LAS NOCHES AMERICANAS DE CHRISTIAN PETZOLD

LAS NOCHES AMERICANAS DE CHRISTIAN PETZOLD

por - Ensayos
22 Sep, 2023 06:55 | 1 comentario
Una conjetura sobre el uso de la noche americana en Petzold anima este acercamiento inusual a su última película y asimismo a otros títulos precedentes del cineasta alemán más relevante de su generación.

El bosque cruje bajo una luz azulada. Leon (Thomas Schubert) camina hacia Devid (Enno Trebs), con el pelo revuelto y la postura abombada de quien está durmiendo y se despierta porque algo pasa. Esa sensación paranoide y específica cifra casi la totalidad de Cielo rojo (2023), la última película de Christian Petzold, que se estrenó en la edición del BAFICI de este año y ahora llega a las salas del país. Intranquila, la voz de Nadja (Paula Beer) interpela a Leon mientras éste se despabila. La cámara indica que se lo está llamando desde el techo. Es urgente que vea algo, y a pesar de que él le pregunte qué, Nadja abandonará la pregunta en el aire e insistirá con que tiene que verlo por sí mismo. El silencio, la falta de palabras, significa. Describir a veces puede ser transponer, engañar, mientras que el ojo -la cámara- capta, y por lo tanto, comprueba. Leon sube la escalera hacia el techo con la mirada puesta en algo que permanece en el fuera de campo. Arriba también está Felix (Langston Uibel), con la mirada clavada en aquello que se nos niega. Un plano medio hacia los perfiles de Nadja y Leon nos pone nerviosos, si no lo estábamos ya: lo que ven, y nosotros no, los asusta. Una vez que sube Devid, el único personaje que permanecía en tierra firme, toda la película está en ese techo y en esa mirada compartida por todos, excepto por nosotros, espectadores. Es el fuego, confirman oralmente, los incendios forestales que azotan la zona y que estuvieron ignorando o mencionando al pasar quienes ahora lo miran asustados de su realidad. Un plano contrapicado de los cuatro se aletarga uno o dos segundos más de la cuenta, y nos movemos incómodos en el asiento de la sala. Si ya sabemos cuál es el peligro, ¿podrá sorprendernos de todos modos? 

Por fin, lo que vemos no es fuego, es color. Un cielo naranja y rojo sulfura sus tonos y delinea 
violentamente las copas de los árboles. Si antes no veíamos mucho de la noche enrarecida por sus tonos violáceos, casi imperceptiblemente iluminada, ahora solamente el contraste hablará de lo que vemos. Lo antes traído sólo a través del lenguaje oral ahora se vuelve tangible: la vista certifica que es cierto. Finalmente, el peligro tiene una imagen. 

Cielo rojo

Meses han pasado de esa función en el BAFICI de este año, y esa escena perduró en el pensamiento de quien escribe. Quizás estimulado por el hecho de que los días siguientes fueron, para quienes transitamos la ciudad de Buenos Aires, de niebla y humo, como si la película persistiera a nuestro alrededor, y dentro de ese cine se hubiera creado una tangente entre realidad y ficción, un tiempo nuevo inventado por la película. Los tonos violáceos de esa noche americana, antinaturales por demás, y el contraste de los colores primarios, materializando el peligro de manera enrarecida, presentado a los espectadores como parte de un intervalo entre el sueño y la vigilia de Leon, propusieron el comienzo de una serie de incógnitas sobre aquella decisión estética, sobre la cuestión formal que había sido elegida para mostrar. ¿Qué gesto se escondía en apostar por reforzar esos colores opuestos a través de una noche americana? 

Asir la abstracción

No es la primera vez que Christian Petzold apuesta por la artificiosidad única del claro de luna de la noche americana para reforzar una escena de sus películas. De la mano del director de fotografía de todos sus largos, Hans Fromm, ya nos había regalado dos, en Barbara (2012), y en Undine (2020), donde de hecho tomó un riesgo que entendería como criminal cualquier estudiante incipiente de cine: filmar directamente el agua, una de las primeras reglas básicas de cualquier diccionario técnico de fotografía para lograr un efecto lo más parecido posible a la realidad. Tomar un riesgo de ese tipo deja bastante claro que, para Petzold y para Fromm, emular la realidad no estaba en sus planes. En conversación con el medio MovieMaker, Fromm afirma a tono con la escena final de Undine: “yo siempre sentí que la noche en el cine es una especie de abstracción de todos modos. Claro que se puede intentar ser más realista, pero la abstracción de la noche en el cine está tan instaurada en la audiencia, que la mayoría del tiempo es más hermoso tener la abstracción”. 

