CANNES 2023 (07): EL GRAN DELIRIO

CANNES 2023 (07): EL GRAN DELIRIO

por - Festivales
24 May, 2023 05:06 | comentarios
El maestro italiano tiene 83 años y sus películas tienen más vitalidad que nunca.

Nacer judío, serlo, que no es lo mismo, es un inconveniente. Al pensar en Italia, tierra de crucifijos y santos, de iglesias y curas, los judíos, de existir, no pueden ser otra cosa que una minoría. El apellido Mortara no tiene quizás la musicalidad de los apellidos típicos asociados al judaísmo, pero el 23 de junio de 1858, el clero se llevó por la fuerza a uno de los ocho hijos de una familia judía de Bologna aludiendo que Edgardo, ya con seis años, había sido bautizado secretamente por una nodriza. La devota iletrada del Altísimo quiso socorrer el alma del niño ante un episodio de fiebre alta convirtiéndolo en católico. Bautizo inusual, pero teológicamente válido, lo suficiente para garantizar la vida eterna de la criatura y salvarla así de un destino errante por el limbo.

Que la Santa Iglesia haya instrumentado un secuestro legal de un niño resulta hoy incomprensible. Arrebatar un niño a los padres, alejarlo velozmente de la fe en la que ha sido educado, obligarlo a sustituir el hebreo por el latín en sus oraciones son acciones teñidas por la crueldad y el fanatismo. Que Pío IX haya ordenado sustraer al niño, solamente porque un bautizado es un hijo de la Iglesia, parece un exabrupto irracional y una tara del rey de los cristianos a mitad del siglo XIX. No se trataba de una profecía secreta. Edgardo era solo un niño.

¿Qué llevó a Marco Bellocchio a interesarse por este caso insólito? En principio, Rapito puede ser vista como una inversión trágica de La sonrisa de mi madre. En aquella comedia lúcida con Sergio Castellitto, las operaciones delirantes se ceñían al silencioso trabajo de la iglesia para convertir en santa a su madre por un presunto milagro en su haber. El acto de Inmiscuirse en la vida familiar para cumplir con un objetivo eclesiástico reúne a las películas.

Rapito

Hay algo más, una apreciación a la que tal vez había que dedicarle un tiempo. En el inicio de La sonrisa de mi madre un niño intentaba huir de la omnisciencia de Dios, capaz de escuchar los pensamientos íntimos de cualquier persona, a toda hora y en cualquier lugar. En un pasaje de Rapito que puede pasar inadvertido, el eclesiástico que está a cargo de Edgardo subraya el alcance del oído de Dios frente al murmullo de la conciencia. La nueva de Bellocchio es un gran retrato sobre la conversión y la adopción de un sistema de creencia y los efectos que esto tiene sobre la vida de cualquiera. Al tratarse de un niño, todo lo que está juego se hace aún más evidente.

En efecto, el secuestro del título no debería ser entendido solamente por su sentido explícito; es un secuestro simbólico,  un borramiento de una identidad por otra, en la que se inculca una cosmovisión. Pocas películas pueden hacer lo que Bellocchio lleva adelante en este drama psicoteológico. ¿Cómo se fragua el alma? Hay algo abismal en todo esto, que se constata con nitidez cuando ya en 1870 Edgardo es un cristiano consumado, un clérigo en carrera. La película transluce que el alma es finalmente un papel roto, o incluso un palimpsesto, donde se puede escribir de todo hasta que el verbo, por repetición, se hace carne. El Yo no tiene creencias; es un efecto de muchas creencias. Ser testigo de una transfiguración semejante en apenas dos horas es un milagro. Un milagro materialista. Nada puede ser más tenebroso que la escena en la que Edgardo, quien detenta una memoria prodigiosa, define el concepto de dogma como si estuviera recitando las tablas de multiplicación o una receta de cocina. 

