
ENTRELAZADO (EPISODIO 4): PUESTA EN ESCENA DEL SIGLO XXI (REVISITADO)
En mayo de 2024, mientras miraba el Festival de la Canción de Eurovisión en la TV española, vi una mutación vívida del tema al que le había dedicado un libro 10 años antes: la puesta en escena. Me llamó la atención que, durante la interpretación frenética de cada canción (que suele incluir un grupo de bailarines) hay dos modos simultáneos de presentación en juego.
Como Eurovisión es un evento en vivo, en primer lugar cuenta con una puesta en escena teatral dispuesta para una audiencia, siempre muy entusiasta, que rodea los tres costados del escenario. Los intérpretes giran, ascienden y desfilan por una pasarela mientras son bañados por desconcertantes secuencias de luces múltiples, coloridas y de gran potencia. Lo cual se suma a la presencia de las múltiples pantallas que asoman por detrás y sobre las cabezas de los intérpretes; las cuales no magnifican la imagen registrada en vivo (como en los eventos deportivos o los conciertos), sino que emiten imágenes, a menudo psicodélicas, en alternancia rápida y rítmica, relacionadas a las canciones.
Al mismo tiempo, Eurovisión es, desde ya, un evento televisivo. Y por lo tanto las interpretaciones están también diagramadas y pensadas para la batería de cámaras digitales que registran el vivo. En ese nivel, la puesta en escena de Eurovisión nos retrotrae, por momentos, al tipo de musical hollywoodense más clásico: la cámara siempre se mueve, avanza y retrocede, mientras bailarines aparecen y desaparecen del plano en lo que se constituye como una precisa coreografía pictórica.
Pero, para el final de cada canción, esta referencia al género musical se actualiza rápidamente: unas cámaras distantes barren el escenario movidas por grúas, o quizás por drones, recordándonos al género un poco más moderno (propio de los 70) del film de concierto de rock. Y hay otros retoques estilísticos que referencian las últimas tecnologías comunicacionales, como pueden ser súbitos cambios en la relación de aspecto del rectángulo básico de la pantalla, llevándonos desde una forma estrecha y vertical similar a la de un teléfono hacia un efecto liberador de una pantalla ancha y panorámica.
Fue durante la vibrante interpretación de “Zari” de la concursante griega Marina Satti en Eurovisión 2024 que recibí mi mayor shock de puesta en escena. Durante el puente de la canción, todos los bailarines súbitamente se recuestan sobre el suelo y, acto seguido, el escenario bajo sus cuerpos se convierte en una pantalla que muestra imágenes de vistas aéreas de una ciudad (¿griega?), mientras se revela una nueva posición de cámara que los registra directamente sobre sus cuerpos, desde arriba, desde entre la antes visible parrilla de luces del estudio. Lo que vemos ya no es un espacio teatral o cinematográfico, sino un puro espacio de video: imaginario, irreal y alucinatorio, posible sólo por la manipulación visual y espacial, y, por ello mismo, presumiblemente invisible para el público en vivo.
Pero no por mucho tiempo: luego de este interludio, todo el mundo está de nuevo sobre sus pies bailando nuevamente, mientras la transmisión televisiva (y de internet) funde los desatados aplausos y alientos del público con el fin de la canción. Cristina Álvarez y yo hicimos un ensayo audiovisual dedicado a “Zari” que puede verse acá: https://vimeo.com/951058919
En mi libro Mise en scène and Film Style(1), publicado en 2014, me propuse establecer un acercamiento y una definición práctica del concepto de puesta en escena lo suficientemente flexible como para abarcar tanto al cine clásico (de Hollywood o cualquier otro lugar) como también al tipo de arte de nuevos medios que por aquel entonces era muy prominente en galerías de arte y museos, y al que suscribían gigantes creativos como Chantal Akerman, Agnès Varda y Harun Farocki (todos ellos fallecidos desde la aparición del libro).
Hice una apuesta calculada con la idea de que, ya sea que estemos lidiando con películas narrativamente convencionales o con una muestra-instalación performance de “cine expandido” (lo que yo llamo un dispositivo (2)), siempre están en juego las mismas cuestiones estética básicas: cómo organizar la pantalla (o, como en Eurovisión, múltiples pantallas), cómo interrelacionar imagen y sonido, cómo guiar y capturar los gestos de los intérpretes.
Algunos primeros lectores del libro temieron que, dada la trayectoria histórica evolutiva que trazaba, haya dejado atrás el gran legado del cine del mundo, disolviéndolo en un mar de nuevos formatos televisivos de la era del streaming o de coquetas instalaciones de galerías de arte. Esa no fue para nada mi intención. Y lo sentencio acá inequívocamente, mientras preparo algunas ideas para la introducción de una flamante traducción al coreano del libro: para mí el cine fue y es un núcleo soberano en el panteón de las artes. La ecuación o definición más básica de lo que constituye la puesta en escena (cuerpos en movimiento dentro de un espacio siempre en evolución definido por el trabajo de la cámara y los parámetros del set o la locación) se mantiene firme en mi mente como la fuente primera y crucial del más profundo placer audiovisual. Y eso corre tanto para Anatomía de un asesinato de Otto Preminger (1959) como para “Zari” en Eurovisión.
