60 COLUMNAS (05): SALTAR HACIA ADENTRO. SOBRE LA FE DEL VOLCÁN DE ANA POLIAK

60 COLUMNAS (05): SALTAR HACIA ADENTRO. SOBRE LA FE DEL VOLCÁN DE ANA POLIAK

por - Columnas
12 Jun, 2020 11:54 | 1 comentario
La fe del volcán es la segunda película de Ana Poliak, una de las grandes películas (secretas) del cine argentino.

La historia es conocida: Argentina ingresó al nuevo milenio al borde de una de las peores crisis económicas y sociales de su historia, con niveles récord de pobreza y desocupación y una gran parte de su población ahogada por la recesión. En este contexto Ana Poliak filma su segundo largometraje, La fe del volcán, armada con poco más que una cámara de video (artilugio todavía dudoso para los estándares profesionales de aquella época) y una pequeña ficción para instalar en medio del vibrante espacio público: Anita, una adolescente de clase baja que trabaja como aprendiz de peluquera (y de la que no sabemos si va al colegio, si tiene familia o incluso casa) pasea por las calles de Buenos Aires con Danilo, un afilador de unos 40 años, solitario e histriónico, que sistemáticamente inventa temas de conversación y demuestra un cariño especial (y ambiguo) por su compañera de aventuras. La primera vez se encuentran en Plaza Miserere. Anita llega un poco antes y con ella descubrimos la fauna del lugar: trabajadores que descansan en bancos y pircas, vendedores ambulantes, músicos callejeros, predicadores de distintas congregaciones, monjas, locos, linyeras, inmigrantes y granaderos. Entre la muchedumbre aparece Danilo con su bicicleta y un libro maltratado que lee mientras camina. Él es uno más y ella también; pero ella es la que observa, la que nos presta su mirada. También es la que roba un anillo de oro trucho con un hábil pase de manos que recuerda al carterista de Pickup on South Street

La escena le toma el pulso a la calle a través de sus detalles. No hay imágenes de conjunto, del espacio y la gente como un todo, sino que cada plano se concentra en un dato de muchísima singularidad; un personaje particular, que hace una acción particular, que ocupa el espacio de una forma particular. Luego, el montaje y el sonido (muy especialmente) ponen en relación todas las peculiaridades, haciéndolas convivir. Una gran cantidad de personas utilizan el espacio sonoro de la plaza: los predicadores, la banda tocando e incluso una señora que pareciera estar vendiendo algo. Toda esta riqueza, que podría representarse como un ambiente amorfo y ruidoso que solo aporte “continuidad” y aturdimiento (lo que Straub llama “la sopa”), se va desplegando a través del tiempo de la escena como una sutil competencia entre los distintos personajes por ocupar el espacio (sonoro). De tal manera que, mientras la imagen describe el espacio y sus personajes, el sonido narra su pequeña historia. Uno ingresa a la Plaza Miserere con Anita y tiene la sensación de entrar en un ecosistema en plena ebullición.

En sus erráticas caminatas por la ciudad, Danilo y Anita se van chocando con cosas inesperadas y reaccionan a ellas, las incorporan a su ficción. Mientras Danilo espera a Anita, se cruza con un gran contenedor de basura rodeado de un montón de gente que busca algo para comer o vender, algo muy común en aquellos años en los que el reciclado se convirtió en el trabajo informal más recurrente de los nuevos desposeídos y el cartonero en un personaje típico del comienzo de siglo (aunque hayamos naturalizado esa imagen, su aparición inesperada en la escena no deja de producir cierto terror). En una larga caminata por los alrededores del Abasto, se detienen a escuchar a unos viejos que cantan “Los mareados” en la puerta de un bar: Hoy vas a entrar en mi pasado / En el pasado de mi vida / Tres cosas lleva el alma herida / Amor, pesar, dolor”. La canción pareciera estar describiendo la escena que estamos viendo, en la que Danilo venía contándole a Anita su historia familiar.

