
FICIC 2025: EL MUNDO EN CINCO PELÍCULAS
Algún día, o quizás nunca pero sí en una realidad alternativa, dejarán de existir las competencias en los festivales de cine. ¿Cómo fue que se instituyó ese concepto propio de un orden económico o deportivo en un dominio inconmensurable respecto de estos? ¿Existen competencias de pintura? Certámenes de canciones, sí, y otras actividades similares que pretenden comparar lo incomparable. Basta pensar en una competencia de sinfonías de Schubert contra algunas de Bach para descubrir la descabellada idea de que habría un criterio estético para esclarecer la excelencia de una obra respecto de otra.
¿Para qué sirven las competencias? De aceptarlas, la única forma de redimir esa equivocación impuesta por distintas instituciones, incluso firmemente militada por muchos cineastas, es desplazar el concepto de “mejor película” y proponer otro que pueda glosar rigor estético, pertinencia temática, audacia poética, sincronicidad con su tiempo y, paradójicamente, resonancia –por distancia, reinvención o restitución– con la historia del cine.
En este sentido, las cinco películas elegidas pueden ser estudiadas con esa vara. No para decidir si una es mejor que otra, sino para pensar el conjunto y esclarecer si podría haber o no un título más emblemático a la hora de señalar qué es el cine contemporáneo. ¿Es posible saberlo? Si la programación ha sido victoriosa y consistente, debería costar muchísimo poder separar una y solamente una; la dificultad suscitada a la hora de elegir y distinguir es la gloria del programador. Pero el solo hecho de que el jurado se vea obligado a razonar estéticamente sobre cada una de las películas ante una audiencia implica al menos dilatar la idea de dar con la “ganadora” mediante un acercamiento orientado a entender qué significan estas películas en el contexto del cine contemporáneo; ese ejercicio es en sí un buen contrapunto a la empobrecedora lógica del éxito.
Algo más: quienes programan festivales de cine suelen acudir a un presunto criterio a priori sobre la relación que se establece entre las películas. Aparentemente, dialogan. Es cierto que puede ser así, pero la pregunta es cómo se establecieron esos diálogos. En la competencia hay cruces evidentes entre los cinco títulos. Lo que importa decir en este caso es que la decisión es apriorística. La primera película pretendida –no la primera confirmada– fue Los fragmentos. De ahí en más, se intentó encontrar una compañera. Ecos de Xinjiang establecía de inmediato una relación con la nombrada por trabajar sobre una zona de inestabilidad simbólica a propósito de un territorio próximo y con ciertas similitudes. Por su poética, la película rusa tenía asimismo una cercanía ostensible respecto de El príncipe de Nanawa. He aquí una serie. Devastado, en cambio, trabaja en otro registro, pero sí puede ser puesta en tensión con los planos extensos de Después, la niebla. Son películas antitéticas en cuanto a sus ritmos, más allá de que las dos articulan un relato a partir de los muertos. Esta serie suma por otra vía al concepto general de la sección.
El todo constituido por las cinco películas dice algo sobre la textura y la duración de las imágenes. Podría agregarse una observación sobre el sonido; las voces, los temas musicales cuando los hay, la relación entre los paisajes y la percepción de los personajes no están librados al azar. En las cinco el sonido es lo que releva a las imágenes.
Cinco películas pueden ser suficientes para saber algo del cine de nuestro tiempo y, por lo tanto, del mundo en que vivimos. Son películas extraordinarias que nos honra proyectar.
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LAS PELÍCULAS
Después, la niebla, Martín Sappia, Argentina, 2024
A Martín Sappia le gusta filmar árboles. ¿A quién no? ¿Es posible vivir sin tales criaturas que existen en lo vertical? También le gusta indagar sobre todos aquellos que dejan un lugar y se dirigen hacia ningún destino preciso; el que viaja no necesariamente encuentra o se encuentra en su camino, pero moverse es un imperativo. Estos son los intereses del cineasta. A diferencia de los árboles, nosotros, los que hablamos, tenemos piernas y por esa razón nos vamos. Inmovilidad y movilidad, dos modos de ser. La vida inmóvil de César, un hombre que cumple con su rol de supervisor en una fábrica de Córdoba hace décadas, se ve interpelada por la llegada de dos cartas de su hermana. Los une la sangre, un terreno, un aromo, un fantasma. Recién la segunda carta recibida lo pone en marcha. De acá en más, César camina por algunos días y quiere volver a ver el aromo. Como suele pasar en estos casos, lo que importa es el viaje, no el paradero, trayecto contemplativo matizado por las presencias de una dibujante botánica, una maestra y un cuidador. Cada encuentro tiene sus sorpresas: se aprende un poco sobre la división del trabajo en las ciencias de la naturaleza, algunas curiosidades sobre la construcción de los diques y la mezquindad de algunos hombres. Sappia, además, tiene suerte; cuenta con el ojo láser de su director de fotografía. Ezequiel Salinas es quien traduce sus deseos en imágenes. La unión de ambos tiene efectos benéficos: la fábrica descripta luce como un organismo industrial que respira. ¿Qué decir sobre los planos generales y las panorámicas con las que se cobija al caminante? Al finalizar los créditos se reconoce la deuda espiritual de la película con ciertos escritores y cineastas. Werner Herzog es el más célebre. Entre los que escriben se nombra a Rebecca Solnit, Vinciane Despret y Emanuele Coccia, entre otros. Todos juntos forman un cuerpo de ideas sobre una forma minoritaria de ser parte del mundo.
