
CANNES 2025: EL EMPLEO DEL TIEMPO
Hizo dos películas notables: Recursos humanos y El empleo del tiempo. Todo lo que filmó después no desentonó, pero tampoco deslumbró, más allá del reconocimiento y los premios, circunstancias externas que no explican su trayectoria como cineasta. Podría haber filmado más, pero se enfermó y dejó de existir. Laurent Cantet murió el 25 de abril de 2024. Fue un hecho triste. Un año después estrena en Cannes una película póstuma. Los títulos dicen: «Una película de Laurent Cantet realizada por Robin Campillo». Matiza la tristeza, pero, ¿cómo hablar de la película de un muerto?
A Cantet le interesaban los jóvenes y los vínculos familiares; era consciente de que la pertenencia de clase era determinante en la formación del carácter, y le interesaba el cambio de posición subjetiva que implicaba desempeñarse en un medio social ajeno al propio. En la intersección y en la fricción había algo sustancial para filmar. Cuando alguien asciende socialmente y tiene que interactuar con el universo que dejó atrás, ciertas situaciones ponen a prueba la conciencia. Era el corazón de la trama de Recursos humanos: el protagonista tenía que decidir el despido de su padre en la fábrica que había trabajado a lo largo de toda su vida. A diferencia de él, había estudiado para no ser el reemplazo natural de su padre. Todo esto está presente en Enzo, pero bajo otras condiciones. En esto se ve la marca del cineasta.
La trama comienza como un anómalo drama de inadaptación. ¿A qué mundo pertenecer? Un joven de 16 años no quiere seguir el camino universitario de su hermano, ni convertirse en una criatura burguesa como sus padres, dos profesionales que obtienen por sus respectivos trabajos unos 6000 euros por mes. La casa en la que vive con su familia objetiva la abundancia de esos sueldos y contrasta radicalmente con la experiencia de los nuevos compañeros de trabajo de Enzo. En vez de estudiar, el joven trabaja en una obra de construcción, algo que ha elegido a pesar de no tener aptitudes para el oficio de albañil. Que el joven prefiera levantar paredes y pintarlas y no profesionalizarse en las artes plásticas es parte del misterio de Enzo. Le gusta dibujar, tiene facilidad para trasladar lo que ve en el papel, pero lastimarse las manos mientras trabaja en la obra es probablemente una inscripción de lo real que se siente en su propio cuerpo y un motivo paradójico de placer.
No se elige nacer, tampoco la familia ni el idioma ni la clase social. El tiempo de Enzo es aquel en el que se tiene que elegir una vida. Las condiciones para hacerlo son las ideales. Los padres lo apoyan en lo que quiera y cuentan con los recursos, pero el joven prescinde de la ayuda y no sabe muy bien qué seguir. La insatisfacción del adolescente no se descifra en signos. La película presenta un enigma y lo cuida hasta un poco antes del final. No hay explicaciones psicológicas. La fantasía consiste en desertar de esa vida no elegida y onerosa. No hay destino, solo negación.
Los mejores momentos de Enzo son aquellos en los que la soledad del personaje se filtra en las acciones cotidianas y contradicen la buena predisposición del padre y el cuidado de su madre. Ningún lugar lo cobija y en ningún grupo se siente del todo cómodo. En un pasaje inicial, Enzo acepta ir a bailar en compañía de dos obreros de la construcción con los que trabaja. Tras no ser admitido en la disco debido a su edad, en vez de volver a su casa, va a mirar las estrellas al lado del mar. La panorámica con la que se inicia esa secuencia anuncia algo importante: el plano y su escala se hacen sentir de inmediato; la luz de la moto y la oscuridad del cosmos adquieren protagonismo. El mundo se presenta como pura penumbra y el cielo, como un espacio infinito sin razón. Bastan dos planos y dos contraplanos posteriores, de las estrellas y de Enzo mirando al cielo, para que la experiencia de Enzo, que no se verbaliza jamás, adquiera una manifestación precisa. El desamparo es cósmico.