Danilo, como el Bepo de ¡Que vivan los crotos!, es un sujeto atravesado por el arte, un contador de historias nato y un gran actor, y utiliza su don para hablarle a Anita de su pasado, un tiempo oscuro y doloroso que ella no conoce, con la distancia que permite el juego y el sentido del humor. Ella le pregunta por su padre y él le propone un juego, diferentes escenarios posibles (entre los cuales quizá se esconda el verdadero) para que ella pueda elegir el que prefiera: “Mi viejo trabajaba de pizzero y se comía todo, y se puso gordo como un barril, y nunca lo pudieron sacar de la pizzería, no pasaba por la puerta”, “Mi viejo era corredor de autos de Fórmula 1 y ganaba millones de dólares”, “Mi viejo jugaba de cinco en Racing cuando salió campeón del mundo”, “Era torturador mi viejo… Era torturador, eso es lo que era”. Aparecen entonces dos tiempos distintos: el presente inmediato de la calle incubando una crisis económica y social (el tiempo de Anita) y el tortuoso pasado al que Danilo alude indirectamente, sistemáticamente, y que lo obsesiona. En otra escena, en la que él deambula solo en su bicicleta, comienza a escuchar su propia voz recitando frases (casi slogans) de la dictadura del 76: “Ni justicia, al enemigo ni justicia / los argentinos somos derechos y humanos / unas viejas locas que giran en la plaza / los desaparecidos no existen, no son, no están / algo habrán hecho, por algo será”. Las oraciones se suceden como un mantra, generando cada vez más y más tensión, hasta que Danilo explota en un alarido que rompe el trance e interrumpe la escena. Los dos tiempos se superponen y se retroalimentan. El pasado se vuelve una parte indivisible del presente en la medida en que condiciona su visión del mundo y es la causa de su malestar.

Lo interesante es la manera en que la película incorpora el pasado al presente. No se trata de agregar unas líneas de diálogo que aludan al tema, sino de que la puesta en escena abra una puerta en la realidad hacia una dimensión más abstracta, una dimensión que podría pensarse como un espacio de intimidad compartido por los personajes en donde el pasado se manifiesta no solo como información, sino como un estado del espíritu. Una interintimidad. Por ejemplo, en los extensos seguimientos de nuestros dos protagonistas caminando por las calles del Abasto, todo el tiempo en movimiento pero sin llegar a ningún lugar, el constante tintineo de los rayos de la bicicleta va marcando un pulso constante, como un metrónomo, y poco a poco el ruido de la calle cede protagonismo al tintineo y a las voces de los actores, que se despegan del ambiente y adquieren una dimensión más abstracta que sobrevuela la llanura de la calle. Esta transformación ocurre muy sutilmente y solo nos percatamos de ella retrospectivamente, cuando en el último plano de la secuencia un taxi atraviesa el plano y con él la película recupera el estruendoso ruido del motor (y de la calle) y nos saca de la ensoñación en la que habíamos caído sin percatarnos.

Esa forma abrupta de interrumpir la escena ocurre frecuentemente y pareciera ser una herramienta que Poliak utiliza para salvar a sus personajes. Como si el pasado fuera un trance terrorífico en el que necesitan ingresar, pero del cual es necesario escapar para liberarse y volver al presente, un tiempo que resulta apenas más habitable, pero en el que aún hay un breve resquicio para el cariño y la compañía. Entre la enigmática musicalidad de los recorridos sin rumbo de Anita y Danilo y la determinante violencia de las interrupciones de Poliak se juega la potencia emotiva de la película. 

***

Antes de la ficción de Danilo y Anita la película tiene un pequeño prólogo completamente independiente, que relata tres episodios de la vida de la propia Poliak: una visita a la casa en donde se crio, un intento de suicidio de su adolescencia, narrado por la voz en off de su madre mientras vemos el paisaje del Conurbano a través de la ventana de un tren, y la historia de una mentora de la infancia que fue desaparecida por la dictadura. En el primer plano de este bloque vemos a Poliak en el balcón de un edificio mirando hacia abajo, hacia el vacío, rodeada de un silencio absoluto. Luego de unos segundos interminables, aparece esta placa:

Años atrás, en una entrevista realizada por David Walsh, Poliak contaba cómo había llegado a este comienzo: “Empecé a escribir sobre mi crisis personal cuando era joven. El personaje principal era yo cuando era adolescente. Finalmente llegamos a un guion sin una historia, simplemente sobre las relaciones, sobre el dolor, sobre el dolor del mundo visto a través de los ojos de esta joven. Empezamos a trabajar para encontrar dinero (…). Después de cuatro años teníamos 25.000 dólares del Fondo Hubert Bals y durante dos más pasamos por un proceso burocrático en el Instituto Nacional de Cine, finalmente con éxito. En este punto llegué al mismo tipo de crisis que tuve durante mi adolescencia: ‘Este es el mundo, yo estoy aquí, quiero decir algo, pero no puedo’. No puedo porque necesito cambiar las cosas; si tomo dinero tengo que decir las cosas que la gente que me da el dinero quiere que diga. Decidí que esta no era mi manera. Rechacé el dinero del Instituto de Cine. Me hundí en una crisis. Escribí una carta al Hubert Bals rechazando el dinero, y pensé en hacer algo desesperado. Hablé con mi compañero y no dormí durante varios días. Al final no envié la carta. En cambio, me escribí una carta a mí misma, incluyendo la frase de la placa inicial. Muy temprano por la mañana llamé a mi compañero y él vino a mi casa y le leí la carta. La pregunta que le hice fue cómo podía filmar los pensamientos y sentimientos de esta carta. Me miró y dijo: ‘Bueno, agarremos la cámara y empecemos ahora’. Empezó a mover los muebles y armó como un set. Y empezamos a buscar la imagen de este sentimiento. La primera imagen de la película, de mí en la ventana, fue la primera imagen que me gustó mucho”. 

