impotencia de los asalariaos. Lo que intenta el cineasta en esta ocasión es situarse en ese proceso previo a los golpes y bastonazos para alumbrar las formas de discusión con el poder.

Pero a Brizé no le sobran las ideas, sí los indudables buenos sentimientos que guían su trabajo. Hay que reconocer el buen tino del cineasta, algo que ya estaba en la puesta en escena de su film precedente, La ley del mercado, en mantener el punto de registro durante las discusiones duplicando siempre la perspectiva del trabajador. Regla estética del manual del cineasta social: nunca filmar reproduciendo la mirada del poder. Digamos que no se trata de un descubrimiento histórico de la puesta en escena; es un requerimiento mínimo. La política necesita de una forma, pero con ese requisito no se hace un film político.

Brizé necesita transmitir inmediatez durante los debates y para eso entiende que la desprolijidad es una transcripción de un registro directo de las contiendas verbales y las protestas. El film se organiza en tres bloques permanentes: discusión en el directorio, confrontación en la vía pública desplegada en una rústica dialéctica con falsos informativos de televisión que informan sobre el caso. Las dos horas del film sostienen ese esquema hasta los últimos minutos, obstinación retórica que desdice el intento de espontaneidad del registro al que se alude.

Muy pocas cosas satisfactorias se pueden decir de En guerre, pues ni siquiera el axioma humano de todas las películas de Brizé funciona del todo en esta ocasión. Vincent Lindon es un fenómeno, pero en un film que se propone entender la lucha obrera la creciente exclusividad dramática del personaje en la trama lo convierte en una triste figura heroica. Triste porque las políticas del sacrificio a lo Sócrates pueden hallar simpatizantes y admiradores de inmediato (el plano final de este film tiene que ver con esto y es tan ridículo como perverso). Triste porque la lucha obrera no necesita imitar el liderazgo que propone su adversario.

El cine de Brizé pertenece a una tradición renovada del cine hablado en francés que hemos visto por aquí y por allá. Los directores emblemáticos son conocidos: Robert Guédiguian, Laurent Cantet, Robin Campillo, Philippe Lioret, Abdellatif Kechiche e incluso los hermanos Dardenne; se podrían sumar otros nombres. El problema de todos estos cineastas consiste en cómo trabajar sobre la forma cinematográfica para sortear el imperativo didáctico y la urgencia que desean transmitir en sus tramas.

II

¿No es la comedia el género subversivo por excelencia, una salvaguarda frente a la tentación de limitar la crítica política a la ilustración de sufrimientos?

Una de las grandes películas de esta edición es estadounidense, lleva por título BlacKkKlansman y la dirige Spike Lee. El director neoyorquino vuelve a hacer lo correcto, que poco tiene de políticamente correcto, porque la indignación y la rabia no lo son jamás. Se trata de una comedia policial sobre Ron Stallworth, un detective negro que se infiltró en el Ku Klux Klan en el año 1979. El film reconstruye la época, las coordenadas ideológicas de aquel tiempo y la ingeniosa forma en la que Stallworth pudo dirigir la investigación (telefónicamente) siendo reemplazado por Flip Zimmerman, quien era blanco y además judío, cuando se requería la interacción cara a cara con los líderes de la reaccionaria organización.

Lee no teme el ridículo y es por eso que siempre arriesga; a veces acierta, otras no. El tono general del film oscila entre la comicidad, el drama y el lirismo. El fundamentalismo de la “Organización” no puede dejar de provocar risa, sobre todo cuando sus miembros se entregan a la liturgia y disfrutan obscenamente de sus prejuicios. La imbecilidad los define, el literalismo de sus creencias los configura. Gran parte del humor recae en el uso de la lengua inglesa, lo que explica la precisión de los diálogos y la velocidad con los que se los pronuncia.  Al respecto, hay un remate lingüístico en el final que es de antología.

Pero Lee no ahorra energía a la hora de acusar. Citando El nacimiento de una nación establece una relación férrea del racismo de los ‘70 con el pasado mítico de su país, y a su vez lo reenvía al presente. Hay una escena notable en la que Lee emplea el mismo montaje paralelo del desenlace de El nacimiento de una nación, musicalizado por Terence Blanchard, en el que el ritual de iniciación de nuevos miembros de KKK, unción a cargo de David Duke, se conjuga dialécticamente con un relato proferido por Harry Belafonte, quien recuerda los abusos del poder blanco. Unas décadas atrás, linchar negros estaba bien visto; quizás hoy también. El ida y vuelta que pone en juego Lee, el contrapunto entre lo perverso y lo digno es el punto más alto del film, un pasaje no menos emocionante que los últimos 25 minutos extraordinarios de La hora 25.

El preludio de BlacKkKlansman empieza con un gran chiste antirracista en el que Alec Baldwin, gran imitador de Donald Trump, encarna a un funcionario que transmite la propaganda retrógrada del Gobierno estadounidense de toda una época pretérita pero hoy revisitada. Es el primer signo que Lee propone para establecer un lazo directo con el presente. En varias oportunidades, algunas máximas del presidente estadounidense actual son parte de los discursos de los personajes. En efecto, algunos fragmentos del discurso del líder del KKK en dos o tres escenas provienen de frases con el estilo telegráfico y obtuso que emplea el máximo responsable de las decisiones en la Casa Blanca. Pero Lee intuye que todo esto es insuficiente.

