76º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LOCARNO: ESTE TEMA SE VA EN FADE

76º FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LOCARNO: ESTE TEMA SE VA EN FADE

por - Festivales
16 Ago, 2023 06:02 | Sin comentarios
Sylvain George dignifica con su última película la competencia de Locarno. La retrospectiva sobre cine mexicano lo hizo desde el principio. Después de Locarno, la vida continúa. Y en el final, el fantasma de JLG despide a nuestro cronista.

10 de agosto. Desesperanza y Sylvain George

Las noticias llegan. Dos asesinatos, el de una niña en un asalto y el de un fotorreportero en manos de la policía; ambos sucesos ruedan por los medios argentinos, convertidos en arcilla fresca que no tarda en ser manoseada y moldeada vilmente en la antesala de una de las elecciones más desesperanzadoras que recuerde. Uno se siente un ridículo haciendo estos diarios, tan lejos de casa, en un hostel absurdo, en un festival absurdo. Todo se torna, sí, eso, absurdo. “Hay que persistir en lo que se cree y afirmar el deseo cuando las potencias del desprecio se imponen”, me aconseja Roger Koza ante la angustia, el sentimiento de ridículo y la imposibilidad de bajar una idea al papel para estas notas. Hay algo que no alcanza de convencerme del todo, pero sí para seguir trabajando un poco más. El festival se acaba demasiado rápido, como arrastrados por un ventarrón súbito, estamos ya en los últimos metros de esta maratón. El día pasa absorbido por la desconcentración, pero al final de la jornada llega la segunda parte de un gran proyecto documental que logra lo que nada estaba pudiendo hacer: conmoverme.

 Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar

Parado en una piedra de una playa del enclave español de Melilla, con la mirada en la lontananza, un joven dice: «Para adelante el mar, atrás nuestro Marruecos». El chico es uno de los jóvenes migrantes que Sylvain George retrata en Noche oscura – Las hojas silvestres (Los ardientes, los obstinados). Cuatro horas y media componen la primera parte de este, por ahora, díptico documental del director francés, el cual se asemeja a una pintura inmensa que exhibe un paisaje basado en una acción esencial del cine de intención política: ver de frente una realidad que cuesta mirar. Codo a codo junto a los jóvenes, ya sea a través de los alambres de púas o en sus intentos por infiltrarse clandestinamente en los puertos, George los sigue con su cámara y los retrata en el estado de encierro en el que se encuentran; atrapados en una tierra que no es suya, ni es en la que desean estar. El tema principal que brota de la película es la frustración frente a las trabas y bloqueos que estos jóvenes se encuentran día a día en sus intentos fallidos de escape hacia Europa. El de estos chicos es un naufragio sobre tierra que revela los puntos ciegos de Occidente. Con Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar, la segunda parte de este proyecto, su inmenso fresco se corre de cierto suspenso narrativo que latía en cada movimiento físico de los muchachos y que se cifraba en una pregunta: ¿van a poder irse o fracasarán en el intento? Solo al principio de esta nueva parte hay un poco de eso. Ahora George se concentra en filmar a una comunidad, en registrar los intercambios virtuosos dentro de un escenario de opresión. Los alambres de púa y el ocio gratuito de una vida frente conviven en Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar.

En 1985, Serge Daney observó que Armando Bo filmaba a Isabel Sarli tal “como los pintores medievales colocaban en el centro de la tela o de la tabla a Jesucristo o a la Madona, más grandes que las demás figuras”, estableciendo con su contexto “una jerarquía de dignatarios terrestres y figuras de la naturaleza”. Sylvain George ordena la dimensión de sus planos con una relación similar entre la escala humana de sus retratados y el ambiente. El concreto, la roca o el hierro de las rejas enmarcan a estos chicos haciendo de telón de fondo de su drama. Ellos son imán y punto de fuga de una estética centrípeta donde George despliega toda su mano como esteta. Con imagenes de un blanco y negro contrastante, el director eleva a los chicos, los filma como figuras sacras de una manera que rememora al Perrone de P3ND3J05 SEAN ETERNXS. En el cine de George, se produce una inversión de las jerarquías de la realidad, lo invisible es lo alto, mientras que el estado de las cosas, “la ley y el orden”, lo bajo. 