El período de entusiasmo que recibió a los ambiciosos dispositivos multipantalla en el mundo del arte a principios del siglo XXI no ha desaparecido, pero se ha enfriado y disipado en los últimos 12 años desde que comencé a escribir mi libro. Y también, últimamente, la TV en streaming se fue acomodado en un cauce nada gratificante: sus formatos se hicieron muy fijos, muy predecibles, y los verdaderos autores de la TV, los showrunners (3), se obsesionaron demasiado con convertir el “look” de una serie en su imagen de marca, como un empapelado inalterable. Aun así, mantengo la posición de que estos desarrollos en la forma y el formato audiovisual siguen teniendo mucho para enseñar sobre lo que es y siempre fue la puesta en escena.
Mi intuición, a lo largo de gran parte de los estudios analíticos de cine que he llevado a cabo desde comienzos de los 80, me conduce a pensar que las obras cinematográficas tienen poco que ver con el ideal (clásico) de una fusión estética sin fisuras, y más bien mucho que ver con lo que la gran crítica Frieda Grafe describió como la tensión entre medios de origen heterogéneo (radio, teatro, novela, circo…) y la forma en que esos medios toman diferentes niveles, diferentes pisos, al interior de una obra cinematográfica. Es por eso es que terminé mi libro con el caso del brillante melodrama The Golden Thread (1965) de Ritwik Ghatak: alguien que, en su tiempo y lugar, usó plenamente el núcleo soberano de la puesta en escena cinematográfica, pero cuyo arte sólo puede ser plena y verdaderamente apreciado hoy si importamos a nuestra visión todos los conceptos de tensión, ruptura y metamorfosis que el arte moderno y posmoderno nos han legado.
En mi punto de vista, la pregunta clave de la puesta en escena siempre fue: ¿cuál es, en la obra específica frente a nosotros, la relación entre su tema y su estilo? Naturalmente, debemos estar abiertos a acercarnos a los dos términos (tema y estilo) de la manera más amplia posible. Sobre el tema: el contenido o la temática de una película puede ceñirse tanto a una cuestión humanista general (como la cuestión de “¿cómo convivir con el mal del mundo moderno?”, que recorre toda la obra de Michael Haneke) como a una investigación microscópica (“¿cómo filmar una conversación?” en Vivir su vida de Jean-Luc Godard). A la vez, las nociones de estilo deben liberarse de una adhesión demasiado mecánica y servil al tema, sea cual sea su concepción. El cliché periodístico contemporáneo que descarta una película por ser “puro estilo sin substancia” es inútil e idiota, ya que, en muchos trabajos, el espectáculo del estilo es, en efecto, la substancia. Y eso es definitivamente verdad, por ejemplo, ¡en La substancia de Coralie Fargeat (2024)!
Tomemos otro ejemplo concreto. Últimamente, un tópico bastante amado por la crítica y los estudios académicos fílmicos son los movimientos de cámara en el cine: cómo describirlos, ubicarlos y evaluarlos. El asunto dio lugar a algunos libros teóricos e históricos significativos (realizados por Patrick Keating y Daniel Morgan), pero también a hipótesis de trabajo perezosas por parte de muchos críticos y comentadores. Se estableció una división rígida entre lo que es mencionado como un trabajo de cámara motivado (por ejemplo, una cámara que sigue los movimientos de los actores o que imita la acción de su mirada) y un trabajo de cámara aparentemente inmotivado, “misterioso” o autónomo.
En última instancia, esta es una bastante mala manera de abarcar el asunto del estilo o la puesta en escena cinematográfica. Tomemos un caso de estudio prominente: la manera en la que mueve la cámara Martin Scorsese (indudablemente influenciado por su amor a las películas de Samuel Fuller). Él, como todo director narrativo, se ve frecuentemente obligado a mostrar cosas que no son, en sí mismas, muy excitantes: transiciones, escenas de “relleno”, planos informativos que llevan de una situación o escena a la siguiente, etcétera. Un ejemplo habitual en Scorsese es ver a un personaje principal abriendo una puerta y caminando por un pasillo. Scorsese hace todo lo que puede (y muchas veces más de una sola cosa a la vez) para sacarle jugo a estos momentos potencialmente aburridos, para realzarlos y mejorarlos. Hace que el actor realice un gesto simple de una manera particular cargada de energía, tensa, volátil. Él y su director de fotografía eligen un ángulo oblicuo (sobre el cuerpo del actor, un poco inclinado) para dar una fuerza pictórica adicional. Y puede que estalle algo de los Rolling Stones en la banda de sonido o algún efecto de sonido exagerado (¡un “whoosh!”) junto a la imagen. Pero, sobre todo: Scorsese mueve la cámara en dirección contraria al actor: mientras el cuerpo se aleja de la puerta, la cámara se precipita hacia ella.