Quizás, al sostener esta premisa, Fromm esté remitiendo a aquella posibilidad primigenia del relato cinematográfico de inventar un tiempo propio. Como indica didácticamente su nombre anglosajón, el day for night permite simular la noche en una escena rodada a la luz del día. Inventada por razones pragmáticas, el recurso permitía en las primeras décadas del cine emular con mayor precisión la oscuridad, gracias a que las cámaras no permitían registrar coherentemente en condiciones de poca luz. Pero una vez que el cine dispuso cómodamente de material fotográfico de alta sensibilidad (por lo menos, después de la década del setenta), el efecto perdió de una vez su origen utilitario, y lo que permanece hoy en día de esa técnica en desuso es el efecto trastocado de lo real, la intención alevosa de apostar por el artificio. 

Lo que queda de la noche americana es simplemente la creación ficcional: una noche artificiosa, una noche que nunca tuvo lugar en la realidad, que solo existe oculta en la materialidad de una película y podrá tomar forma y apersonarse sólo en su espectacularización, en su posibilidad de ser vista. Lo que queda es la belleza de lo invisible, la mano mágica, tirana y caprichosa del cine que transforma, manipula e intercambia un tiempo por otro, como si de piezas intercambiables se tratase. Quizás, ahí persistan los restos de la inclinación de ciertas películas ante el poder del arte cinematográfico de crear tiempo y espacio, cosmogonía; mundo. 

Undine

Querer ser Dios

Bibliografía sobre el recurso de la noche americana hay inabarcable, pero más que nada técnica, dedicada a realizadores y fotógrafos; para erigirla, en fin, pero casi nada hay para cuestionarla. Para pensarla de manera crítica, quizás haga falta seguir a Nicole Brenez, y su sentencia de que “nada aclara tanto una imagen como otra imagen, nada analiza una película mejor que otra película”. Y aunque sea escolar decir que La noche americana (Day for Night) de Truffaut es una película sobre hacer una película, no deja de ser cierto. Con la misión de filmar un melodrama llamado Je vous présente Paméla, el intranquilo director (interpretado por el propio Truffaut) nos guía a través de la odisea mundana y prístina que significa un rodaje, con todos los obstáculos e inconvenientes prácticos con los que se lidia, además de los extravagantes humores y micro melodramas de cada uno de los actores. Cada uno de estos dramas pone en riesgo la película, en mayor o menor medida, y amenaza su realización y su estreno, pendiendo siempre de un hilo aunque erigiéndose, sólida, frente a todo. Pero ninguno de estos vericuetos comprometerá tanto la realización del film como después de que se haya cometido el crimen de intentar suplantar el día por la noche. Se filma en noche americana una escena donde un auto caerá de un precipicio, salvándose la actriz protagonista, interpretada por un doble de riesgo masculino (un ingenioso guiño de doble artificio ficcional), que tiene una sola oportunidad de salir bien y sale, por supuesto, bien. Pero en los tras bambalinas del melodrama, se desencadenará un lío que acelera el ritmo de aquellos obstáculos: Alphonse (Jean-Pierre Léaud), el galán protagonista con aires de divo, amaga con no continuar la película ya que su novia huyó con el doble de riesgo. Con la intención de salvar la película, su compañera Julie Baker (Jacqueline Bisset) lo visitará la noche (la verdadera) después de filmar la escena, cuando se acostarán juntos y se enamorarán, a pesar de que ella está casada con un hombre mayor. Ahora el obstáculo emula de manera directa el argumento del melodrama que están filmando (donde el personaje de Bisset, prometida inicialmente con Alphonse, huirá con un hombre mayor, quien era su suegro). Al desatarse el melodrama real, el melodrama ficcional corre verdadero peligro, ya que no uno sino los dos actores principales se niegan a terminar la película. Ahora el riesgo es real, y sí se cruzó una línea: por jugar con fuego, por intentar intercambiar el día por la noche, la película corre el riesgo de estar cometiendo el pecado de la autodestrucción. 