Devastated / Devastado, Ashish Avikunthak, India-Alemania, 2024.
Los occidentales, sobre todo los que tienen tiempo para meditar y cantar mantras en una lengua desconocida, suelen proyectar en la India una sabiduría sempiterna en la que todavía se cree posible recobrar la esencia de lo humano. Devastado horada plano tras plano tal superstición, no solamente porque escenifica la experiencia de un policía que puede justificar sus actos de violencia contra los musulmanes mientras discute con su mujer y su amante, pasajes suficientes para entrever el lado sombrío de una cultura milenaria, sino que trabaja dialécticamente con varios fragmentos del Bhagavad-gītā en donde los consejos del Señor Krishna a Arjuna permiten justificar la violencia y atenuar la culpa del guerrero a través de una metafísica del alma y su indestructibilidad. La interacción en contrapunto entre la representación de los diálogos religiosos y la conversación doméstica es constante, a la vez matizada intermitentemente por secuencias documentales de distintos rituales registrados en plena celebración de la festividad conocida como Kali Puja, que distan de ser una introducción a una vida no violenta. Como si tales procedimientos deconstructivos fueran insuficientes, Avikunthak suma tres escenas ambientadas a principios de la década de 1960 relacionadas con diversas técnicas de tortura concebidas por la CIA, adoptadas por las fuerzas del orden desde entonces hasta fines de los 90. El iconoclasta cineasta bengalí es también un formalista de pura cepa. Los encuadres enrarecidos, los saltos de continuidad, el empleo riguroso de la profundidad de campo, la abstención de plasmar con nitidez los sacrificios no son ninguna novedad para quienes conozcan la obra de Avikunthak, el cineasta indio más radical entre sus contemporáneos, cuya obsesión radica en examinar críticamente los atavismos de la tradición religiosa dominante de su país, sin desconocer la riqueza conceptual de la metafísica india (no exenta de peligros), y asimismo la modernidad del siglo XX, no menos ambivalente y comprometida.
Ecos de Xinjiang, Pablo Martin Weber, Argentina, 2024.
De tantas películas hechas de imágenes anónimas que habitan el ciberespacio y destinadas al reemplazo inevitable, pocas son tan clarividentes como la ópera prima de Weber. Los archivos son centenares, pero todos se orientan a dar un soporte visual y sonoro a un relato que nace de la imaginación del cineasta, pero que sintoniza con una época en donde lo inmaterial del reino digital es la duplicación de lo que todavía se llama realidad, pese a lo inestable del vínculo entre lenguaje y el mundo. En esa interfase entre el cerebro y la información se erige un relato con un protagonista llamado H. El protagonista no tiene memoria, sí una función e incluso una misión. El policía argentino trabaja en la policía confuciana. Confucio no es el filósofo moral que definió la subjetividad china, sino una estructura neuronal planetaria. H se traslada a Xinjiang, viajará visualmente por el cerebro de un prisionero ruso, conocerá también a un soldado checheno que creyó en la retórica del ISIS, aunque su soledad es contundente. Hay algo más que mueve el relato y sus protagonistas. ¿Es un concepto, una promesa, una cifra? Eso desconocido se llama “pulso”. Si bien hay fechas (2017) y también lugares (Argentina, Rusia, Bielorrusia y China), como también personajes y acciones, lo decisivo no anida en la progresión narrativa, sino en el estado de ánimo que tiñe el relato y proviene de la laboriosa alteración de imágenes cuyo origen transmite inevitablemente la degradación orgánica de la biosfera, el fracaso de distintos proyectos políticos y la constatación de una vida simbólica demolida. Pero nada detiene la voluntad de narrar, que reanuda la marcha en el interior de la película como último viaje en el reconocimiento del pulso, al mismo tiempo que define la naturaleza del film. Es que Ecos de Xinjiang no es otra cosa que una película-desktop, constituida por residuos de bits y transfigurada digitalmente por un conocimiento de la tradición cinematográfica, lo que resulta en una prueba de síntesis dialéctica entre el cine fotográfico y posfotográfico.
