MOSTRA DE CINEMA DE TIRADENTES 2023 (01): LA ZONA
Para el extranjero, el trayecto a la pequeña localidad de Tiradentes resulta iluminador. El viaje en automóvil desde el aeropuerto de Belo Horizonte permite comprender la rizomática extensión urbana de Brasil. Lleva más de una hora abandonar Belo Horizonte y los suburbios. La transición es lenta, pero después de una interminable sucesión de edificios y casas incrustados en un ecosistema sepultado, la tierra anaranjada conquista la retina y el verde se impone como el color dominante de un paisaje abierto en el que las vacas parecen gozar de una existencia feliz.
La Mostra de Tiradentes se circunscribe al cine brasileño, y ese contacto inicial con el país puede funcionar como un gran contracampo de las películas. Geografía y estética, planos y paisajes, realidad a secas y puesta en escena. La muestra no empieza en la carpa acondicionada, sino en ese viaje preparatorio que constituye una introducción a la vida brasileña. Gracias a las películas, durante los días que dura la muestra, las impresiones generales del inicio se complementan con un conjunto de perspectivas que despliegan una idea de Brasil en un tiempo y un espacio.
La primera vez que escuché con atención sobre la Mostra de Tiradentes fue en otro festival brasileño, Ohlar de Cinema. Me habían invitado como jurado. Era el año 2014, y en la competencia de ese año se programaron dos películas fundamentales en el panorama actual del cine brasileño independiente: Branco Sai, Preto Fica, de Adirley Quierós y A Vizinhança do Tigre, de Affonso Uchoa. Ambas habían sido estrenadas en la Mostra de Tiradentes. Hasta ese entonces había visto solamente una película tan libre como ambas: Estrada para Ythaca, de Pedro Diogenes, Guto Parente, Luiz Pretti y Ricardo Pretti. A esta última la había visto en el Bafici de Argentina, pero recién unos años después entendí que esa tendencia peculiar que había sobre todo en la ficción estaba relacionada con la curaduría de la muestra. Estrada para Ythaca era una película de Tiradentes, acaso seminal.
En el 2015 visité por primera vez la muestra. Conocí entonces a Cléber Eduardo, el director artístico que forjó en la sección Aurora una lectura lúcida del cine contemporáneo de su país. No hablé mucho con él en esa oportunidad ni en los años subsiguientes. Su presencia en cada evento siempre resultaba evanescente. Participaba de los debates de la mañana, pero no sobresalía respecto de los colaboradores u otros invitados. Su estilo era sobrio; su discurso, preciso. Era consciente de que algo había sucedido en sus años de dirección, a tal punto que ejercitaba una metodología paradójica que consistía en la inserción obligatoria de una película que resultara enteramente inesperada para la línea general estética que había erigido en los años de su conducción. Eduardo había advertido que los detractores de la muestra, que nunca faltan y a quienes les molesta el desmantelamiento de un orden estético, habían plasmado el desdén sobre su propuesta adjudicándoles a las películas de Tiradentes un “estilo”. Las películas de Tiradentes, ciertamente, solían tener una posición política reconocible y un límite en su valor de producción, pero estas son categorías pueriles para clasificar una propuesta heterogénea y no bastan para fundamentar la existencia de un “estilo” castrador.
Eduardo y su equipo de programadores supieron reconocer un fenómeno ligado al cine brasileño que no estaba disociado al primer gobierno de Lula Da Silva. En esos primeros años del siglo, el presidente que hoy vuelve a serlo concibió una descentralización en la producción audiovisual y asimismo quiso darle un impulso con nuevos modos de fomento. Para el extranjero, el cine brasileño actual no se identifica con cineastas de una o dos ciudades centrales del país. El pluralismo brasileño cinematográfico se corrobora al seguir las películas que provienen de zonas del Brasil sumamente alejadas entre sí. Eso deviene en una gramática variopinta, más allá de que las cinematografías nacionales suelen unificarse por una pertenencia de clase, fenómeno del cual el cine de Brasil no está exento, más allá de algunas excepciones extraordinarias. Al respecto, los casos de Queirós y Uchoa son admirables, y no son los únicos.
Varias películas he programado con entusiasmo que nacieron en la Mostra de Tiradentes: Jovens infelizes ou Um Homem que Grita não é um Urso que Dança, Baixo Centro, Lembro mais dos Corvos; Baronesa, Um Filme de Verão, Pão e Gente, además de las ya mencionadas, Branco Sai, Preto Fica y A Vizinhança do Tigre. En Viennale, Filmfest Hamburg, FICIC, y en su momento en FICUNAM, algunas de esas películas fueron programadas y defendidas como películas clave del cine contemporáneo. Era un alivio como programador. Siempre había algo en Brasil que llegaba de Tiradentes. En la primera década del siglo, cuando empecé a trabajar como programador profesional en Alemania, encontrar una película brasileña de ficción era una proeza. No había mucho, y lo que había eran ficciones de baja intensidad.