Esto no es, bajo ningún punto de vista, un “plano seguimiento”, ni a la manera clásica y señorial (Max Ophüls) o a la moda moderna, cruda y alborotada (iniciada por John Cassavetes en Faces). La cámara de Scorsese no está para nada motivada por los movimientos del actor, sino que es motivada por las necesidades del director y de la película toda. Thelma Schoonmaker, su famosa montajista, es una frecuente habitué de los sets de Marty en calidad de consejera, donde le dice cosas como: “¡Mové la cámara a la izquierda! Necesitamos movimiento hacia la izquierda para el montaje”. Se trata de una cuestión de su estilo, y de la forma particular de la película. Una cuestión de interés visual rápido, enérgico y vivido.
Todo momento en toda película desliza el mismo problema de este ejemplo: hay algo (un lugar, un objeto, una acción) por ser mostrado y una decisión por ser tomada acerca de cómo mostrarlo. Pero esa es una ecuación completamente abierta; o, al menos, lo que yo llamaría una relación semi-autónoma (una completa autonomía, tomada hasta el extremo, sería un gesto de la vanguardia, como en Michael Snow, o el fundamento del incesante “desencuadre” humorístico generado por computadora con la “Automavision” usada por Lars von Trier en El jefe de todo). Porque, en general, no hay nada en la naturaleza de lo que está frente a cámara que decrete o fije rígidamente la manera ideal en la que eso debería ser filmado.
Una escena que se escenifica en un espacio tridimensional y el trabajo de cámara que la registra están siempre en una relación semi-autónoma. No hay “una manera” prescrita o lógica de filmar nada. A los críticos les gusta evocar una cita legendaria que cifra la más curtida sabiduría cinematográfica, asociada a directores como Howard Hawks y Raoul Walsh: “No hay 36 maneras de mostrar a un hombre subir a un caballo”. Pero se equivocan: hay 36 maneras, ¡y muchas más! (y estoy al tanto de la ingeniosa película ensayo de Nicolás Zukerfeld sobre el origen de esta frase). La verdadera crítica de cine comienza en el momento en que entendemos esta relación abierta y semi-autónoma, y sus implicancias.
Termino con otro ejemplo contemporáneo. En 2025, la serie de TV que está en boca de todos y en todas partes es la producción británica de cuatro episodios Adolescencia, creada por Jack Thorne y Stephen Graham, y dirigida por Philip Barantini. En términos televisivos, es un orgulloso proyecto dispositivo: cada episodio está filmado en un plano secuencia ininterrumpido y frecuentemente móvil. Esa impresionante técnica juega con nuestra experiencia del suspenso, el tiempo, la duración y la implacable acumulación de acciones. Y también genera problemas técnicos (¡mucho mayores que los de la ansiedad habitual de Scorsese!) como la necesidad de “rellenar” todos los tiempos muertos entre los puntos altos de la narración, y tener que hacer a los actores pronunciar constantemente cosas como: “¡Ahora me voy a caminar!”
Pero también, y más importante, abre la pregunta: ¿cuál es la relación de este laborioso estilo con el tema de la serie, es decir: la masculinidad tóxica heredada por generaciones que lleva al asesinato de una joven mujer fogoneado por el incelismo y las redes sociales? Estilo y tema encajan muy poco acá: las interpretaciones o justificaciones críticas del tipo “el patriarcado es continuo e interminable en su influencia”, son débiles, porque ignoran a la mitad de los personajes (es decir, todas las mujeres) de la diégesis.
La noción de puesta en escena, independientemente de cómo la conceptualicemos y (re)configuremos hoy en día, debería siempre llevarnos a la búsqueda de formas dinámicas, postulados insospechados y encuentros inesperados de tema y estilo. Eso es lo que yo llamo el núcleo soberano del cine. Todo tipo de cine.
1. Nota del traductor: libro sin edición en castellano, mencionado con su título original.
2. NdelT: Tanto acá como en el libro referido, Adrian Martin utiliza el galicismo “dispositif”. Una decisión que puede entenderse en sintonía con el uso extendido de préstamos lingüísticos al que suelen recurrir críticos y teóricos angloparlantes a la hora de remitir a conceptos elaborados originalmente en otras lenguas y cuya esencia sería traicionada en una posible traducción al inglés. Un ejemplo de esto es el uso extendido de la expresión “mise en scène” para hablar de puesta en escena. Para esta traducción, dada la cercanía del francés y el español, y la familiaridad con los conceptos en nuestra lengua, se optó por omitir cualquier tipo galicismo.
Adrian Martin / Copyright 2025
*Versión al español: Tomás Guarnaccia 2025
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