Pero esa autodestrucción sólo podrá visualizarse en aquello que impide que la película se realice; la noche americana, la culpable de poner en riesgo la película, permanecerá ausente. Esto es bastante obvio, por la simple razón de que sí, se filma una escena de día, y Truffaut nos muestra, campante, el rodaje soleado de la filmación de esa escena, que sale bien: un auto cae del precipicio, la escena es exitosa. Pero lo que no se mostrará jamás, por lo menos dentro de la película que estamos viendo, es cómo genuinamente se hace cine, cómo se transforma el tiempo, y cómo ese día se convertirá en noche. Esa oscuridad, esa luz, ese artificio, existe sólo en el cine, sólo una vez que esa película encuentre por lo menos un espectador . Por eso, permanece ausente, y aunque la película resulte airosa, no la veremos. Para eso, deberíamos estar viendo Je vous présente Paméla, no Day for Night; la película, no una película sobre el artificio que significa hacer una película. 

La noche americana

Las noches americanas del cine de Christian Petzold recuerdan, emulan, reviven esa tradición cinematográfica que apuesta por esa capacidad del cine de crear. Decididas, corren el riesgo del director de Je vous présente Paméla, e intercambian un tiempo por otro para crear, utilizando las herramientas del cine, uno nuevo, un tiempo que jamás tuvo lugar en la realidad. Esto proponen varias de sus películas desde el argumento: un evento traumático del siglo XX como el Holocausto puede ocurrir en el presente (En tránsito), se intenta ignorar el efecto que la irremediable cualidad del tiempo tiene sobre la identidad (Phoenix) o dos amantes pueden burlar tiempo y espacio, uniéndose por toda la eternidad bajo el agua (Undine). Película tras película, aquello que en apariencia solo parece ser un drama mínimo entre dos personas que buscan a toda costa encontrarse esconde un afán por hablar de la inevitabilidad del paso del tiempo, de buscar pistas del presente en el pasado y volver sobre el artificio primigenio de inventar. En esta búsqueda, la ficción aparece como aquello que permite crear una tangente para lo que solo puede tener una explicación inexplicable. 

La premisa de Cielo rojo nos engaña para que caigamos en su trampa: pareciera hablar del comportamiento humano, cuando en realidad se pregunta por nuestra capacidad de inventar una relación con el origen del mundo. Leon es un escritor que se va de “vacaciones” con su amigo Felix, fotógrafo, a la casa de la madre de este último. Ambos tienen deadlines que deben cumplir, promesas de un futuro cuando vuelvan, por lo que apuestan a recluirse en esa casa para que el ambiente rural sin distracciones los obligue a trabajar cada uno en lo suyo (un proyecto fotográfico y una promesa de novela) y avanzar. A pesar de que se los presenta como amigos muy cercanos, aquello que inmediatamente tensa su relación es la actitud que cada uno de ellos tiene en relación al territorio: mientras que Felix toma una postura proactiva hacia el espacio (quiere nadar, cocinar y conocer gente), Leon no puede salir de su fecha límite ni de su promesa de obra maestra. En vez de disfrutar del sol y la playa, todo representa un obstáculo para ponerse a escribir. Todo, menos los incendios forestales que azotan la zona, que los personajes ignoran conscientemente, que permanecen en el fuera de campo hasta la escena narrada al principio de este texto. La noche americana en este caso sirve como puente para que los personajes pasen de la ignorancia al cognoscer. Nosotros, como espectadores, también permanecimos ignorantes a la verdadera importancia del peligro, aunque lo hemos escuchado sin verlo, porque elegimos restarle atención y entretenernos, también, con las nimiedades de lo que aparenta ser “real”: nuestras obritas maestras. El narcisismo de Leon es insoportable y su capacidad de disfrute nula; el espectador avanza junto a él, le pide que vire su atención, sin entender que nosotros también ignoramos y pretendemos que el mundo gire sobre nosotros, sobre esta película, sobre este momento. Pero esa ignorancia será insostenible una vez que sus propios ojos (la cámara) demuestren que eso está allí, que existe, y que la verdadera ficción primigenia es la de la creación, la de jugar a ser Dios. Se reemplaza un tiempo por otro, se apuesta por el artificio, y sobre los colores primarios delineados se retorna al tiempo primigenio donde la ficción fue inventada: cuando los hombres comenzaron a reunirse alrededor del fuego. Por eso sólo cuando el fuego ingrese a su vida, y de la más trágica manera, el yoísta de Leon podrá, por fin, asir la ficción y terminar su novela. A pesar de que el costo sea extremadamente alto. 

