LAS AFECCIONES DEL ESPÍRITU: LA PASIÓN EN EL CINE Y DOS MODELOS EXTREMOS
Por Roger Alan Koza
Todavía puede decirse que el cine, como el fútbol, es pasión de multitudes. Más de dos millones de personas han visto una película argentina y la festejan como si se tratara de la campaña colosal de un equipo del pueblo. Si El secreto de sus ojos llega a los Oscar, la noche del 7 de marzo será una final de mundial. Campanella como un Bielsa del cine, un ejemplo de que nosotros, los argentinos, podemos. Sí, los números son un argumento, y ante esa evidencia cuantitativa poco se puede discutir; torcer el consenso, desestimarlo y, eventualmente, herir el placer colectivo por un film, no por capricho sino por sospechar que detrás del asentimiento unánime se puede encontrar mugre, no es conveniente. Imaginé escribir un artículo antipático sobre ese film que todos aman en función de desmenuzar los motivos de una pasión; no hacía falta recurrir a una vidente o consultar al oráculo para prever un sinfín de cartas en contra. Cualquier expresión de disenso en el tema más que precipitar argumentos suele atraer insultos.
La pasión se impone a la razón, se diría, un veredicto tal vez erróneo que caracteriza cómo se concibe el término: un estado del espíritu desprovisto de razones. Decía el filósofo escocés David Hume: “La razón no es sino una determinación general y calma de las pasiones fundadas en una visión distante o en la reflexión”, una discreta objeción a la visión antagónica entre razón y pasión. Equívoco concepto la pasión, ayer enfermedad del alma, o también fuerza violenta que reclama un límite de la razón, sin olvidar su costado teológico cuando el vocablo designa los padecimientos de un mesías o las peripecias de un iluminado para detener el sufrimiento. Hoy, la pasión, a pesar de su etimología pesimista, es la virtud secular por antonomasia, el signo de un hombre que ha vencido el acecho de la mediocridad (pos)moderna, pues un hombre apasionado es casi sinónimo de un hombre pleno. El apasionado, se cree, desconoce la monotonía y el hastío, su modo de ser es inmune a esa plaga emocional que toda la industria del entretenimiento en todos sus órdenes dice exorcizar. ¿Es así? ¿Qué es entonces una pasión? ¿Qué puede develar el cine? ¿No es la cinefilia un tipo específico de apasionamiento, una transacción entre las imágenes y la intimidad, orientada a incorporar algo radicalmente otro del mundo a nuestro mundo mediante una experiencia excesiva y sistemática en la oscuridad de un cine?
Una pasión es una fuerza vivida en el cuerpo que determina una modalidad del espíritu, si entendemos por espíritu la vida simbólica de un organismo viviente, es decir, nosotros, animales lingüísticos que a partir de nuestros sonidos significamos lo que hacemos. La pasión opera sobre nosotros a partir de una dialéctica entre la intimidad y la exterioridad. Algo o alguien se desea, y esto implica una disposición anímica; el mismo movimiento de ir hacia ya es en sí una experiencia que trastoca la cualidad del estado de ánimo de quien se apasiona y desea. Un adolescente descubre el placer de la música. Ve los dedos de un virtuoso guitarrista desplazarse por el diapasón del instrumento y permanece maravillado por cómo del tacto surgen notas que modifican su percepción y estado de ánimo. Después, él o ella decide ir por esa experiencia. Aprender un instrumento, lo sabrá más tarde, no es precisamente una tarea sencilla, pero en su afán de conquista pasará horas intentando coordinar sus dedos a propósito de una escala, hasta que un día quizás podrá reproducir aquel fragmento improvisado por el guitarrista que incendió de música su alma. Los ejemplos se multiplican, pero siempre ocurre lo mismo: la pasión es en sí una práctica, o más bien un modo de aproximación a una actividad que más allá de sus resultados y sus fines determina un modo de estar en el mundo. El apasionamiento no admite distracciones. El apasionamiento requiere acatamiento y obediencia.
Es precisamente eso lo que transmite Man on Wire (2008), de James Marsh, el cautivante documental sobre el equilibrista Philippe Petit y su travesura sublime y suicida de cruzar a través de un cable, haciendo piruetas y descansado a menudo como un monje zen en meditación, de una Torre Gemela a la otra en 1974.
Como el hipotético joven guitarrista, Philippe Petit, en plena adolescencia, quedó deslumbrado por una noticia en el diario mientras esperaba su turno en el dentista: la futura construcción de los edificios más altos del mundo. Simula un estornudo y al hacerlo arranca la página del diario y se escapa de la sala del odontólogo. Es un acto fundacional y un proyecto a concretar: se trata, en efecto, de conservar el instante en el que ha nacido un deseo y materializarlo en un objeto específico, un fetiche que condensa un pacto entre el espíritu y un lugar. Así, la película de Marsh se transforma en retrato de una pasión y su funcionamiento: un deseo, un método, una actitud, un entrenamiento; la pasión se revela en su estructura.