El príncipe de Nanawa, Clarisa Navas, Argentina-Paraguay, 2025.
En el 2015, en el rodaje de un documental sobre mujeres para Canal Encuentro, Clarisa Navas conoce a un chico de 9 años cuya naturalidad frente a cámara y su lucidez para referirse a determinadas cuestiones no es habitual. Su razonamiento sobre su derecho al bilingüismo en el aula revela a un pensador precoz nacido en el seno de una familia humilde. La cineasta lo abraza al terminar la entrevista sin saber que en ese momento ella y su equipo han iniciado un camino. Navas viajará desde ese día a Nanawa, ciudad paraguaya que está en el límite fronterizo con Clorinda, Argentina. Ángel vivía entonces en Paraguay con sus padres, iba a la escuela en Argentina y no sabía que iba ser filmado hasta sus 18 años. Navas tampoco podía intuir qué tipo de película sería la que emprendía. El príncipe de Nanawa pertenece a un selecto grupo de películas en el que la distancia entre el cine y la vida se vuelve imprecisa: lo que pasa frente a cámara desborda el concepto de representación; se respira en la escena, se es junto con la cámara. En la cinemateca imaginaria de la historia del cine El príncipe de Nanawa se ubica a centímetros de los portentosos milagros conocidos como Primer plano, Santiago o Homeland: Irak año cero: la vida de alguien se hace cine. Conforme avanza el retrato, Ángel, el niño que quería cuidar animales, puede en su adolescencia reemplazar aquella fantasía y considerar, tras el enojo del robo de su celular, un futuro como policía o militar; más tarde, llega a involucrarse con el mundo ilegal de las drogas, un episodio que siente como inevitable. Ser testigos de los cambios físicos y espirituales es constitutivo de la prodigiosa puesta en escena, que añade material filmado por el propio protagonista. Ninguna circunstancia adversa corrompe su benevolencia. Navas está detrás de cámara y a veces delante, consecuencia lógica de una película que, a medida que evoluciona, inventa una forma inclasificable de afectividad. El discreto equipo de rodaje y la familia de Ángel y sus amigos se vuelven un organismo cinematográfico. He aquí la mayor bendición de esta película.
The Shards / Los fragmentos, Masha Chernaya, Alemania-Georgia, 2024.
Una película sismográfica de una región siempre inestable, como lo fueron alguna vez El funeral de Stalin (Yevtushenko) y El síndrome asténico (Muratova): en Los fragmentos la invasión de Rusia a Ucrania no es una noticia ni tampocnao un tema de disputa hermenéutica sobre la geopolítica del siglo XXI: tanto para Masha, que ha tomado la decisión de migrar, como para su amante, que concibe exiliarse en Argentina para desertar ante un llamado del ejército, como para todos los jóvenes de su generación, lo que ha sucedido en Moscú es una pesadilla interminable en la que no existe porvenir. Las condiciones de la guerra de Putin son inaceptables. En ese panorama exasperante, el nacionalismo acrítico imperante, no exento de trazos teológicos, en el que vuelve la fantasía de una nación magnificente es el contrapunto de una desesperación ubicua, sobre todo para cierto sector juvenil, que glosa una versión del nihilismo sin atributos. De ese estado del espíritu, ni siquiera se puede pretender una fuga estética o una entrega egoísta al hedonismo. El gesto vital de la cineasta es más circunspecto y consiste en filmar todo lo que sucede a su alrededor, como si al hacerlo pudiera conjurar el abandono y prescindir de la satisfacción fugaz de una catarsis. Boxear en la calle, tocar en sótanos a todo volumen con la propia tribu de amigos, revolcarse por el suelo simulando ser una mascota puede ser un alivio para algunos, pero no es suficiente. Chernaya prefiere filmar: está atenta, sabe recoger piezas microscópicas de lo cotidiano y ostenta una habilidad notable para construir de esos fragmentos un todo del que emerge una revelación sociológica. A la disgregación que experimenta su país, la cineasta incorpora otra capa de desintegración: su madre está muriendo de cáncer, situación que le permite recuperar algunas grabaciones de video caseras que adquieren una dimensión dramática inesperada en el desarrollo. La relación entre la cámara y la realidad fluye sin obstáculos de principio a fin y el montaje caleidoscópico respeta esa cualidad subjetiva. El lente de la cámara es la conciencia de la cineasta.
Roger Koza / Copyleft 2025
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