En otra escena hermosa por su naturalidad y camaradería, también en los primeros minutos, los obreros realizan una pequeña pausa para comer y tomar algo. Es una escena amable, porque se le prodiga a cada hombre un momento breve y cuidadoso. Vlad, uno de los dos que trabajan en la obra de origen ucraniano, muestra la foto de una chica. El teléfono pasa de mano en mano y todos tienen un comentario para hacer. El turno de Enzo es clave porque introduce la sexualidad como otra variable de la trama. Es el segundo intercambio entre Enzo y Vlad, previo a una discusión de trabajo, que avanza conforme al relato y lo impregna lentamente de un erotismo contenido. Lo que sucede entre Enzo y Vlad es previsible debido a algunas marcaciones iniciales, pero la trama incluye ciertas situaciones con algo de suspicacia y, al hacerlo, todo se vuelve un poco ambivalente: el ucraniano sigue saliendo con mujeres; Enzo también intenta algo con una chica, aunque el enamoramiento está anunciado y resulta inevitable.
La guerra entre Ucrania y Rusia introduce una pretérita fascinación de los franceses por el cuerpo de los soldados. El erotismo en las colonias es un destino estético. Bella tarea es la quintaesencia en la materia. En la noche, Enzo dibuja algunas siluetas de soldados ucranianos que captura de videos grabados en el frente de batalla. Alguien se refiere a la Legión Extranjera. Estos son signos que revolotean y cargan el drama adolescente de otra valencia. En efecto, la cultura burguesa de la que Enzo pretende huir tiene ramificaciones menos perceptibles. La relación entre él y el ucraniano es un poco más que un encuentro azaroso en una obra.
¿Cómo se llega a ser quién se es? ¿O cómo se puede evitar ser lo que se espera ser? La metamorfosis como concepto puede servir para imaginar cómo un animal deviene en otro, pero cuando se trata de despojarse de la inscripción de una clase y sus privilegios la noción es estéril, como también lo es la renuncia. El llamado telefónico con el que cierra la película refleja el límite del imaginario burgués. Vlad llama desde el campo de batalla, Enzo responde desde un destino turístico. Los dos tienen ruinas a su alrededor. A los proletarios del este los filmará algún otro cineasta. Acá se les ha asignado un lugar en la fantasía de los dueños de casa.
Enzo abrió la Quincena de Cineastas. Las películas de apertura resultan un problema en todas partes.
Otro problema: la metafísica. En Cannes funciona bien, sobre todo si a las grandes lucubraciones del espíritu se las resuelve con la seducción que puede ejercerse a través de un catálogo probado de proezas formales. Exigir algo más es para inconformistas.
El viento arrasa con todo. Al caminar en dirección opuesta a él, al contraponerse a las ráfagas impiadosas del viento, las chicas consiguen despegarse del suelo y flotan por unos segundos en el aire. La suspensión es la imagen final de Sound of Falling. A nadie incomoda esa transgresión trascendental, quizás porque después de unas dos horas y otros minutos se ha insistido tanto en la confección laboriosa de una estética trascendental que vencer la gravedad es lógico. Además, todas las contorsiones formales tenían un propósito de conjura. Sobre un mundo malvado había que hallar el esplendor residual que anida en él. Hay maldad, hay perversiones, sí, pero para neutralizar los desvíos del espíritu existe la metafísica. Y acá se dice con vehemencia que en el cine es posible.
El escenario privilegiado es una casa al norte de Alemania. La época es deliberadamente indefinida. La iluminación a velas y el mobiliario sugieren los inicios del siglo pasado. La indumentaria de las niñas y los adultos reponen una cultura adusta. Pero de un momento a otro, se suman otros personajes en el mismo escenario: el tiempo es otro, y ya no están tan lejos del presente. En algunos pasajes puede pasar que el tiempo del calendario coincida con los años 20, los 40, los 60 o este siglo. Un primer plano de los audífonos de un personaje es inconfundible. Son mercancías del presente.