Hoy en día, el cine documental con intención política parece dedicado a la acumulación de archivos, al documento. Son poquísimas excepciones toman por asalto al público interviniendo con propuestas y llamados a la acción sobre lo registrado. Dos herederos del cine político militante latinoamericano de los 60 como Travis Wilkerson y Goyo Anchou, uno más solemne y otro ácido e irónico al respecto, pueden ser ejemplos de esta contracorriente. La postura política de George se comprueba a cada plano, sin la necesidad de enunciar con texto nada más que el título de las películas (lo cual no es poca cosa). Su forma de toma de posición dentro del ejercicio del documento, es el registro de lo nunca registrado desde el punto de vista de alguien que busca lirismo en los pibes que retrata y, se nota, admira. El francés esquiva la estetización de la desgracia, la compasión y el extractivismo. Muestra que las flores crecen entre el hormigón y que los marginados de este mundo horroroso pueden hacer y vivir cosas hermosas. La cámara de George no busca la mugre, busca las manos que lavan con cuidado la verdura que irá a parar a la olla del grupo. 

Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar, en cualquier lugar

Frente a la proyección de una película como Noche oscura, que hierve la sangre en medio de un festival fantasioso y derrochador de Suiza, la anécdota de la primera proyección de La hora de los hornos en Pesaro viene a la memoria: la presentación del film devino en aplausos, lágrimas, y en Solanas y Getino siendo llevados en andas hacia una manifestación espontánea que se desató en las calles de la ciudad italiana tras la conmoción que provocó la película. Obviamente, todo terminó con represión policiaca y algunos presos. Hoy, el mundo y el cine son parte de otro universo, uno muy distinto. Frente a esta paulatina caída en desgracia universal paulatina, el cine de intención política se ve decidido entre una disyuntiva: la sangre o el tiempo. Todo indica que hoy se opta mayoritariamente por lo segundo, por la acumulación de imágenes y archivos. Mañana veremos.

Al salir de una película aplastante como Noche oscura – Adiós aquí, en cualquier lugar, en cualquier lugar uno quisiera quedarse detenido, frenar, caminar solo hasta la casa, dejar el celular en el fondo del bolsillo durante todo el trayecto, entrar silencioso al hogar y apenas dispensar los saludos de rigor a quien corresponda antes de refugiarse en el calor privado del recuerdo y el pensamiento. Pero aquí, en este contexto, no se puede, esto es un festival de cine. Se sale de una película y se corre a la siguiente. Se comenta brevemente en los pasillos con quien se pueda y se parte. La velocidad es la norma del evento, y los críticos de cine, sus mejores atletas. Es triste pensar que, como en los sueños, las ideas que nacen durante y luego de las proyecciones necesitan de un tiempo de maceración que la propia vida de un festival no permite germinar. Aquí los temas verdaderamente tienen la efímera existencia de una mariposa, como dijo Peter Watkins alguna vez en un texto en contra de los festivales de cine. Lo que se reconstruye en la habitación o el patio del hostel en textos, reseñas y crónicas son impresiones fantasmales que bailan todas juntas fundidas entre sí. Esta idea que se cruza efímeramente durante las corridas entre una película y la otra, y que es anotada en el celular con dedos presurosos, hace que el aprecio que se puede tener por los festivales de cine entre en crisis. Una crisis quizás breve, quizás perdurable. Ahora no hay tiempo para mensurar. Como en toda crisis de fe, uno desconoce su profundidad. Ese es el problema. 

Hoy detengo la corrida y parto al hostel, sin otra película, sin bar, sin nada, directo a dormir.