Cielo rojo

Errar 

Si en Cielo rojo la noche americana trae consigo el riesgo del cognoscer, en Barbara apostará por la belleza del error cinematográfico por sobre la lógica o la practicidad. Situada durante los ochenta en la República Democrática Alemana, Barbara (Nina Hoss) es una enfermera berlinesa deportada que mantiene un amante en el Oeste con el cual está organizando su retorno a la libertad, mientras finge una vida mundana para los locales de un ambiente rural. Cuando André (Ronald Zehrfeld), el jefe del hospital donde trabaja, comience a manifestar un interés (que será lentamente recíproco) en ella, se producirá un paralelismo entre ese triángulo amoroso y el que la protagonista mantiene con las dos Alemanias. Si un cuento siempre cuenta dos historias, que Barbara tenga que elegir entre quedarse o irse es la primera. Pero aunque parezca que se trate simplemente de eso (que no es poco), la dinámica que mantienen en el hospital André y Barbara ingresará una nueva capa de sentido a la película. Al trabajar juntos y enamorarse se acercarán entre sí por dos casos médicos que aparentan poder ser resueltos de manera técnica y objetiva, pero que terminan disolviéndose, traspasando los roles médico paciente o desviando el ojo del profesional para dejar de verlos como pacientes y percibir, en cambio, personas. Así, los casos se resuelven indagando no a través de exámenes sino de preguntas, o tendiendo la mano en vez de la jeringa. 

Una escena es importante porque contiene los vericuetos del debate. Barbara y André están en el laboratorio privado de éste, donde sobre una pared está colgada una reproducción del cuadro “La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp” de Rembrandt. Antes de retirarse, Barbara esquiva como siempre a la conversación, ahora echando un último vistazo al cuadro. Esa pausa es suficiente para que André le pregunte si notó algo extraño. El doctor Tulp está representado explicando la musculatura del brazo a estudiantes de medicina sobre el cadáver del criminal Aris Kindt, ahorcado ese mismo día por robo a mano armada. Pero como descubre Barbara, el cuadro tiene un “error”, un descuido, y lo que debería ser la mano izquierda del cadáver, sobre la que se está operando, es otra, la mano derecha. Hay un error, afirma Barbara, aunque sabemos que eso es poco probable. Como nota André mientras la cámara presenta planos de cada uno de ellos, ninguno de los estudiantes mira hacia la mano equívoca, sino que dice que todos miran hacia el libro de anatomía que está en el extremo derecho del cuadro, casi imperceptible. Según André, la mano está tratada como una ilustración del atlas: “Rembrandt incluye algo que nosotros no podemos ver, algo que solo pueden ver ellos: la representación de una mano”. Concluye su hipótesis mientras el plano toma el cuadro en el centro y las dos cabezas de la conversación funcionan como marco, pensando alrededor del mismo: debido a este error, ya no miramos a través de los ojos del doctor, sino de la víctima. No estamos con ellos, sino con él. 

Barbara

Quizás como la interpretación es poética, nos dejamos engañar, y así podemos caer en la trampa que Petzold nos tendió: hay un “error” escondido en la escena. El personaje de André afirma que todos los personajes están mirando el atlas, pero esto no es cierto. Uno de los personajes no mira el libro, sino que nos mira a nosotros, al espectador. Cuando la cámara se detiene en cada uno de los estudiantes del cuadro no se detendrá en ese personaje que se encuentra, alevosamente, justo en el centro de la escena de la clase. Petzold ignora el llamado al espectador, a pesar de que el análisis sobre el cuadro lo está interpelando. Con ese propio error propio, se afirma que esto también es una representación, que la invención a través de un simple montaje y una puesta en escena es posible, y que se puede inventar un cuadro nuevo, un Rembrandt que exista sólo en Barbara. Si no agudizamos la mirada y trastocamos lo establecido nos perderemos mucho, o casi todo. 

Por eso, la decisión que guía al personaje de Barbara de huir y regresar a su hogar se verá trastocada por algo inexplicable, contra toda racionalidad. Será con la irrupción de una paciente joven, Stella (Jasna Fritzi Bauer), una joven sin techo ni ley pero con una promesa de futuro (está embarazada) cuyo único hogar real es el hospital y que, se nos adelanta, apenas se recupere será entregada a las autoridades para volver al lugar de donde se escapó, un campo de exterminio, que Barbara trastocará su imagen parca. Genera un vínculo con la paciente (no recomendable para las fronteras de la medicina) y hasta le regalará el obsequio de la ficción, ya que le lee historias en voz alta mientras permanece postrada. Minutos antes de escaparse, finalmente, a su libertad, Stella irrumpe en la casa de Barbara, expulsada del último hogar que le quedaba y ahora sí, ni en Alemania Occidental ni en la Oriental, pidiéndole que no la abandone. 

