CINEFILIA ONLINE (25): SUEÑOS LÚCIDOS

CINEFILIA ONLINE (25): SUEÑOS LÚCIDOS

por - Cinefilia online, Críticas
06 Sep, 2023 10:18 | Sin comentarios
Recientemente, la plataforma MUBI presentó tres películas de Apichatpong Weerasethakul bajo el título "Dormir para soñar". Algunas ideas sobre qué significa el ensueño en la puesta en escena de las películas incluidas en el ciclo.

No es una leyenda, ni siquiera un rumor convertido en secreto de algunos sobre la suerte de un cineasta. En Tony Rayns, the-Not-So-Distant-Observer de Seo Won-tae, el crítico británico y especialista en cine asiático recuerda en una ocasión que un día cualquiera dando una conferencia en el Festival Internacional de Rotterdam, al inicio de este siglo, un joven cineasta le acercó un VHS en el que se podía ver su primera película. Se trataba de Misterioso objeto al mediodía (2000), de Apichatpong Weerasethakul, el cineasta tailandés que en el 2010 ganó la Palma de Oro en Cannes con su enigmática El hombre que podía recordar vidas pasadas. Quienes creen en el destino interpretarán que aquel día estaba signado; quienes no, dirán que todo es contingente y que la suerte quiso que Rayns prestara atención a esa fascinante ópera prima y al vindicarla descubriera a un cineasta esencial del cine contemporáneo.

En el ciclo “Dormir para soñar”, concebido por los programadores de la plataforma MUBI, se puede ver tres películas del cineasta: El hombre que podía recordar vidas pasadas (2010) y Memoria (2021), dos largometrajes premiados y bastantes conocidos, y Ashes (2012), un cortometraje poco visto y muy representativo de la poética de Weerasethakul. (También se puede ver Misterioso objeto al mediodía, pero no dispone de subtítulos en castellano). 

Mitos y creencias

La primera reacción frente al universo simbólico que se despliega en las películas de Weerasethakul acaso repita la imprudencia de los europeos al atribuirle a la literatura latinoamericana desobediente ante la representación fiel de la realidad una índole mágica. Si en las películas de Weerasethakul los fantasmas se pasean con el semblante de un mono, un bagre copula con una princesa y una nave espacial puede despegar hacia el espacio desde la selva colombiana, no conviene razonar tales recursos de la imaginación bajo un epíteto equivalente al realismo mágico. Que un monje budista, en la última escena de El hombre que podía recordar vidas pasadas, se duplique y una versión de él permanezca sentada frente a un televisor junto con su tía y la otra se vaya con la misma persona a cenar a un restaurante no se puede interpretar acudiendo a las enseñanzas del budismo theravāda. Las creencias del llamado budismo temprano pueden suministrar algunas sugerencias hermenéuticas, pero ese giro en el desenlace de la película mencionada no se esclarece a través de la exégesis de la doctrina budista.

El hombre que podía recordar vidas pasadas 

En el cine de Weerasethakul, existe un tejido de creencias cuyo sustrato está constituido por referencias diversas y en ocasiones inconmensurables: el difuso animismo proviene de la religión folclórica de la región (satsana-phi), algunas concepciones filosóficas y metafísicas del ya alegado budismo, no falta incluso un interés general sobre el conocimiento científico. El cineasta tailandés estudió Bellas Artes en Chicago, por lo cual conoce otras tradiciones y puede combinar perspectivas distantes en un todo narrativo que fluye sin jamás traicionar una cierta sensibilidad que sí tiene que ver con sus orígenes.

