
CANNES 2025: UN JOVEN DE 100 AÑOS Y OTRAS CUESTIONES
Como los animales y los ecosistemas, las instituciones envejecen, pero, a diferencia de todo ser vivo, una institución no está sujeta a la decrepitud de un cuerpo ni a merced de los equilibrios dinámicos de una región cualquiera de la biosfera. El fin de una institución pertenece a la contingencia de los deseos, la convicción de sus miembros (de quienes depende la transmisión simbólica de su supervivencia) y los contextos que ciñen la Historia. Por ahora, van 78 años del Festival de Cine de Cannes.
Una historia del festival demostrará los cambios a lo largo del tiempo. Siete décadas atrás no es lo mismo que Cannes en 1969 o a principio de este siglo y en el año en curso. Hubo guerras, intentos de revoluciones, frivolidad, negocios. También una mutación ontológica de la imagen que cambió todo para siempre. La sobreabundancia de imágenes que ni siquiera ya es propiedad de la tradición del cine involucra un hecho indetenible: la propia naturaleza de la imagen es otra. La irrenunciable noción de plano no cuenta con el mismo cimiento; la palabra ‘plano’ tiene otro eco en la discusión y las disputas. ¿Y si fuera un término en vías de extinción? ¿Qué quiere decir esa palabra en la eventual discusión del jurado cuando elija la película más destacada de la llamada competencia inmersiva de Cannes?
Durante el siglo XXI, Cannes tiene adosado un nombre en su piel: Thierry Frémaux. Nunca ha sido un funcionario, tampoco un hombre de equipos. No está solo, pero piensa como un soberano. Verlo en ejercicio es fascinante. Es una auténtica criatura de una institución todopoderosa: conoce los meandros que emplazan al cine contemporáneo y no le es ajena la historia del cine; ha tratado con todos y en todas partes. Son décadas en el puesto. Si quiere, puede sugerir al cineasta un corte distinto de su película, y, aunque obedezca, la sección no será negociada. Decide sin vacilar. Hoy competencia, mañana fuera de competencia u otras secciones que le permiten acopiar todos los títulos que reconoce como inevitables para representar el cine de su tiempo.
Como artífice del festival regula astutamente la relación entre vanguardia y mercado; puede inventar autores y vindicar a otros que sí lo son, pero necesitan de Cannes como quien detenta un título de Oxford o la Sorbona. Sabe confrontar con plataformas, negociar con agentes de venta y pavimentar caminos inexistentes para el recorrido de las películas. Como buen político que es sabe que el cine y el mundo no corren por carriles paralelos. Lee la geopolítica a expensas de una agenda precisa, pero, si tiene que decir algo sobre Argentina y su encaminamiento al apocalipsis cinematográfico, no deja de decirlo. Se puede decir todo esto sobre él, pero nunca se sabe bien qué piensa. ¿Realmente cree en todas las películas que elige? ¿Qué cine es el que quiere hacer florecer? ¿Qué negocia y cede? Solamente un curso avanzado de telepatía y hermenéutica podría develar las creencias cinematográficas del señor Frémaux.
A lo largo de los años, de todos modos, se pueden detectar ciertas tendencias en su programación. El montaje del señor Frémaux puede parecer un gran caleidoscópico, pero no lo es en un sentido pleno. Esbozo sí, realización rotunda no. En casi dos décadas, garantiza la diversidad temática y la multiplicad de las nacionalidades; el pluralismo halla su límite en lo que refiere a las poéticas que están legitimadas de facto. El sensacionalismo estético y los grandes tópicos no tienen territorio; el modernismo tardío de los autores europeos y asiáticos nunca faltan, como tampoco las poéticas latinoamericanas ceñidas a la crueldad. Para los franceses, África es un deber. Si las tradiciones africanas prodigan una película admisible, no se duda un segundo. Hay películas que se resisten a su sistema; en esto es implacable. Decir ostracismo es demasiado, aunque Zama y No esperes demasiado del fin del mundo han sido dejadas de lado. Las dos excluidas dicen mucho más que Parásito y Anora, las dos películas que ganaron primero la Palma de Oro y luego el Oscar.
En verdad, ni leer detenidamente el libro Selección oficial, ni prestar atención a las entrevistas de Frémaux, alcanza para saber cuál es el canon del hombre que influye como pocos en el cine contemporáneo. Es difícil saber exactamente en dónde palpita su corazón, excepto, cada tanto, cuando presenta los clásicos de Cannes, en especial aquellas películas que se exhiben antes de la película de apertura. ¿Una compensación?, ¿un contrapunto por el honor? La decisión es reciente. Empezó con La mamá y la puta en el 2022, luego con Amour Fou, después Napoleón y hoy la elegida fue La quimera de oro. Sucede que cien años atrás, Chaplin estrenaba lo que él denominó «una comedia dramática».