11 de agosto. El último día acá

Ya es una costumbre entre los participantes de la Critics Academy encontrarnos en las funciones de la retrospectiva de cine popular mexicano. No lo planeamos, ni lo acordamos, sabemos que siempre habrá varios de nosotros ahí. Alguno incluso admite haber dejado hace días de asistir a las funciones de las películas contemporáneas. El teatro Kursaal, lugar donde se dan las funciones de prensa de todos los estrenos de las competencias, debería ser la casa natural de los críticos de cine; pero en esta edición ese lugar lo ocupa el cómodo y amplio Gran Rex, donde escenas de la vida y la fantasía mexicana iluminan la pantalla y los rostros de los asistentes. Esta preferencia que se decantó hacia la retrospectiva habla muy bien de la retrospectiva y bastante mal del cine contemporáneo exhibido. El cual, salvo honrosas menciones (muchas mencionadas en estas columnas), fue cuanto menos irregular. Las verdaderas rarezas que se exhibieron en la retrospectiva, el piso de calidad y el estado de las copias, inconseguibles en otro contexto, hacen del encuentro con el cine mexicano popular el evento del festival. 

Ayer por la mañana tuvimos una charla en SUPSI con Olaf Möller y Jorge Negrete, editor junto a Alonso Díaz de la Vega del libro Espectáculo a diario. Ensayos sobre el cine clásico mexicano, 1940-69, el cual acompaña la retrospectiva curada por el alemán. Una de las cosas más interesantes del encuentro la aportó Negrete. En sintonía con lo que el compañero Abraham Villa Figueroa había señalado hace unos días acerca de la desestimación de la crítica mexicana hacia cierto espectro de films populares de intención comercial, el crítico y editor añadió que esto es algo también común entre los programadores del país. Lo que se está pasando en Locarno es una novedad y una rareza para un espectro amplio de la cinefilia, la crítica y la programación mexicana, de la actual y la del pasado, el principal sector responsable de abonar históricamente a un consenso autorista que desestima a estas pinturas “menores” de la galería del cine mexicano. Ante esto que ahora se vuelve evidente, algo que mencionó Olaf Möller me parece crucial: lo único importante de la retrospectiva es la continuidad. El alemán puso como ejemplo lo sucedido con la retrospectiva alrededor del primer cine de la República Federal de Alemania de la edición de 2016 de Locarno. Luego de su paso por el festival, emergieron algunos ciclos y retrospectivas que se desprendieron de nombres, títulos y, en un aspecto técnico, copias programadas en Locarno. Ojalá este movimiento se ponga en marcha y el laburo de puesta a punto de estas copias encuentre nuevas pantallas más allá de las europeas o de la librería de Mubi. Ojalá estas películas vuelvan a México y a los mexicanos, si esto no sucede, la retrospectiva habrá sido sólo una fiesta de unos pocos y el antecedente de una posibilidad.

Todo esto me retrotrae las primeras ideas que surgieron ni bien apareció la programación, a las dudas y las sospechas. Después de todo, algo se confirmó: en esta edición de Locarno, el oxígeno, la sangre y la fuerza de las estéticas latinoamericanas está en el pasado. Más arriba mencioné al director y crítico Goyo Anchou. Hace poco, en la sección de comentarios de un texto de Koza donde se critica el conservadurismo estético con el que Europa piensa y programa al cine latinoamericano contemporáneo, generando modelos de realización y programación, el director de El triunfo de Sodoma señaló: “La pregunta también podría ser por qué intentamos seguir validando lenguajes locales con la aceptación de esos festivales […] El esquema colonial sigue vigente, y las programaciones de los festivales también se validan con sus vasos comunicantes con el circuito europeo de alicientes al 3r mundo, que poco aporta, como ud dice, a la generación de propuestas originales. Lejos de ser tribunas donde se debatan las posibilidades de lenguajes que revisen los fundamentos de nuestra matriz, que nos permitan crear según nuestras circunstancias reales de producción, que pudieran incluso, idealmente, contribuir a un cambio social muy necesario, los circuitos de validación local tienden a desalentar los intentos de modificar las escalas de valores dadas desde esas metrópolis (incluso los valores de un cine experimental se miden según cánones europeos)”. Lo que dice Anchou es un dardo cuyo blanco se comprueba en el digerible cine latinoamericano contemporáneo programado en la selección oficial de Locarno y en el tutelaje de la propuesta del programa “Open Doors” de la zona “profesional” del festival, donde, en lugar de programarlos en el centro del programa, se le abre las puertas a cineastas de algunos países de latinoamérica sin una profunda tradición cinematográfica para que muestren trabajos anteriores y puedan hacer networking con agentes y productores europeos de cara a futuros proyectos.