En ese sentido, una película como Memoria resulta clave. Haber filmado en Bogotá y en algunas locaciones de la selva colombiana permitió entrever cómo el propio mundo del director absorbía signos ajenos (las creencias precolombinas de la región y la violencia política colombiana) estableciendo una zona común de experiencia y un modelo de traducción sensible. En este último film, el personaje de Tilda Swinton intenta desentrañar un sonido inclasificable que la despertó de su sueño una noche y que desde entonces escucha en cualquier momento del día y en lugares insólitos. Mientras visita a su hermana que vive en la capital de Colombia con su familia, Swinton se deja lleva por esta inquietud sonora hasta encontrarse con un misterioso hombre que vive en soledad en el corazón de la selva y parece ostentar saberes esotéricos que remiten a una tradición vernácula. Lo que pasa en esa película en los últimos 30 minutos es lo más parecido a un trance cósmico.

La materia onírica

Ashes glosa muy bien los procedimientos formales del cineasta y la relación ostensible entre la gramática de los sueños y su cine. El ralentí de las imágenes, la sucesión de acciones aparentemente inconexas, una banda sonora que evoca auditivamente el ambiente de una selva, más allá de que las imágenes pueden ser las de gente paseando perros, personas disfrutando de un picnic en el bosque, una proyección en un paisaje natural, una protesta política en la calle o los festejos con fuegos artificiales en la vía pública. La yuxtaposición de sonidos de espacios equidistantes o no es una regla de composición que incluso las propias imágenes pueden imitar en algún segmento. Un sueño es una madeja de impulsos y recuerdos sin restricciones lógicas ni continuidad.

En Ashes, alguien dice que descubrió en un sueño que en verdad es un dibujante y no un cineasta. También se afirma que todo lo que se ve es un sueño dentro de un sueño. La veta de artista audiovisual que coexiste con la estética del cineasta se constata mejor en esta película breve aunque intensa y pletórica de ideas. La división de la pantalla es tan heterodoxa como también lo es el empleo del ralentí permanente.

Ashes

En un plano fugaz se lo ve a Weerasethakul. En otro, más perceptible y apenas más extenso, la figura inconfundible de Swinton se reconoce de inmediato. Fue diez años antes de Memoria. ¿Qué puede advertirse acá de lo que fue después la excursión del cineasta en Colombia? Como en aquel film notable, el mayor placer radica en oír la película hasta casi verla con los ojos cerrados.

En una película que comienza con un búfalo que se escapa de su dueño y quizás sea más que un animal, y en la que el fantasma de una mujer y su hijo muerto devenido en simio con ojos brillantes se suman con total naturalidad a la sobremesa que comparte el marido y padre, todavía entre los vivos, aunque moribundo, con otras dos personas, el deseo de interpretar será inevitable. No son escasas las intrigas que la película propone. El moribundo se siente culpable de haber matado comunistas en nombre de la nación. También le preocupa su paradero después de dejar el mundo y asimismo cree haber sido otra entidad viviente en un pasado remoto, pero no lo recuerda bien. En algún momento, un espectro le advierte que “el cielo está sobrevalorado”. En síntesis, El hombre que podía recordar vidas pasadas no es otra cosa que una meditación crítica y piadosa sobre la finitud.

Como en Ashes, una prueba de cómo puede filmarse la trama onírica y asimilar el montaje a la lógica no lineal de la asociación heteróclita que prevalece en los sueños, lo distintivo en El hombre que podía recordar vidas pasadas recae en la concepción sonora y no tanto en la escenificación de acciones y situaciones en disonancia con las convenciones de lo real. Las capas sonoras de toda la película y los tres o cuatro momentos en los que apenas se escucha una banda sonora musical diluida en tonos graves y sostenidos inducen de por sí, más allá de la propia evolución narrativa en dirección a un mundo moderadamente irrespetuoso del funcionamiento de la vida cotidiana, una percepción englobante y ubicua que invoca el estado de ensoñación. Además, la propia sonoridad de la lengua tailandesa y la propensión de los personajes a hablar como si estuvieran susurrando sintonizan con una música natural del habla que puede confundirse con las voces lejanas que se oyen tenuemente y se van apagando antes de entrar en el estado de sueño. Soñar durante una película de Weerasethakul no es una interdicción ni un motivo de vergüenza. Es casi un efecto esperado, una comunión con la sustancia de la película.

Roger Koza / Copyleft 2023