El hombre que preside Cannes no pudo disimular su entusiasmo. Presentó con el oficio que lo caracteriza a los nietos del genio inglés y a otros comprometidos en esta nueva versión digital que quiere ser fiel a la primera versión que el cómico consideró la versión más íntegra y original. El máximo responsable de la Cineteca di Bologna fue el último en hablar. Nada más hacía falta, pero a Frémaux se le ocurrió hacer una pregunta. «¿Quiénes de la sala han visto la película?». Las manos en alto resultaron un enigma. ¿Más del cuarenta por ciento? Quizás eran más, pero sintieron la inhibición propia del caso. El número fue considerable.
¿Qué decir de La quimera de oro?: ¿primera obra madura?, ¿Chaplin cineasta? Tales descripciones son menos que nada. Para empezar, se puede decir que la historia puede pasar por rudimentaria y menor: un vagabundo, como quien lo interpreta, se hace rico (haciendo de pobre). Con otro buscador de fortunas darán finalmente con una «montaña de oro». Ellos no son los únicos; cientos de peregrinos viajan a Alaska en búsqueda del metal precioso. Las panorámicas del inicio son contundentes. Pero todo esto que sucede en la segunda década del siglo es lo de menos. Lo interesante y notable es el conjunto de desvíos que el relato propone y que dilata el objetivo hasta el último momento. La aparición de personajes secundarios es una constante. El drama y el humor amplían sus horizontes. Los gags se precipitan y nunca se erigen de un mismo modo.
En La quimera de oro, Chaplin ya es consciente de todo y dispone de un saber y un método. Todavía hay un predominio de planos medios frontales para sostener las secuencias; es una gramática de transición entre los primeros años del cine y un nuevo tiempo de evolución de sus formas. Se puede constatar muy bien el empleo cuidadoso del primer plano y el paneo como movimiento de cámara exclusivo. La velocidad en el interior de la escena, el fuera de campo inicial o posterior o la sucesión de planos de distinta escala constituyen la fuerza retórica orientada a la risa. Chaplin es un metrónomo cuando mide el ocultamiento de algo o alguien y su relación con la expectativa y su precedente anuncio de que algo o alguien incide por fuera del cuadro. Un buen ejemplo: toda la secuencia que involucra a una soga, durante el primer baile de Charlot con Georgia, es una maravilla. La coreografía abarca unas decenas de extras, algunos personajes secundarios y dos animales. El movimiento del conjunto se suscita sin que se note y, como suele pasar en Chaplin, un objeto se desliga inesperadamente de su función. Los cordones que devienen fideos y los panes que viran en zapatos de bailarín son ejemplos evidentes. Pero en la escena señalada, se puede observar detenidamente cómo todo lo que existe es conducido por una fuerza de desacoples que se extiende en dirección a cada pieza del mundo. (En ninguna película se alcanza a ver con mayor nitidez que en Un rey en Nueva York, cuando el soberano se siente atraído por el orificio de la manguera de incendios que descubre azarosamente en el ascensor y no puede evitar meter su dedo. Son inimaginables las consecuencias de ese acto casi inconsciente. El final de ese despropósito debe ser una de las escenas más insolentes y políticas de la carrera de Chaplin).
¿Qué más se puede decir? Desmentir la presunta sensiblería del genio. En todas sus grandes comedias, Chaplin insiste en plasmar un fenómeno de conciencia que solamente puede darse una vez. El sentimiento en juego no se puede filmar sin una preparación. Es en La quimera de oro que el maestro lo intenta por primera vez y sin ambages. Evidencia y obstáculo: al vagabundo no se lo puede mirar a la cara por lo que es, ya que su semblante es una máscara y una salvaguarda de distancia para quienes lo interpretan como un desperfecto del sistema. Para poder desactivar ese espejismo sociológico hay que desbaratar el prejuicio desde la mirada. El plano de la desolación llega en el momento exacto: el vagabundo mira por la ventana y desde la calle sigue los festejos del año nuevo. Es invisible, es pura evanescencia.
¿Cómo hacer para que una mujer hermosa pueda reconocer al pordiosero? Chaplin repite esa inquietud probando con variaciones de película a película; en las últimas añadirá otra asimetría, la de la edad. El pordiosero será entonces reemplazado por el viejo. Ahora la mujer amada no puede reconocer al que tiene menos tiempo y su conciencia es delimitada por él. La pregunta es en verdad una sola: ¿cómo se filmaría el reconocimiento?
