UNA METAFÍSICA PROVISIONAL

UNA METAFÍSICA PROVISIONAL

por - Ensayos
18 Oct, 2010 11:47 | comentarios

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por Roger Alan Koza

Expresión de lucidez: “La vestimenta nos confiere una superioridad artificial sobre el tiempo. ¿Cómo va uno a ser mortal con un sombrero en la cabeza y una corbata al cuello? Las ropas han creado más ilusiones que las religiones”. La afirmación es de Emil Cioran, un filósofo heterodoxo que estuvo de moda en otro tiempo (aunque dicen que es la lectura de cabecera de los emos), y bien podría ser la inscripción en la entrada de un taller de costura o una agencia de publicidad textil.

Pero la moda, como fenómeno social y ahora planetario, no se circunscribe a la vestimenta. Un reloj, un programa de televisión, la meditación transcendental, la cocina de autor, las netbooks, twitter, los tatuajes, los libros de Osho, el E-phone, irse de vacaciones a Cabo Polonio, descifrar los traumas familiares en una sesión de constelación, etc. también se ponen de moda. De pronto, una práctica cualquiera, un objeto, un lugar están en el grito de la moda.

En el cine, como es de suponer, existe la moda. Las películas con Leo Di Caprio y Ricardo Darín están de moda; los films de superhéroes, vampiros y animales parlantes llenan salas. La flatulencia es una marca registrada en las películas para niños, al menos desde que Shrek naturalizó la guarangada como símbolo de irreverencia y ternura. La tortura, por otra parte, es un tema recurrente en el cine dirigido a adolescentes. Y la gran moda retórica en Hollywood es una filosofía imprecisa y ecléctica que atraviesa películas dispares como Avatar, Karate Kid, El último maestro del aire, Comer, rezar, amar: la New Age, cuya espiritualidad al wok no es otra cosa que una secreta práctica de narcisismo esotérico pueril y un efectivo opio para la difusa clase media planetaria.

También se puede constatar un régimen formal e industrial, una moda del sonido y de la imagen cinematográficos. En las superproducciones de Hollywood, el sonido de motores, balas y explosiones suena siempre parecido. Un modelo de diseño de sonido se impone: todo lo que implique velocidad y movimiento, o la colisión de dos objetos definidos (un choque de autos, un avión que se estrella, un edificio que se derriba) alcanzan en su textura sonora una expresión tan fidedigna y verosímil que ni siquiera en la realidad sonarían de tal modo. Es una moda ampulosa y notable, en donde el espectador aprende a escuchar una segunda naturaleza, un mundo producido en bits, un universo sonoro inhallable para la percepción del mundo fuera de la pantalla.

Otra moda constatable en términos formales reside en los modos de ver. Después de Avatar y Alicia en el país de las maravillas, el cine en 3D supone más una revolución en el mercado que una alteración estética a la hora de concebir el plano cinematográfico. ¿Cuál es el placer extremo del 3D? Percibir la profundidad de la imagen –que no sólo se hunde sino que sobresale para casi hacer contacto con el ojo que mira– opera como un estimulante perceptivo, una ilusión óptica en donde la distancia entre pantalla y butaca parece prácticamente disolverse, como si en este procedimiento irrumpiera una posibilidad táctil entre imagen y percepción. En este éxtasis perceptivo se pone en juego una experiencia, un trance por el cual, en muchos casos, el relato queda relegado a un papel secundario. Lo que importa es saturar sensorialmente a quien mira y hacerlo partícipe de un escenario en movimiento. Paradoja del dispositivo: la profundidad de campo no evoluciona con el 3D. Es decir: aquellos encuadres en los que frente y fondo se articulan sin acentuar hacia dónde se debe mirar –el plano cinematográfico más democrático por antonomasia, pues quien decide qué mirar es quien mira– no encuentran en el cine en 3D una radicalización de este aspecto sintáctico del lenguaje cinematográfico. La profundidad de campo en 3D, al menos hasta hoy, suele enfatizar lo que se debe mirar: una flecha traspasa la pantalla, una mariposa parece volar sobre las cabezas de los espectadores, los subtítulos se despegan de la imagen. El 3D dirige la mirada, no la libera.

¿Pero qué es exactamente la moda? ¿Cómo funciona respecto del cine? En su libro El imperio de lo efímero, Gilles Lipovetsky sostiene que “la moda no es tanto signo de ambiciones de clase como salida del mundo de la tradición; es uno de los espejos donde se ve lo que constituye nuestro destino histórico más singular: la negación del poder inmemorial del pasado tradicional, la fiebre moderna de las novedades, la celebración del presente social”. Su proposición indica una sustitución de un orden metafísico denso por un orden ligero y cambiante, no menos metafísico si se quiere, pues la moda constituye una práctica de identidad: la vestimenta instituye un lenguaje corporal y una imagen personal, los estilos una democracia de las apariencias y un modelo débil de pertenencia. Dicho de otro modo: la moda es una práctica global de modulación de las subjetividades. El individuo elige y construye su propia imagen. Vestir es revestir al cuerpo de un signo que lo define y exterioriza al individuo en colores y proporciones, figura conceptual de toda moda y principio organizador del fenómeno.