Barbara

Cuando estén las dos juntas en la bicicleta que Barbara conduce hacia el encuentro que le promete su libertad, la noche americana hará su ingreso a la película. Transportando a Stella como una niña, Barbara la guiará hacia el borde del mar azulado. Una vez allí, el plano es compartido por las manos de Barbara, que escriben sobre un papel doblado y el rostro de Stella somnolienta, apoyada sobre sus rodillas, que le acaricia el rostro. Ambas se miman como armando una ficción entre madre e hija, y todo indica que huirán juntas. Cuando el ruido del mar trae consigo también el ruido de un motor, juntas caminan hacia el buzo que vino del agua, que con su mano levanta un solo dedo. Barbara le entrega el dinero de la transacción por la libertad y coloca su bolso en el cuello de Stella. Así entendemos que sólo Stella conseguirá (si es que lo logra) cruzar el mar para encontrarse en el Oeste, mientras que Barbara la ayuda a sujetarse al violento gomón que choca con las olas del mar y regresa a tierra firme, desperdiciando su única oportunidad del futuro que planeó. Mientras Stella grita su nombre, Barbara la mirará alejándose desde la orilla, con el mar a su alrededor que persiste en su movimiento eterno. La violencia de ese mar azulado es la misma con la que se tomó esa decisión inusitada, ese error costoso que la obliga a permanecer. Lo abyecto de ese mar de colores imposibles parece encontrar un contrapunto formal para la decisión agridulce de elegir regalar una posibilidad, a la vez que se lo elimina para sí misma, aunque ella tenga otra en ese nuevo amor. Una vez que decida darse vuelta, la cámara la dejará irse y la observaremos alejándose hacia donde quedó su vida rural junto a André, y la ambigüedad de lo desconocido. Un contraplano opone sus dos futuros, y permite observar todo el océano y el horizonte, lo que pudo haber sido y lo que será. El último plano de la escena es ella alejándose con su bicicleta a pie, perdiéndose de a poco dentro de ese bosque que solo es negro, hasta que desaparezca por completo, instalando la posibilidad de haber eliminado su libertad pero también adentrándose a lo desconocido, a lo inexplicable. Aunque la última escena sea del encuentro entre los nuevos amantes, abandonada la noche americana porque el vaivén de los tiempos se saldó, persiste entre la mirada que comparten y en nosotros que la vimos errar, la ambigüedad de no poder saber si ese error fue una equivocación o una licencia poética en su propia vida. Quizás la belleza enrarecida de ese mar inexistente tenga que ver con eso: con poder apreciar la belleza de un gesto aunque se trate de un error garrafal, de un glitch en la matriz de lo real. 

Trascender

Por último, en Undine la noche americana es la decisión formal donde se yergue el estado de indecibilidad entre ficción y realidad que propuso la película desde sus inicios. Retomando el mito popular de la sirena, que da nombre a la película y a su protagonista, Undine (Paula Beer) es una misteriosa historiadora y guía urbanística de la ciudad de Berlín que como la nereida, solo puede vivir en la tierra a través del amor de un ser humano. Se enamora de Christoph (Franz Rogowski), un amable buzo industrial que le corresponde. El juego entre los tiempos y los espacios está desde sus premisas: aunque ella pertenezca al agua recorrerá la ciudad de cartón guiando a los turistas por su trabajo, mientras que él, ser humano completo, ingresa cada tanto al agua sumergiéndose en un lago para soldar una estructura industrial. Ambos parecen prestarse el tiempo y espacio del otro (¿de qué otra cosa consiste enamorarse?). inexplicablemente (repito la pregunta). La indecibilidad está desde su primer encuentro, cuando sin ninguna razón aparente, la pecera que se encuentra frente a ambos estallará, tumbándolos con la violencia del agua al suelo, donde permanecerán acostados, juntos, como si ya estuviesen muertos. 

