CANNES 2025: EL DESIERTO AVANZA

CANNES 2025: EL DESIERTO AVANZA

por - Festivales
16 May, 2025 06:54 | Sin comentarios
La primera película controversial viene de España. El cineasta se llama Oliver Laxe. La película Sirât.

Entre ayer y hoy se organizó de inmediato una convocatoria de último momento. Buscaban zahoríes con vocación cinéfila. Aparentemente, ya hay algunas películas que precisan de brujos. No se entienden, o se sobreentienden. Los hermeneutas están dispuestos a reconocer símbolos a doquier. El problema es otro y el mismo de siempre: el materialismo del cine. Antes del signo, el plano. Como sea, en Cannes se ha desatado una contienda de letras. Es que tras el ejercicio de hermenéutica que se llevó a cabo con Sound of Falling, apenas 24 horas después se vuelven a verter interpretaciones de todo tipo sobre Sirat, la nueva película de Oliver Laxe. ¿Qué dicen en España? 

Los títulos allí son elocuentes y festivos. El cineasta gallego todavía no ganó el mundial, pero se celebra como si nada fuera ya lo mismo. Una traducción hiperbólica podría ser la siguiente: no pasó un cineasta por el festival, sino un terrorista. En vez de planos, suelta granadas. El talibán estético horada desde adentro la guardia conservadora del palacio de Frémaux. El nacionalismo cinéfilo no ahorra ditirambos, aunque hay disidentes, y por conveniencia o cariño hablan en voz baja. Los franceses no saben muy bien qué pensar. Son venales: odian o aman. Los estadounidenses, perplejos o despistados, piensan lo que pueden. No mucho; excepto que “evaluar” sea un sinónimo de “pensar”. Pero ¿qué se debe decir de Sirat? El look Mad Max de los independientes no es inadecuado, aunque es un apocalipsis menos suntuoso. La evidencia es la siguiente: un cineasta que se parece un poco al Cristo elige el desierto como escenario excluyente. No es precisamente un lugar exento de historia y de símbolos. En el desierto, la piel se seca y el alma se pone a prueba. En el desierto, poco o nada florece, y por esa misma razón los acróbatas de la fe han pasado por ahí. No puede ser una película feliz. Definitivamente, no lo es.

Laxe y sus intérpretes

Lo más importante de todo, antes de participar del certamen de los intérpretes. Sergi López es uno de los grandes de nuestro tiempo. Es un actor todo terreno, no le teme a nada, y menos que menos a la generosidad. Es capaz de transpirar como si la atmósfera fuera un sauna eterno; puede permanecer roñoso de principio a fin para estar a tono con la decadencia circundante; puede desparramar su panza en el suelo del desierto al servicio de un personaje que espera el fin de todo o que algo o alguien desmienta lo que acaba de pasarle. López tiene eso que solía transmitir hasta hace unos años Depardieu, antes de ser un remedo de sí: la verdad está de su lado. Haga lo que haga, él es frente a cámara. La relación que establece con el niño que hace de su hijo en la película de Laxe ya son virtudes afectivas que casi no se ven en el cine de hoy.  La discreta ternura que puede constatarse en dos escenas ligeras están en vías de extinción. Sin él, Sirat perdería consistencia y credibilidad. López es humano, demasiado humano.

La principal provocación de Laxe radica en prescindir de la psicología. Se sabe que el personaje de López busca a su hija, que se perdió unos cinco meses atrás en el contexto de una rave. Es todo. Lo mismo sucede con los tres hombres y las dos mujeres que conoce en el contexto de una rave en el desierto y que se disponen a ayudarlo a dar con el paradero de su hija. Los cinco viajarán por el desierto para visitar otra rave. Del quinteto del desierto tampoco se sabe nada. Sobreviven con poco, no tienen pertenencias, no hablan de parientes y han elegido estar al margen del mundo y sus reglas. Son desertores del sistema. Ni se oponen ni se entregan a él; más bien toman la mayor distancia posible, como si el nihilismo reinara en la Tierra. La vieja fórmula del desasosiego espiritual decía así: el desierto avanza. En esto se cifra la abstracción deliberada de la película de Laxe. No es de otro mundo, es bien de este mundo, un mundo exangüe y abatido.