Se trata de una extraña operación: las marcas están en todas partes (no son muchas), pero en la retórica publicitaria exaltan y garantizan la individualidad y su construcción, a pesar de que la prenda responde a un pragmatismo estético y una producción en serie. En realidad, la moda y su discurso pluralista (y liberal) constituyen el reverso exacto de la vieja estética maoísta en donde los hombres de la revolución vestían todos iguales. Son dos experiencias correlativas, en principio opuestas, aunque estructuralmente idénticas: la igualdad y la homogeneidad impuesta, como el imperativo liberal de elección y diferencia, poco tienen que ver con la autonomía de los sujetos.

En efecto, el pluralismo democrático contemporáneo aplicado a la indumentaria es colorido y diverso, pero conoce sus límites. Ciertas elecciones son imprudentes; el régimen exige acatamiento, y la tolerancia es falible. Eso explica el debate nacional en Francia, el año pasado, a propósito del derecho de las mujeres musulmanas (y francesas) de usar sus burkas o niqabs por las calles de París. Aquí, la retórica de Benetton y la celebración multicultural implícita en la unión de los colores del mundo permanecen interdictas. El supuesto sometimiento de aquellas mujeres a una religión vetusta resulta incompatible e inconmensurable con su (libre) elección, y condensa, ilógicamente, una ofensa y una contradicción respecto del estilo de vida dominante entre los franceses. Los límites de la democracia son precisos.

Es aquí en donde el bodrio Sex and the City 2 adquiere importancia. Los primeros diez minutos constituyen el único rasgo redimible de este mamotreto neocolonialista que pretende ser una celebración de la amistad femenina y una exposición libertaria del segundo sexo. Una boda gay y un coro de ángeles queer tienen mucho más vitalidad que el disparate que se transformará en una tortura moralista de casi dos horas. Son diez minutos de cine, al menos hasta que aparece Liza Minnelli sustituyendo al rabino de ceremonia. “El tiempo es una cosa extraña”, dice la voz en off de Sarah Jessica Parker, algo indudable después de ver la batalla quirúrgica de Minnelli contra la segunda ley de termodinámica aplicada a su piel.

En efecto, el tiempo y sus efectos es uno de los problemas de los personajes; los otros inconvenientes giran en torno a la vida familiar y matrimonial. Pero las chicas harán su terapia multicultural y exótica en Abu Dabi, y así, en un clima festivo, acaso canalizando el espíritu de “We are the world, we are the children”, harán un karaoke que confirma la universalidad de la cultura estadounidense, un valor absoluto como la opulencia del american style, más allá de que Parker deje un vuelto a un sirviente indio y se sorprenda de que un bello par de zapatos cueste 20 dólares. El film, rara vez, se pregunta por el deseo femenino: cuando aparece viene acompañado de culpa, y cuando se cumple es en función del placer masculino, a juzgar, al menos, por el carácter pasivo con el que Samantha experimenta los placeres carnales.

Pero el momento más revelador del film, el instante en el que su centro ideológico queda expuesto, llega recién en el final. Un escándalo sexual de Samantha les quita el privilegio otorgado por el anfitrión a estas cuatro ninfas caucásicas. De un momento a otro, las chicas quedan en la calle y por un malentendido serán perseguidas en un mercado laberíntico. El patriarcado árabe acecha, las mujeres son víctimas de un orden falocéntrico.

De pronto, una aliada detrás de un burka se muestra solidaria con las cuatro mujeres desesperadas, a punto de que una horda de turbantes las capture. Pasarán por un pasadizo secreto y llegarán a una guarida, más bien una boutique. Allí, varias mujeres musulmanas esperan. Y adviene el gesto inesperado y la exposición evidente de una política y un sueño planetario. Debajo del burka, esas mujeres obedientes visten a la moda, tienen un deseo: ser occidental, ser libre. Es que la libertad, dice esta secuencia ideológicamente recargada, vibra en todas partes. Un buen escote, un gran diseño son tentaciones irresistibles. La era de la moda o la utopía de las costumbres volátiles conquista el globo. Cioran, entonces, tenía razón: las ropas son más eficaces y seductoras que las religiones. El profeta Mohamed y sus hijos secretamente le rinden pleitesía al look. Narcisistas del mundo, uníos.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en su número de octubre-noviembre 2010.

Roger Alan Koza / Copyleft 2010