CANNES 2009: LA NECESIDAD, EN EL CINE, NO TIENE CARA DE HEREJE
Por Roger Alan Koza
En Cannes hay un concepto que se repite: crisis. No hay tanta gente como en otros años. El ahorro y la previsión no es precisamente la virtud que se viene practicando en esta ciudad cinéfila. Los viejos tiempos de canilla libre y obscenidades variopintas no se han acabado, pero sí parece administrarse la opulencia con mayor racionalidad. En ciertos detalles se verifica el cambio: muchos eligen hoteles más baratos; el bolso 2009 que el festival les regala a los acreditados es auténticamente berreta.
Quizás el cine también está en crisis. Se verá si entre tantas películas provenientes de todo el globo terráqueo la crisis es un tópico central, lateral o ausente. Si el cine no puede dar cuenta de ello, está en crisis.
La gran cinematografía ausente este año es la argentina. Algo inexplicable e impredecible, pues a juzgar por algunas de las películas que ya se han exhibido, filmes como La tigra, Chacho, Castro, Todos mienten bien podrían estar en alguna selección oficial paralela. Es cierto que el argentino Gaspar Noé presenta Enter the Void (Entrar en el vacío), pero su filme está hablado en inglés, y, como es de público conocimiento, hace años que Noé vive en Francia.
Pero lo curioso es que el primer revuelo del festival vuelve a tener a la Argentina como protagonista. Al día de la fecha, ni Fish Tank, de Andrea Arnold, ni Spring Fever, de Lou Ye, ya exhibidas en la competencia oficial, han logrado capturar la ansiedad de los cinéfilos y el público en general como sí ocurrió esta tarde, en la apertura de la Quincena de los Realizadores, con Tetro, la nueva película del gran Francis Ford Coppola, que transcurre en Buenos Aires.
Unas 250 personas no pudieron ingresar a la función de las 19hs. en el auditorio del Palais Stéphanie. Estoicos y fanáticos, se quedaron por 3 horas más para poder ver Tetro en la segunda función que, para sorpresa de muchos, comenzó con 40 minutos de atraso. Nadie dio explicaciones. Cannes disciplina la rebeldía.
Una espera poco fructífera
Después de Youth Without Youth (2007), que nunca se estrenó en Argentina, Tetro, escrita, producida y dirigida por el responsable de El padrino, gravita en torno a la figura de Vicent Gallo, el enigmático y carismático actor norteamericano que aquí interpreta a Angelo. Hijo de un músico famoso (Klaus Maria Brandauer), Angelo vive ahora en Buenos Aires y se hace llamar Tetro. Está casado con una española (Maribel Verdú), y se supone que es un escritor. Un pasado muy complejo lo atormenta, y la inesperada visita de su hermano menor precipita un retorno de lo reprimido: el pasado siempre está vivo.
Formalmente sólida y narrativamente caótica, Tetro parece por momentos un gran ejercicio paródico de improvisación en manos de un maestro. Los encuadres son impecables: el trabajo de Coppola sobre la profundidad de campo demuestra que su ojo sigue intacto. Buenos Aires, en blanco y negro, luce muy bien. El elenco internacional responde. Bredice, Castiglione y De la Serna parecen disfrutar sus papeles. Pero la película derrapa en la suma de sus elementos: pasajes de danzas, vodevil, conciertos de música, subtramas gratuitas. La apoteosis del absurdo llega casi al final, cuando una pieza teatral del héroe en cuestión, reescrita por su hermano, participa en un festival de teatro de la Patagonia. Allí tendrán cameos desde Subiela hasta Susana Giménez. El cholulismo nacional está a la orden del día.
Si el filósofo Alain Badiou tiene razón cuando afirma que el cine norteamericano se articula en torno a la figura del padre y el encuentro con él, Tetro es una película esencialmente norteamericana. Será por eso que Buenos Aires es una magnífica postal para extranjeros: no hay pobres, casi no hay miseria; es la Buenos Aires del Gardel globalizado y la Patagonia no rebelde. Basta compararla con el retrato de Wong Kar-wai en Felices juntos para constatar la impericia sociológica de Coppola, un americano perdido en La Boca.
Una espera que justifica Cannes 2009
Hay películas necesarias y películas innecesarias. Cuando uno tiene que ver por dos horas la última de Park-Chan wook, Thirst, una de vampiros con fondo teológico, el sadismo cool de Park resulta en algunas ocasiones virtuoso pero indudablemente es gratuito. Con el film de Coppola pasa lo mismo: si no existe, nada en la historia del cine cambiaría. Alguien podrá de decir que la trilogía de El padrino tampoco es una película necesaria, y me costaría bastante encontrar argumentos para desestimar tal apreciación, aunque probablemente, para la primera y la segunda parte, podría hacerlo. Sería distinto con Apocaylpse Now y La conversación.