Para el cineasta, la geografía de Sirat no es una locación desconocida. Ha filmado en esa región con anterioridad y conoce las variables para la puesta en escena. La relación del sol con las montañas y el desierto, las horas del día y los cambios de luz se aprovechan en la composición de cada cuadro. También es fuente de placeres. El segmento nocturno donde los camiones alumbran la interminable oscuridad del desierto ayuda a tallar los planos como si la fotografía dejara el lugar a la pintura. Algo tan simple como la puesta de sol puede ser un motivo original para emplear sobreimpresiones de gran elegancia. El ojo del cineasta está entrenado y por eso no se le pasa por alto el imperceptible descanso de la luz de la luna en la ladera de las montañas durante la noche; si el encuadre propone que en el margen superior se pueda divisar el encuentro de la luna con la montaña, es porque conoce de antemano el recorrido de la luz de la luna en ese espacio específico. La geografía es la materia misma de la puesta en escena, y el cineasta conoce bien el territorio. Sabe ver, también escuchar. ¿No hay acaso un contrapunto sonoro de la rave en la inmensidad del desierto? El sonido de la geografía es distintivo. La propagación sonora es limitada. Lo que suena no se expande. Es pura intensidad de poco alcance, un volumen que resuena menos que en otros lados. Esto explica la vehemencia física de las cinco explosiones en Sirat. No reverberan ni se atenúan; el sonido es seco, como el de una guitarra eléctrica sin cámara. Sonido limpio. La inmediatez sonora caracteriza al ecosistema y define la sonoridad de toda la película.

Antes de filmar a los bailarines de la rave, Laxe obedece el consejo de un sabio llamado Ernst Lubitsch. Antes de filmar nada, se debe saber filmar montañas. Las panorámicas fijas introducen al inicio un paisaje que será intervenido musicalmente. Las cajas de sonido y las manos de los organizadores de la rave es lo primero que se ve y en plano detalle. A continuación, la piel rocosa y anaranjada de la montaña se imponen en todo lo visible. Hay un plano general magnífico en el que se combina a formación rocosa y las cajas de sonido, como si la técnica y la naturaleza estuvieran destinadas a fusionarse. Un poco después, un travelling lateral recorre de izquierda a derecha el escenario. Es el aviso de que la fiesta está por comenzar. Y es así como sucede. De a poco ingresa al cuadro el sonido. A posteriori, a través de un picado a cierta distancia el encuadre abarca lo suficiente para contemplar a los participantes del evento. Bailan sin cesar, ríen, se pierden en un otro indefinido mientras suena la pieza electrónica que invoca los tambores de la tribu que ya no existe. La composicións delinea una melodía fallida que es devorada por la repetición de un ritmo y estructuras tonales que son susceptibles de variaciones mínimas. El minimalismo tecno es paradójico. Existe por la tecnología avanzada, pero en su consecución se trata de canalizar una época anterior a la tecnología. El objetivo es ritual. Bailar y bailar, buscar un límite del cuerpo y abandonar la consciencia; el intento no es otra cosa que reestablecer una conexión con algo ancestral que no es propio de la biografía. El tiempo dispensado a la rave no es ni poco ni excesivo; es el suficiente para desentrañar una fantasía que no se llega a esclarecer por completo.

Hay muertos en Sirat, o, peor aún, hay muchos inocentes que dejan de existir sin que puedan siquiera tener conciencia de su final. No debería producir ninguna indignación, como sí debiera suceder con las fotografías o videos breves que dan constancia de los muertos cotidianos convertidos en imágenes no menos muertas. Lo que puede parecer algo canalla en el derrotero de la película es en verdad un misterioso acto de coraje en el que se respeta a los muertos. Puede parecer atroz, pero no lo es. Hay que animarse a filmar la muerte de seres inocentes. La distancia elegida en un caso, lo que dice un personaje a otro, el tiempo de cada escena ante cada desgracia constituye un cuidado que no es solamente estético. El manual leído a las apuradas dice acá que lo que se escenifica es una contravención moral. La palabra “abyección”, tan legítima en tantos casos, ya quiere ser soplada por la boca para juzgar a los responsables. Pero acá no se trata de ninguna estetización de la muerte, sino de la aproximación estética a una desgracia que lleva a uno de los personajes a sumirse en un abismo indescifrable. López vuelve a ser decisivo. Podría llamarse Job. 

En un sueño, el personaje de López tiene una visión. Viaja en tren sin saber a dónde se dirige. El sueño se vuelve realidad. Él y otros sobrevivientes de la tribu van acompañados de hombres y mujeres desconocidos. Son los auténticos habitantes de la región. ¿A dónde van? ¿Por qué están juntos? La tribu ha dejado de existir, pero el viaje no ha terminado y el desierto ha dejado de avanzar; más bien, se avanza en el desierto. No hay un destino, todavía no, pero desertar de ese viaje conjunto no puede ser ya una buena opción.

Roger Koza / Copyleft 2025