Man on Wire no funciona solamente como la aventura cumplida de un hombre que tuvo un sueño extravagante y legítimo, sino también como una elegía difusa de un símbolo del siglo XX cuya existencia concebida como infinita tropezó con un plan siniestro en septiembre de 2001. En las antípodas de Bin Laden o quien fuera el autor intelectual del atentado del 9/11, el francés Philippe Petit concibió un plan: ingresar al majestuoso edificio y pasearse en una soga de una torre a la otra. James Marsh interpreta (correctamente) la estrategia como si se tratara del robo a un banco todopoderoso, y así reproduce ficcionalmente algunas situaciones, que integra y amalgama con material de archivo, entrevistas y viejas fotografías.
Si bien Marsh se centra en la hazaña de las Torres Gemelas, suministra bastante información para poder entender un poco más a Petit, incluso se puede ver al equilibrista conquistando el vacío en las cúpulas de la catedral de Notre-Dame y en los puentes de Sydney. ¿Un suicida utópico? Ligeramente inefable, la personalidad de Petit es incuestionablemente cuerda. Su elegancia, determinación y felicidad armonizan misteriosamente con el viejo refrán sesentista del Mayo Francés: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Es que políticamente sus acrobacias pueden parecer intrascendentes, pero cuando la prensa mundial le exige una explicación por lo sucedido en el World Trade Center su respuesta suena, para las coordenadas simbólicas de nuestro mundo, como una declaración subversiva. “¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?” Como si Philippe Petit canalizara a Angelus Silesius (“la rosa es sin porqué, florece porque florece”), su respuesta es absolutamente legítima y escandalosa: “porque sí”. Hay en esto un strip-tease indirecto de la estructura de la pasión, su gramática circular, su faceta primitiva, aunque siempre rebelde y libre.
Lo arcaico y lo religioso en clave de pasión atraviesan Hunger (2008), la ópera prima del artista de video Steve McQueen, un verdadero tour de force y una experiencia visceralmente cristiana. Los últimos meses de la vida de Bobby Sands, el líder emblemático del Ejército Republicano Irlandés, constituyen el eje narrativo de la ganadora de la Cámara de Oro en Cannes 2008.
McQueen parte de una premisa de Jean Luc Godard: el Holocausto solamente puede filmarse asumiendo la perspectiva de los guardias de los campos de concentración. Ése es el procedimiento elegido en los primeros 45 minutos de la película. En efecto, la aparición de Sands en el film ocurre después de un lapso de tiempo brutal en donde todo se concentra en el conjunto de atrocidades que la policía británica imparte sobre sus prisioneros (políticos, aunque la voz en off de Margaret Tatcher afirme lo contrario). Es una estrategia narrativa coherente: mostrar la injusticia y el desprecio seguidos de un martirio personal en el que el cuerpo deviene en instrumento político y cuyo objetivo específico parece ser conjurar la barbarie institucionalizada de la policía británica.
McQueen expone la vida carcelaria en detalles: la orina es protesta; el excremento, obra de arte; las moscas, mascotas; el aseo, castigo. Su elección por rodar en cinemascope es pertinente: el plano se dilata y los detalles periféricos (objetos, sujetos, mobiliario) cuentan su propia historia. Dos pasajes alcanzan para mostrar los métodos carcelarios; en uno de ellos, hasta un guardia sufre la crueldad de sus colegas, como lo denota un soberbio plano en profundidad de campo.
El suplicio de la primera media hora es interrumpido por una conversación inolvidable entre un cura y Bobby Sands, una escena de 22 minutos con un plano general fijo de 17 minutos, formal y narrativamente brillante. Es el momento en el que Sands anuncia la huelga de hambre que, después de 66 días, terminó con su vida en mayo de 1981. El intercambio entre el clérigo y el prisionero político concluye. Después, en un travelling sobre la orina de los cautivos se escucha la voz miserable de la Dama de Hierro británica: “Los hombres de la violencia han elegido en los últimos meses jugar lo que puede ser su última carta. Han vuelto la violencia hacia ellos mismos con la huelga de hambre hasta morir. Buscan trabajar sobre una de las emociones humanas más básicas: la compasión”. Una afirmación aciaga y ciega.
El resto del film es la mismísima pasión de Bobby Sands, una versión teológica y política de la pasión que jamás hace de las llagas una estética y de la sangre un goce extremo, como ocurría en la reaccionaria película de Mel Gibson sobre el hijo del carpintero de Nazaret. El seguimiento de esta pasión (cristiana) es minucioso y lineal, aunque el tono mortuorio es paulatinamente sustituido por un clima poético, incapaz de sublimar la derrota pero suficiente para dignificar el extremismo de un hombre que ha sido humillado.
Phillip Petit y Bobby Sands son dos modelos extremos de pasión. Los dos problematizan y encarnan la afirmación y el núcleo central del Tratado de la naturaleza humana, un libro capital para entender las pasiones humanas, del ya citado David Hume: “No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo a un rasguño de uno de mis dedos”.
Fotos: 1) Man on wire; 2) Hunger
Este texto fue publicado por la revista Quid en el 2009.
Roger Alan Koza / Copyleft 2010
Me encantaron sus criticas, felicitaciones.
Gracias Dory. RK