La intervención de Anchou, me retrotrae a aquel texto de Peter Watkins que mencioné brevemente en la entrada de ayer. Ahí el británico argumenta que los festivales de cine son eventos de velocidad, la cual significa una brevedad extendida y la creación de un espacio que no da ni tiempo, ni lugar para algo esencial de la vida humana: la respiración. La analogía va dirigida a la vida de los films, los cuales, ahogados por el reconocimiento, los premios y las jerarquías que crean los festivales, se entregan a formas estéticas que les permiten mantenerse flotando en la superficie de lo visible. Pero también la idea apunta al humano que asiste a estos lugares. Lo cual me lleva a preguntarme por la crítica: ¿Qué crítica de cine puede nacer de estos espacios asfixiantes y vertiginosos? ¿Cómo buscar una mirada transformadora si vemos con ojos cansados? Mencioné a Daney en la entrada de ayer, es sabido que él respetaba y prodigaba dos formas de la crítica de cine: la diaria, la que se hacía en base a las ideas que se pueden agarrar al vuelo durante una proyección y que se escribe para publicarse en el calor del momento; y la reposada, aquella que lleva tiempo, semanas o meses de investigación y entrega con la materia. Siempre preferí la primera, la que sale disparada como un papel en el aire y cae donde cae. En un mundo donde la velocidad es ley y donde todo se achata bajo el peso del premoldeo, un desafío de la crítica, sea diaria o reposada, es luchar por conseguir aire, oxígeno y respiración. Sin eso no se puede mirar ni pensar.

El final y la despedida de la Critics Academy de Locarno fue una de las cosas más emocionantes y bellas que me haya pasado, no en un festival de cine, sino en cualquier viaje. No voy a traicionar el recuerdo con palabras, lo guardo para lo privado. Todos estos textos están dedicados a ellos, a las personas con las que compartí estos días, y a quienes hicieron posible este viaje. Si alguna idea digna salió de estas páginas, es suya.

12 de agosto. Ginebra

El final oficial del festival me encuentra ya con el check-out del hostel ya hecho y en camino a un nuevo destino Ginebra. Un pequeño desvío antes del regreso de intereses puramente godardianos… La ciudad de la parte francesa de Suiza me recibe con toda la frivolidad de sus calles grises y sin árboles. Un pequeño parque público encerrado por edificios cercano a la estación de micros, le sirve de portal a una costanera rugosa y seca como el asfalto que compone su suelo. El descanso es la prioridad, mañana es el día importante de este desvío. Pero luego del check-in en el hostel ginebrino, se impone un paseo, un poquito de errancia, quizás la mejor forma de conocer una ciudad desconocida. Como el centro espanta, la costanera asfaltada resulta la mejor opción. La vista del gigante Lago Lemán, con sus barquitos blancos y costas lejanas augura un mejor paseo. 

Bordeando la costa en dirección norte, hay pequeños bracitos turísticos, oficinas de turismo y alguna que otra bajada para bañarse. Con solo caminar un poco más en dirección opuesta al centro, la ciudad se empieza a ir en fade para dar lugar al parque Mon Repos. Ahí aparece la primera sorpresa, una bajada pedregosa y bastante más grande que las anteriores. Es sábado. Montones de familias se bañan, juegan, chapotean y practican clavados desde las piedras más altas. El oído nota algo: los idiomas alemán, italiano y el acento francés suizo son minoría, castellanos de Latinoamérica, lenguas de Asia y el inconfundible francés de tonada africana dominan la escena. Unos cuantos metros más adelante y más lejos del centro, cuando el parque comienza a llamarse Barton, empieza el descontrol: entre el humo de parrillitas, bailan, comen y beben familias africanas, latinoamericanas, asiáticas y algún suizo francoparlante jovencito. La paz auditiva del Lago Lemán se ve alterada por un sincretismo sonoro generado por la decena de parlantitos que se esparcen por el parque con bachatas, reggaes, drum and bass y cumbias. Es un festival fascinante. Pareciera que se celebra una fecha patria, pero las banderas y las lenguas de la Confederación Helvética no se ven por ningún lado. Ante tanto quilombo uno se siente más cerca de casa.