Esta secuencia, de una intimidad tan arraigada en sus materiales que parecieran parte del cuerpo de la cineasta, es la materialización de una forma de pensar y sentir el mundo en un determinado punto del tiempo (a causa de acarrear el peso de la propia historia). Lo sorprendente es cómo logra vincularse con la otra película que en apariencia es todo lo opuesto: puro presente, puro espacio público, pura vida política y social. Este pequeño prefacio sobrevuela como una ligera neblina la historia de Anita y Danilo y esparce una sensación de intimidad que opera como modulador anímico entre los personajes y el espectador. También, como el grito de Danilo o el motor del taxi, es un corte abrupto que esta vez salva a la propia directora: la necesidad de dar un salto, ya sea hacia adentro o hacia afuera, es una forma de practicar una detención sobre la realidad cuando esta vuelve sobre sus propios pasos en forma de crisis que afectan drásticamente a las personas, tanto  a las que hacen cine como a los afiladores y las aprendices de peluquería.

El final de la película es un larguísimo plano secuencia de diez minutos en el que Anita camina por el costado de una autopista. Mientras, se escucha en off uno de los monólogos de Danilo en el que retoma una pregunta con la que Poliak finaliza su prólogo: ¿qué es la realidad? Aquí se unen las dos películas a través de una misma inquietud. Cuando Anita llega a la entrada de una obra, se detiene y la película acaba con otra placa:

Esta frase, que antecede y completa el sentido del título de la película, es un extracto de “La canción de los sepulcros”, de Así habló Zaratustra (Friedrich Nietzsche), en la que, vuelta a su contexto original, se hace referencia explícitamente a la voluntad:

“Sí, algo invulnerable, insepultable hay en mí, algo que hace saltar las rocas: se llama mi voluntad. Silenciosa e incambiada avanza a través de los años. (…) En ti vive todavía lo irredento de mi juventud; y como vida y juventud estás tú ahí sentada, llena de esperanzas, sobre amarillas ruinas de sepulcros. Sí, todavía eres tú para mí la que reduce a escombros todos los sepulcros: ¡salud a ti, voluntad mía! Y solo donde hay sepulcros hay resurrecciones”. 

Esta placa es de alguna manera una respuesta a la pregunta que abre la película: si saltar hacia afuera implica quitarse la vida, saltar hacia adentro es reafirmarla. La inquebrantable voluntad de Poliak es lo que le permite, a pesar de los terrores del pasado y del presente, saltar hacia adentro y hacer esta película, que es una intervención en el presente, una forma (modesta) de cambiar el mundo.

Casi al final, hay un pequeño momento que pasa desapercibido en el que la cámara de Poliak sin ninguno de sus personajes recorre la peatonal del centro y encuentra a una niñita de la calle tocando el acordeón y pidiendo monedas. El encuadre captura la escena en un plano general picado en donde ella mira a cámara con una fijeza desafiante, sin detener nunca la ejecución de su instrumento. Alrededor, la gente pasea distraída y, por el ángulo del encuadre, no vemos sus cabezas, de modo que pareciera que solo la niña se percata de la presencia de la cámara. En la duración de estas dos miradas enfrentadas empieza a surgir una tensión, como en las escenas-trance de Danilo y Anita, solo que esta vez no ocurre entre los personajes y su historia sino entre el registro y la realidad, y se resuelve de otra manera. No hay un corte para salvar a los personajes ni una mirada que se corra para escapar de la presión, sino un sostenimiento de estas más allá de los límites que la propia película se había fijado. Y lo que ocurre es que la tensión empieza a ceder terreno a la empatía y el reconocimiento. Cuando la cámara pasa del plano general a un primer plano de la niña, ya no vemos su miseria ni la indiferencia del contexto, sino la belleza de su rostro y la fotogenia de sus gestos. Y tenemos la sensación de que la película misma aprendió algo, fue más allá de lo que se permitía inicialmente. Ya no hay batalla, sino complicidad y colaboración en la búsqueda de la belleza, esa belleza que produce la fe del volcán.

Ramiro Sonzini / Copyleft 2020