Ne change rien, de Pedro Costa, justifica estar en Cannes. Este documental de 45 planos fijos (o 47, si se tiene en cuenta los créditos) sobre el costado musical de la conocida actriz Jeanne Balibar es una película absolutamente necesaria. Como se sabe es la extensión de un cortometraje de 12 minutos realizado en el 2005 que ahora dura 100 minutos, y que honra la amistad y admiración mutua que se profesan la actriz y el director.
En primer lugar, Ne change rien presenta un duelo estético: ¿cómo filmar la música en un época en el que el videoclip disciplina la mirada y la escucha? Costa elige extensos planos fijos para mostrar el trabajo de los artistas sobre la materia musical. A diferencia del videoclip en donde predomina una idea de producto y lo musical se reduce a una mímica en función del espectáculo, Costa se limita a registrar ensayos, algunas presentaciones y grabaciones; la música es una labor colectiva. Es por eso que el montaje no puede ser analítico. A menudo Costa construye el espacio a través de planos en profundidad de campo que permite ver el conjunto en su contienda orientada a pulir los arreglos y la composición en tiempo real. Nada ni nadie puede sobresalir porque la materia musical desconoce al intérprete, al solista como tal. Costa privilegia la interacción de los intérpretes subordinados a la canción, y es pertinente, entonces, elegir un tipo de plano que lo demuestre. Indirectamente, Ne change rien es también un imputación al narcisismo vulgar que rodea la escena musical, algo que Costa también detecta en la comunidad cinematográfica. (Costa se sentó a un costado. Al terminar la función, el público aplaudió por unos 5 minutos. Balibar discretamente saludaba. Costa, prácticamente, era invisible).
Como ocurría en ¿Dónde yace tu sonrisa?, la gran película sobre los Straub trabajando sobre el montaje de Scicilia, Costa insiste en pensar el arte como un trabajo entre otros. Hacer una película implica un trabajo minucioso. Hacer música requiere de un meticuloso ejercicio constante para entender las formas musicales. Si los Straub se preocupaban por el movimiento de una palmera en la parte superior de un plano en el que afilador dialogaba con un transeúnte, aquí Balibar se preocupa por entender el momento exacto en donde debe ingresar a la canción con su voz. La repetición es una regla. Repetir una y otra vez, mirar y escuchar cuantas veces sea necesario, hasta substraer lo diferente. Se repite porque eso garantiza una variación novedosa que el artista habrá de elegir como su mejor posibilidad para formar una imagen o un sonido. Este procedimiento alcanza su máxima expresión en el plano 23, en donde Balibar está ensayando una obra de Jacques Offenbach con una maestra que permanecerá en un absoluto fuera de campo, pero que dominará la escena, pues sus correcciones, de un refinamiento cercano al ridículo, son la esencia de la disciplina ineludible que un artista debe asumir. El arte es un trabajo exigente; hacer sonar una “r” en una opereta es tan complicado como dominar cualquier oficio.
La música de Balibar es singular: ¿A qué género pertenece? Hay indicios sonoros que remiten al punk, aunque en las canciones prevalece una dulzura heterodoxa. La guitarra es omnipresente; suena como si fuera una mixtura de Bill Frisell y Neil Young. Generalmente, los temas musicales repiten una célula melódica, a veces en contrapunto con los fraseos de Balibar, aunque en ocasiones la guitarra dobla la voz de la actriz. El minimalismo sofisticado de la música de Balibar no es ajeno al espíritu artístico de Costa. En ese sentido, Costa también es un cineasta inclasificable. Admirador de Los Ramones, la cámara de Costa posee un sentido salvaje y vital. Su exquisitez estética ordena sus fuerzas espirituales que no conocen condescendencia alguna. Trabajando sobre el plano una y otra vez conquista una forma para expresar un sentimiento desprovisto de accidentes. Es ejemplar el plano 15: como en muchos de sus planos contrapicados, el rostro de Balibar se difumina en la oscuridad dominante del plano. La belleza de la actriz y cantante es casi fantasmal. Como Costa en la película, ella desaparece en escena. En ese ritual de desaparición, la música y el cine surgen como entes autónomos. La grandeza de un artista está en su transparencia. Y sólo pueden hacerlo aquelllos que reconocen la necesidad de un plano y una melodía. Los que saben, como dice una de las canciones, que la felicidad es incompatible si el estómago está vacío.
FOTOS: 1) Fotogramas de Ne change rien; 2) Tetro; 3) Ne change rien.
COPYLEFT 2009 / Roger Alan Koza
Si vamos caso por caso, ninguna película podría demostrar su necesidad, hablando así al pasar. Pero decir que El padrino no es necesaria es como decir que Zeus es un Dios innecesario, o algo así.
Di: puede ser. RK