Se ha escrito muchísimo sobre el desenlace de Luces de la ciudad. Ese último minuto encierra la trasposición milimétrica del nacimiento de una experiencia compartida: dos pueden verse sin más y reconocerse. Eso no se dice, se ve. El primer plano y la nitidez de la luz acuden cuando tiene lugar ese acontecimiento infrecuente. El reconocimiento consiste en percibir en la mirada impropia lo singular y aún desconocido de lo que es propio, pero solamente llega porque hay alguien que mira y no adjudica ningún atributo y a la vez se deja ver. Reconocerse es abismarse sabiendo que hay alguien que mira y cuida. El cruce de miradas es por condición y única vez simétrico.
La luz del mundo toca los ojos; la luz del cine puede evocar el acontecimiento y prodigar una escena a ese misterio natural. En La quimera de oro, el hombre en sí se impone al semblante del pordiosero un poco antes de que el policía descubra que el ciruja no es lo que parece, sino un multimillonario posando de menesteroso. Ante los ojos de Georgia, él ya no es lo uno ni lo otro: es. Chaplin ha filmado estas cosas. Por eso se vuelve irremontable ponerse a hablar sobre la comedia musical que abrió el festival. La inconmensurabilidad es absoluta.
En 78 años, ninguna película inaugural había llevado la firma de una mujer. Será la única virtud que podrá aducirse en los años venideros sobre Partir un Jour, si es que alguien se toma el trabajo de repasar las películas de apertura del Festival de Cine de Cannes y exhumar los 94 minutos de la ópera prima de Amélie Bonnin. La benevolente insignificancia del musical elegido no ofenderá a nadie, tampoco inspirará encomios. Puede sumar unos millones de euros al circuito galo después de su paso en Cannes, porque ostenta un encanto intermitente revestido por la cultura popular que se quiere honrar. Las buenas intenciones son insuficientes. No llevará mucho tiempo para que se la incluya en el menú de los aviones de Air France durante el otoño europeo y un año más tarde ya nadie recordará siquiera una escena. ¿Alguna canción, alguna receta?
Los diez números musicales que hilvana el relato acompañan la vacilación de la protagonista sobre qué hacer con su embarazo y con su destino. No falta mucho para que Cécile abra su restaurante gourmet. Su paso por un concurso televisivo de cocina le prodigó la oportunidad de dejar el pueblo en el que aprendió a cocinar junto a sus padres en el restaurante en el que esos todavía trabajan, tras cuarenta años. Debido a que su papá ha salido de un infarto, la talentosa cocinera regresa por unos días. La vuelta al nido tiene sorpresas. Los amores interrumpidos no mueren. Todo lo que sucede en Partir un Jour se ciñe al conflicto de intereses entre la maternidad, la vocación y el amor.
En Francia, existe una hermosa tradición del musical. El solo apellido Demy luce como una estrella todavía fulgurante y varios cineastas franceses giran a su alrededor cuando se trata de filmar la alegría que nace del movimiento del cuerpo y el deseo de cantar. Renoir, Resnais, Godard, Carax han sentido el llamado alguna vez. En este primer intento de Bonnin, el paso de la partitura al plano fue desafortunado. Excepto por un pasaje feliz en el que madre e hija entonan “Parole, Parole”, el resto de los pasajes musicales no inviste la irrealidad del musical con la secreta vitalidad que justifica cada ocasión en la que un personaje empieza a cantar como si fuera un repertorio entre otros de su conducta habitual. Los musicales que no saben filmar esa transición se fatigan y se descarrilan.
Quizás Partir un Jour sea preferible a Emilia Pérez; la de Bonnin no pretende nada, excepto existir, y al hacerlo no se permite incurrir en los grandes temas, como pasaba con la de Jacques Audiard, incapaz incluso de filmar el territorio de su trama. Bonnin prescinde de sociología barata, pero en su modestia de enfoque la levedad desangela la película en todos sus frentes: más que una película orgánica es un bosquejo labrado con algunas ideas, personajes que todavía están en condición de estereotipos y canciones sin una revisión exigente.
Volver al principio: Antes de Partir un Jour se proyectó en la Sala Debussy una película que tiene cien años. En efecto, La quimera del oro de Chaplin es la impugnación involuntaria del propio festival a sí mismo. ¿Por qué se debe insistir con películas mediocres e inofensivas? Por otra parte, a Chaplin le bastaron dos panes y dos tenedores para concebir un número musical indeleble. Un siglo después, ese pasaje musical sobrevive a miles de coreografías y a tantos otros trucos.
Roger Koza / Copyleft 2025
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