Rapito

Pero la nueva película de Bellocchio no se limita a mostrar la usurpación de un dogma en la interioridad de un niño. La historia de Italia ha sido la obsesión de Bellocchio. Puede ser la mafia, la iglesia católica, la izquierda radical de la década de 1970. No faltará ocasión para trabajar sobre las fuerzas contradictorias que han erigido un Estado-nación como el italiano. En Rapito se despliega taimadamente una batalla discontinua de signos en el corazón de Italia, donde la fe cristiana enlaza al Estado sin cesar desacelerando o deteniendo su plena secularización. La disputa por Edgardo no es solo la de una familia y la de una comunidad religiosa. La disputa y la lucha jurídica del padre es absorbida por los enfrentamientos que están en juego en la Unificación italiana del siglo XIX.

Hay varios pasajes en los que Bellocchio escenifica las tensiones políticas de aquel tiempo. Son momentos gloriosos en los que el cineasta de 83 años demuestra un dominio absoluto del espacio cinematográfico. La coreografía que involucra curas corriendo de un lado al otro y la aparición en cuadro de los rebeldes que toman el edificio religioso es un prodigio. El movimiento de los personajes en el cuadro y el de la propia cámara que acompaña en la resolución de la escena a los intrusos introduce físicamente el conflicto político. El plano en contrapicado de otros rebeldes y la caída posterior de un monumento expresa la rabia popular con admirable precisión. Es 1859, en Bologna, una revuelta clave en la destitución de los dominios del Papa. En esa escena, la elección de cada encuadre trabaja sobre la dinámica general en lo visible, cuya fuerza mayor proviene del entendimiento que tiene Bellocchio para irrumpir musicalmente las escenas, trabajando siempre un contrapunto perfecto entre el movimiento de los personajes, melodías propensas a la disarmonía y ritmos cambiantes y violentos. Como nadie, sabe elegir obras musicales que parecen condensar grandes pasiones traducidas en sonidos y ritmos. La dimensión operística de la puesta en escena de Bellocchio radica en esa capacidad admirable para hacer de la música una entidad que se adhiere al plano como si fuera una piel. No es estrictamente una amalgama, tampoco un acompañamiento. Es una sustancia nueva y externa que no es subsumida ni al sonido ni a la imagen.

¡Qué cineasta Bellocchio! ¿Cuántas escenas perduran después de la proyección? ¿La del padre llorando? ¿La del Papa escondiendo bajo su atuendo monárquico al niño que juega a las escondidas con los otros internos? ¿La del juicio y el goce del padre Feletti, ya penitente, aislado en una celda? ¿La del Papa moribundo? Se podría enumerar la composición de tantos encuadres. Habría que corroborarlo, pero en el inicio toda una escena parece remitir al cuadro de Moritz Daniel Oppenheim sobre el secuestro de Edgardo. Pero nada puede estar por encima de la secuencia más hermosa que jamás se haya filmado sobre la figura del Cristo crucificado. Después de que suena la campana con la que empieza el Cantus in Memoriam Benjamin Britten, de Arvo Pärt, Bellocchio imagina, como si se tratara de un instante de la vida onírica del niño, a Edgardo subiendo al altar de la iglesia durante la noche para quitarles los clavos de las manos y los pies al Cristo sufriente. Es un acto de amor inocente, un acto de piedad que desatiende la asimetría del vínculo entre Dios, su Hijo y el resto de las criaturas. Sueño o travesura, por un momento el niño deja de participar del delirio instituido y solamente observa a un hombre que sufre. El que baja de la cruz ni siquiera agradece. Le debe doler todavía el haber tenido hundidos en su piel tantos clavos oxidados. En trance, exangüe, se retira de la escena y deja vacante el papel que se le ha adjudicado de cargar sobre sí con los pecados de la humanidad en su conjunto. La cara del Cristo transmite fatiga y perplejidad. El anticlericalismo de ese sueño es demasiado hermoso para omitir mencionarlo, demasiado humano para no dejar constancia de que algo así se puede ver en la última de Bellocchio, un ateo que entiende mejor que nadie los asuntos de Dios.

Roger Koza / Copyleft 2023