Si la sirena es traicionada, debe matar al hombre y regresar al agua, o por lo menos, eso es lo que afirma el mito. Pero en esta relectura, ni las traiciones ni las muertes quedarán del todo claras. Aunque parezca que la primera traición la comete Undine (mentir), Christoph cometerá una peor: morirse. Bajo el agua, Christoph tuvo un accidente y ahora sufre de muerte cerebral. A pesar de que mantuvieron una discusión por teléfono la noche anterior, Undine se entera por su compañera de trabajo que eso podría ser imposible en el tiempo lineal que caracteriza lo real, ya que él ya se encontraba sumergido durante esas horas. Nada podemos saber si es cierto y todo podría ser mentira: información falsa, celos de la compañera de trabajo, posibilidad de que se hayan comunicado bajo el agua. El estado de lo indecible continúa manteniéndose, aun cuando Undine, traicionada ahora por la muerte de su amado, de todos modos cumpla con el mito y mate a su ex novio (que la supera en tamaño), ahogándolo.

Undine

Pero a modo de Romeo y Julieta, la muerte de Christoph no fue; se despierta milagrosamente algunos meses después, y Undine ha desaparecido. A pesar de que la busque, es imposible encontrarla en el “mundo real” (si acaso existió eso en la película), sino que sólo formará parte del imaginario. Dos años después de la desaparición de Undine y con la vida más o menos resuelta, Christoph elegirá retornar al dichoso lago del que entró y salió a lo largo de la película. Será allí cuando decida reencontrarse con su pasado, que podrá por fin liberarse y tener un presente (tiene una nueva mujer y va a ser padre), donde se involucrará nuestra querida noche americana, nuestro day for night. Con medio cuerpo dentro de un lago, una vez más, agua azulada imposible y pecaminosa, grita el nombre de Undine, invocándola. Todo violáceo, la cara de Christoph deja caer una lágrima sola. La cámara emulará la respuesta al llamado avanzando hacia él desde la superficie del agua, como si un animal se estuviera acercando lentamente. La nueva mujer de Christoph llega corriendo y lo llama desde el puente, desesperada, quizás preocupada por el parecido del cuadro con un posible suicidio. Solo ahí cuando su futuro lo esté observando, Christoph se sumergirá en su pasado, no sin devolverle la mirada para confirmar ese intercambio entre los tiempos. Bajo el agua, un primer plano suyo es contrastado con un plano de Undine, enrarecida como el ser mitológico que siempre fue. Compartiendo la mirada, se sujetan de las manos en el único tiempo posible: un tiempo inexistente, el tiempo de bajo el agua y el tiempo azulado de la noche americana. Un último plano detalle de sus manos subrayará su encuentro, mientras movidas por el agua se alejarán del plano hasta que solo quede, por un microsegundo, la nada. Una vez que se hayan reencontrado en un tiempo propio, una vez que haya podido resolver su pasado ficcionalmente, Christoph saldrá del agua y abrazará su posibilidad de futuro caminando de la mano de su nueva compañera. El último plano es la cámara sobre el agua, como si el animal mitológico que es el tiempo compartido estuviera observándolo alejarse. Lentamente, la cámara va ingresando una vez más, hacia abajo, hasta que ya no quede nada que la luz pueda captar y la pantalla se torne negra, porque la noche americana no permitió más que eso. 

Varias veces, más de un crítico intentó definir las películas de Petzold como “fábulas modernas”, sobre todo después del estreno de Undine, quizás encandilados por su carácter maravilloso. Pero creo que se trata de un error. Además de que groseramente se le adjudica la consecuencia aleccionadora o intención didáctica característica del género, se confunde, se olvida o se ignora la distinción entre fábula y mito: mientras que la fábula intenta explicar la naturaleza y el comportamiento humano a través de retomar un saber moral oral común a una comunidad, subordinando la cualidad de lo fantástico a ese fin, el mito se inclina hacia la recuperación de los orígenes, a preguntarse sobre el mundo en su estado original, si acaso eso existió en algún momento. Pero sobre todo, el mito, en su etimología μῦθος (mythos), si imitamos su gesto y volvemos al origen, significa relato, narración, cuento. El mito es, ante todo, la posibilidad de la ficción por la ficción misma, y la explicación o su respuesta permanece en un lugar secundario frente al artificio. Las películas de Petzold construyen mitos porque vuelven a ese estado primigenio de la creación, donde las historias apuestan por ser más que sus posibles explicaciones y, en cambio, crean una cosmogonía y un mundo, propio, que empieza y termina dentro de la relación que se organiza cuando uno, apasionado, cuenta y el otro, atento, escucha. O en este caso, ve. 

Lucía Requejo / Copyleft 2023