La discontinuidad en el tiempo es programática, como lo es la homogeneidad espacial. La misma casa, el mismo río, el mismo campo, la misma luz, pero no la misma cámara. La textura de la imagen cambia de vez en cuando. No responde al tiempo, sino al punto de vista de los personajes que vuelve sobre algo con otra posición de percepción. La amalgama responde a un criterio sensorial, no narrativo. Lo que sucede en los distintos tiempos resuena, pero no se concatena. Sound of Falling desconoce la línea recta. En efecto, la técnica conjuntiva con la que se unen los planos a un todo prescinde de la cronología; la estructura no responde a una evolución narrativa; el acopio de sensaciones y percepciones en torno a ciertas temáticas se vierten sobre las diferencias de época, pero, al repetirse, define la prosa evanescente que tiende a una dimensión sensorial emparentada a la poesía. O así se pretende. La sofisticación formal dista de resolverse y encontrar un correlato conceptual específico.
El relato se ajusta a delinear un conjunto de dilemas que están en relación con acciones y prácticas. Por ejemplo, toda la familia del inicio que vive en tiempos de penumbras tiene una misteriosa obsesión con la muerte. A medida que mueren los seres queridos o conocidos, se los fotografía. Se trata de una tradición que conlleva saberes específicos, como puede apreciarse en la meticulosa costura de los párpados de los muertos para que los ojos permanezcan abiertos en la puesta de escena que se concibe frente a cámara. Las fotografías siempre claman por los muertos.
El sexo es otra inquietud permanente, pero suele estar disociado del placer; es más bien sufrido, una fuente de trastornos. En la película de Mascha Schilinski hay abusos y transgresiones, no del todo explícitos, porque cierto pudor puritano regula los motivos eróticos. En un relato en el que abundan los primeros planos de muñones, la materialización de la sensualidad no es una interdicción, pero sí una excepción a la regla. La alegría también es incompatible con los placeres corporales. Un par de escenas acuáticas en las que dos jóvenes juegan en el río vulnera la lógica de lo sórdido que es el contrapunto necesario de la evasión metafísica.
Mascha Schilinski prefiere el presunto desorden de los sueños para organizar los signos que pueblan su película. Es un régimen de evocación que bien podría ser la recuperación de un sueño con sus elipsis y discontinuidades, con sus secciones de pesadilla para enfatizar las desgracias de la vida personal y repasar las tragedias colectivas. Por este sueño total dejan sus huellas los heridos de la Primera Guerra, los nazis de la Segunda, las diferencias de clase de la modernidad europea y la esperanza de Alemania reunificada. La Historia es el reverso presupuesto que tiñe los fragmentos hilvanados que saltan de un tiempo a otro como sucede en un sueño o en la asociación libre de un diván. El escenario en el que coexisten los tiempos de la memoria es el mismo.
No se puede omitir la valentía formal de la joven cineasta. Las subjetivas son ingeniosas, las elipsis, riesgosas, y los cambios de textura jamás están forzados. La materia visual puede ser excesiva y desconocer el resguardo pudoroso frente a la realidad. No faltan matices sonoros, incluso cuando participa de la lógica de lo ubicuo: todo, absolutamente todo tiene un sonido, pero, en esta materia, la voz es el instrumento sonoro privilegiado. En Sound of Falling hablan las niñas y hablan la mujer. La voz en off no tiene un correlato directo con los personajes que están en el plano. La disyunción entre lo visto y lo oído reafirma la retórica y asegura el misterio. Sucede que las voces flotantes sin una identificación inmediata pueden enunciar el sentido de una situación e incluso explicarla, y hasta definir una visión del mundo. Las voces atraviesan el tiempo; enuncian en el nombre de todas las mujeres y pueden ser didácticas ante ciertas circunstancias. Todo lo concerniente a los «accidentes de trabajo» se esclarece gracias a cosas que se dicen (función didáctica del recurso). Hay otras funciones, como cuando se dice que en verdad el mundo real está dado vuelta y en un segmento posterior la cámara se invierte y el encuadre devuelve un mundo dado vuelta (función especulativa del recurso).
Acá el señor Frémaux apuesta con todo por su nueva joven directora. Cumple con algunos de sus requisitos más preciados. El formalismo excesivo de la cineasta tiene impacto, la crueldad no le es ajena, y no teme a los grandes temas. Hay una cineasta, sí. Habrá que esperar un poco más para saber de qué indole, aunque pronto se dirá que en Alemania hay una heredera del último Terrence Malick. Tal veredicto no es necesariamente un elogio.
Roger Koza / Copyleft 2025
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