13 de agosto. Una casa beige con ventanas verdes. 

Hoy es el día de elecciones. Por primera vez en mi vida no voy a participar. El sentimiento es extraño, más en el contexto de la lejanía y de la particularidad de estos comicios donde el mal menor es el mejor horizonte asumido. Para la noche quería estar de nuevo en el hostel siguiendo los acontecimientos, por eso la expedición tuvo que arrancar temprano. 

Es fácil llegar a Rolle desde Ginebra, son solo cuatro estaciones en uno de los trenes que salen de la terminal. Al recorrer esos kilómetros el paisaje urbano se transforma rápidamente en uno rural. Campos con viñedos y plantaciones frutales se extienden en un verde que alcanza un horizonte montañoso. Rolle llega rápido, y a primera vista llama la atención: es una ciudad pequeñita, pero con apariencia de que recientemente sufrió muchas modificaciones. Flamantes supermercados y plazas con árboles plantados aún conservan a su alrededor las señaléticas de precaución propias de las obras. Por encima de estas, un paisaje aéreo con algunas grúas de construcción gigantes enrarecen el ambiente. Como muchos pueblos europeos antiguos, las subidas y bajadas de las calles cruzan la ciudad a la par de algunas recónditas escaleritas. Un paisaje que es musicalizado por un silencio sobre el que se imprime el chapoteo de las numerosas fuentes públicas de agua potable que se esparcen por la ciudad. 

Así, solo con caminar y dar vueltas por Rolle, uno se topa con la casa en la que vivió Jean-Luc Godard hasta el último de sus días. Es de color beige y tiene unas cuantas ventanas verdes abiertas que dan prueba indudable de que el lugar está habitado. Al costado, justo en la esquina hay un templo. Atrás del templo, un cementerio pequeño y prolijo. A dos cuadras para el sudeste cruza la calle principal de Rolle y a unos cien metros más aparece la costanera del Lago Lemán. Unos metros antes, está la iglesia Saint-Joseph, donde fue velado Jean-Marie Straub, otro residente notable de Rolle, hace pocos meses. A trescientos metros para el oeste de la casa hay un parque pequeño atravesado por un arroyo seco, con árboles y una flora silvestre que mata el poco sonido del exterior al segundo que uno se adentra un par de pasos. A doscientos metros para el otro lado hay una plaza con juegos para niños y dos canchas de tenis. Está todo, absolutamente todo lo que uno puede imaginar que ese hombre necesitaba para encontrar un hogar, un lugar para pasar una adultez rodeada de libros, pantallas, tranquilidad y tiempo para pensar. En las calles a la redonda de la casa se reconocen paredes, rejas y callecitas que son pequeñas partes de las imágenes de sus últimos films. Rolle es en parte novedad absoluta y en parte terreno conocido. 

Antes de tomar el camino de regreso a la estación, pasé de vuelta por la casa. Tuve la sensación, completamente factible, de que habían abierto más ventanas en el rato que estuve dando un vueltas por la ciudad. La casa de pronto se sintió viva y como algo tramposamente cercano. En ese momento, sentí una angustia que no sentí en todo este viaje. Por un lado, sentí como si todo este rato hubiera estado husmeando en una ciudad que es propiedad ajena, en una vida que no es mía y que debía respetar. Me sentí mal. Me dio asco la palabra cinéfilo. Me vi como un ridículo y apuré la vuelta. Pero al mismo tiempo, mientras caminaba, me di cuenta de que quería correr, regresar y ver todas sus películas, una tras otra hasta el amanecer, o simplemente recordarlas. Había adrenalina y felicidad entremezclada con la tristeza de saber que algo del mundo que quiero no está más y tengo la prueba. Me sentí como cuando murió Maradona. Esos días, como muchos, pasé noches enteras viendo videos de goles, jugadas o notas hasta quedarme dormido entre lágrimas. Quería volver y ver todo su cine para salir de nuevo, con el pecho inflado y nuevos ojos, a la vida. Quería estar en casa. 

Fin de la serie

Tomás Guarnaccia / Copyleft 2023