Los títulos mencionados bastan para entrever poéticas distintas. Se podrían sumar otros títulos no programados por mí para refutar ya incontestablemente a quienes a modo de menoscabo han declarado que en la muestra impera un estilo. El detractor, sin embargo, puede advertir algo que sí es cierto, pero lo transfigura en una interpretación capciosa y maliciosa. En efecto, hay algo común en casi todas las ficciones de la muestra: las películas suelen trabajar sobre un imaginario de emancipación estableciendo una relación voluntaria con las tradiciones cinematográficas de fines de 1960. Se puede trazar genealogías y filiaciones entre Andrea Tonacci, Luiz Rosemberg Filho, Glauber Rocha, Aloysio Raulinho y Ozualdo Candeias, por nombrar algunos maestros del pasado, con cineastas emergentes como Renan Rovida, Gustavo Vinagre, Julianna Antunes, Thiago B. Mendonça, Ewerton Belico, Jo Serfaty. El propio festival alienta y vindica ese origen y destino, pues las retrospectivas y los reconocimientos a las carreras de los cineastas pretéritos constituyen un contrapunto necesario entre la elección de los trabajos de los nuevos cineastas del presente con aquel pasado que sirve de referencia. Se propicia así una relación dialéctica e histórica entre dos períodos del cine brasileño. Esta noción de historicidad es decisiva, como también lo es el diseño diario del festival: exhibición en la tarde y en la noche, discusión en la mañana y en las primeras horas de la tarde. Entre imagen y discurso, el presente se piensa y el pasado emerge como una fuente simbólica en la que los cineastas de hoy abrevan para delinear una gran historia del cine brasileño.
Habría que mencionar algo más que enmarca la experiencia estética de Tiradentes. Hay dos nociones políticas de emancipación. La primera alude a una cuestión evidente en torno a las condiciones materiales de la vida en Brasil. Los cineastas brasileños habían previsto un corrimiento hacia la derecha y anticiparon en la ficción una vida de derecha articulada en una teología pueril y un militarismo brutal. También actualizaron la relación entre el deseo y la política. Las películas nombradas más arriba dan cuenta de ese cruce entre los placeres del cuerpo y el anhelo de justicia material. La apropiación del género de ciencia ficción, en muchos casos, ha sido determinante para liberar a la imaginación del yugo del presente perforándolo en los cimientos simbólicos que pudieron cobijar un monstruo como Bolsonaro. En este sentido, la obra que corona la historia de la Mostra de Tiradentes es Mato Seco em Chamas. En ese film rabioso y esplendoroso de Joana Pimenta y Adirley Queirós se glosa un período del cine brasileño que comenzó esencialmente en Tiradentes. Es también, curiosamente, el fin de ese tiempo. La otra noción aludida es estrictamente una política de la forma que es a su vez una forma de política. Los cineastas de Tiradentes no se han cansado de jugar con las formas del cine. En este desafío asumido con lucidez y vitalidad radica la clave de su pertinencia estético-política y de la renovación cinematográfica que encarnan.
En todas las ediciones de la Mostra de Tiradentes a las que asistí, las consignas “Lula libre” y “Fora Bolsonaro” eran un mantra del descontento y la resistencia. Ahora que Lula está libre y que además ya reemplaza a la figura estúpidamente diabólica de Bolsonaro, el desafío será otro. ¿Cómo filmar el amor que casi la mitad del pueblo prodiga a sus verdugos? ¿Cómo filmar una sociedad dividida que apenas puede percibir en la convivencia un sentido de comunidad? ¿Cómo filmar en el endeble alivio de la llegada de un presidente progresista al gobierno la rebeldía que se necesita para desmarcar al imaginario de un país de un sistema económico global que ama el orden y propugna formas depredatorias de “progreso”? ¿Cómo seguir horadando los efectos de la esclavitud, que no son borrados por las leyes?
El cine no tiene como fin en sí mismo filmar el malestar de una nación, pero en el cine de Brasil muchos de sus artistas dilectos tuvieron la voluntad de emprender un camino que no les fue ajeno a Chaplin y Kaurismäki, por citar a dos de los tantos cineastas que también eligieron esa opción. Estos cineastas tan distantes a los brasileños acá mencionados quisieron filmar el hecho de que “no todo está bien”, como alguna vez dijo Pedro Costa. En Tiradentes siempre se sintonizó con ese destino. Desde enero del 2023, el desafío es de otro orden. Los cineastas de Tiradentes quizás deban tomar distancia de los caminos ya transitados y encaminarse a territorios desconocidos. Ahora, tal vez sea más exigente indagar dónde continúan anidando las fuerzas regresivas y el fascismo no menos duro por difuso, de qué fuentes emanan, persistentemente. Hecho el esfuerzo, no debe haber mejor lugar para enseñar lo que se ha visto que la Mostra de Tiradentes.
*Este texto fue publicado en portugués y en inglés en el libro Mostra Aurora 2008 – 2023, editado por Ravel Hallak D’Angelo y Cecilia Gabrielan, Editorial Cinema sem fronteras, Belo Horizonte, Brasil, 2023.
*Publicado con permiso de los editores.
Roger Koza – Editorial Cinema Sem Fronteras / Copyright 2023
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