Y es por eso que, sin anestesia, al final decide incluir material de archivo de la violencia inescrupulosa ejercida por varios miembros de la WASP sobre manifestantes afroamericanos durante una protesta de 2017 en Charlottesville. La escena es conocida: un auto pone reversa y atropella gente común, personas que solamente repudiaban la tolerancia social frente a lo inadmisible de una manifestación racista. En los archivos que utiliza Lee se lo puede ver a Trump atenuar la responsabilidad de los atacantes; es indignante; en cambio, escucharlo a Lee injuriando en la conferencia de prensa a su presidente resulta energizante. A veces, los buenos modales tienen un límite.

El motoarrebatador es la segunda película de Agustín Toscano, cineasta tucumano, uno de los directores de Los dueños. Con este segundo film se confirma una inquietud: a Toscano le interesa filmar la enajenación y, a juzgar por este nuevo film, le sale muy bien.

La historia se circunscribe a un hombre que, después de arrebatarle la cartera a una mujer mayor, siente la necesidad de saber si la mujer murió en el forcejeo. Ese desasosiego lo lleva a relacionarse con la mujer, que ha perdido la memoria y, por razones que apenas se esbozan, está prácticamente sola. En la dosificación del suspenso reside la clave de la película, y el modo elegido para trabajar sobre eso es el más inteligente: Toscano toma todas las variables que pueden haber condicionado la trayectoria existencial de Miguel, este hombre que un buen día deposita su promesa de bienestar en el hurto fugaz ejecutado desde una moto.

En efecto, sobre el núcleo dramático elegido, El motoarrebatador pone en órbita otras líneas dramáticas que sirven para mitigar la implícita condena del protagonista. Mal que les pese a los impacientes del rigor penal y el castigo implacable, la táctica narrativa singulariza al personaje, y el ladrón se revela como un hombre con una historia y un rostro: Miguel tiene un hijo adorable, una exmujer que lo quiere y lo teme, y un padre que vive en el campo, al que ha decepcionado.

Sobre ese universo de índole personal, Toscano añade una segunda capa que es enteramente social y política. El contexto se intuye primero en la televisión (donde se filtran datos inquietantes de la realidad social tucumana) y luego se escenifica enteramente desde la ficción en el robo colectivo de un supermercado. En esa escena magnífica en la que todos los involucrados han elegido desentenderse del contrato social, que tiene como sobreentendido el respeto por la propiedad, Miguel tiene un segundo alumbramiento de conciencia. En un momento, percibe la cámara de vigilancia y en vez de escabullirse para evitar el reconocimiento se la queda mirando. Los actos grupales tienden a la anulación de la conciencia; en la escena referida se intuye una situación decisiva: de pronto, se interrumpe el flujo de pensamiento que posibilita una acción de esa naturaleza, un doblez de la conciencia que se disocia del seguimiento de una acción y permite que aquella se pliegue. El enajenado es aquel cuya conciencia se disipa en el malestar y los actos que nacen de este. Es un fragmento de segundos, pero revelador.

Si se trata de enajenación, es bastante lógico que esta se entrevere con el tabú de nuestro tiempo, aquel que custodia un cierto orden de las cosas: la propiedad. Como sucedía en Los dueños, Toscano vuelve sobre el tema y en la misma modalidad: el personaje prueba a escondidas cómo se siente el uso de los objetos y los espacios de los que tienen. Esto conlleva tomar elecciones de registro sobre los espacios cerrados. Hay una escena rarísima en la que los dos protagonistas están acostados en una misma cama. La escena no tiene nada que ver con el erotismo. La distancia de registro y encuadre es tan curiosa como heterodoxa, casi como si la composición naciera de una enajenación exógena al relato vinculada al espacio que debe incorporarse al campo visual. Es una escena eficaz en su pretensión humorística, y que requiere atención para conjeturar cómo se llega a filmar el espacio cuando una locación impone sus propias dificultades. Ningún cineasta estadounidense o francés encuadraría de ese modo, porque una escena de esa naturaleza tendría en su planificación la recreación de un espacio similar que pudiera liberar el punto de registro. Eso no significa que Toscano se guarde las ganas de hacer alguna pirueta formal y no se lance a realizar algunos encuadres complejos, quizás manipulados en la sala de edición. Hay una escena ostensible que tiene lugar en la casa mencionada en la que el rostro del protagonista queda expuesto en el frente del plano y en el fondo se puede observar la totalidad de la casa; la exagerada profundidad de campo, o el énfasis que denota el plano, tienen más de capricho estético que de necesidad formal, un placer retórico que ni suma ni resta.

En síntesis, Toscano no elude ninguna dificultad; se empeña en entender a los personajes y el contexto, y sigue el conjunto de situaciones que dispone con el rigor requerido; además, tiene en claro dos cosas: nadie nace motochorro, y es un sistema el que lo fabrica. El motoarrebatador tiene un poco del espíritu de un film de Kaurismäki: el mundo apesta, pero siempre puede acontecer algo que mitigue la funesta desesperanza.

* Spike Lee en Cannes (encabezado); 2) Blackkklansman; 3) En guerre; 4) Blackkklansman; 5) El motoarrebatador

Roger Koza / Copyleft 2018

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