UNA AVENTURA EXTRAORDINARIA / LIFE OF PI

UNA AVENTURA EXTRAORDINARIA / LIFE OF PI

por - Críticas
16 Ene, 2013 03:42 | comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

EL TIGRE Y EL VARÓN

Life-of-Pi-2

Una aventura extraordinaria / Life of Pi EE.UU-China-Taiwán, 2012

Dirigida por Ang Lee. Escrita por David Magee

** Válida de ver

Un film noble y adolescente con algunas sorpresas teóricas

Por alguna razón, seguir los estrenos de todos los jueves es como ir a misa o a un ashram: la semana pasada, Cloud Atlas invitaba al espectador a maravillarse por las conexiones secretas entre todas las vidas humanas (y no justamente a propósito de una perspectiva marxista). Esta semana, el tema pasa directamente por la existencia de Dios. El espectador deberá aprender que Dios puede decirse de muchas formas pero tal vez, en última instancia, se trate solamente de un Dios, y además, si el Altísimo interviene en el curso de nuestras vidas, será siempre de formas misteriosas. El film de Lee es, antes que nada, una prueba de fe (y en muchos sentidos).

Basada en Vida de Pi, una novela de Yann Martel, Una aventura extraordinaria no es otra cosa que un relato sobre un relato: un escritor canadiense en plena crisis creativa se encuentra, por una recomendación, con un hombre de la India llamado Piscine Molitor Patel. En apariencia se trata de un hombre común, pero su biografía es excepcional: no cualquier mortal puede sobrevivir 227 días en un bote en el Pacífico acompañado de un tigre de Bengala.

Niño precoz en cuestiones religiosas, su nombre (motivo de burlas previsibles) alude a una piscina parisina; él lo abrevia y su bautismo autorreferencial con un nombre de las letras del alfabeto griego precede al deseo de otro bautismo, más transcendente y desafiante, vinculado al cristianismo. Visnú, Jánuman, Ganesha, algunas de entre los 33 millones de deidades hindúes, eran los héroes de su infancia, hasta que un día conoció al Dios que envió a su hijo en su nombre, lo que no le impidió, de todos modos, explorar el Islam (ni tampoco enseñar de grande la cábala); y probablemente sus lecturas de Camus y Dostoievski le ayudaron a comprender el lugar y la función de la duda en cuestiones de creencias religiosas. Las citas son profusas y la experiencia de Pi no es menos que una celebración ecuménica. (Y si hasta cierto punto del relato faltará una religión de peso, el budismo tendrá su aparición no muy tardía en la presencia de un tripulante)

Todo esto se revela a través de un diálogo entre un escritor y Pi. La película consiste en la ilustración de un gran relato: primero se verá la genealogía del creyente, luego su test vertical: tras el hundimiento de un barco japonés en el que viajaba junto a sus padres rumbo a Canadá y todos los animales del zoológico de su padre, Pi llevará a cabo su gran hazaña: sobrevivir en alta mar conviviendo con una fiera salvaje.

La fuerza visual del film es ostensible y no verlo en 3D es despreciar la búsqueda sensorial que Lee propone desde el comienzo; ya en el segundo plano un ave vuela sobre el auditorio, un anuncio del placer perceptivo ostensible en otros planos, a veces alucinantes: las diversas especies marinas, los pasajes de una isla poblada por suricatas o simplemente el mar como una entidad monstruosa sin límites son “extraordinarios”. Sin los anteojos negros la gracia visible del film se esfuma, incluyendo nuestro encuentro con Richard Parker, el famoso tigre, que jamás renuncia a su condición feroz.

Es posible que el creyente confirme su fe con el entusiasmo propio de una inspirada misa dominical, pero Lee, no obstante, delinea una vía escéptica en la posición del padre de Pi. “La religión es oscura”, dice en algún momento, y es lógico porque él y la madre de Pi se sienten parte de la “nueva India”, es decir una India más occidental e iluminista. Oriundos de Pondicherry, allí en donde Sri Aurobindo intentó justamente urdir una síntesis entre el mito y la razón, el padre de Pi y su discurso no constituye el único giro escéptico del film. En efecto, hay cierta sensibilidad naturalista durante toda la película, de cierta índole que poco tiene que ver con una concepción de la vida salvaje propia del creacionismo o de cualquier cosmología metafísica. En los planos iniciales del film, y esta decisión no es menor, solamente se ven animales. Que estén en un zoológico es una figura simbólicamente irrelevante, no así que los primeros dioses favoritos de Pi fueran en su mayoría animales concebidos como deidades. Esta dos líneas antitéticas conviven en el relato sin chocar entre sí pero en ciertos giros del mismo la intersección entre estas dos cosmovisiones es inevitable. Es como si hubiera una amable voluntad pedagógica en el que se invita gentilmente al espectador a tomar cartas en el asunto. La evidente nobleza del film reside en su renuncia a imponer las creencias fuertes del protagonista.

Life of PiSi Pi insiste en ocasiones que los animales tienen alma, el tigre le (de)mostrará exactamente lo contrario: su mirada y su conducta jamás se sustrae a un afuera del orden de su especie. La asimetría entre el varón y el tigre es una constante y la lucha por la supervivencia funciona como un dato inapelable. Cuando el tigre mira no hay en él un plus secreto y misterioso, una mirada subjetiva que expresa un entendimiento, una complicidad. Mira tan sólo el instinto y si hay algo que puede percibirse es cómo, tanto en el hombre como en la fiera, la formación de hábitos resulta determinante. Dicho en otros términos, a diferencia del “Wilson” de Náufrago, el film de Robert Zemeckis, la figura de un Otro, la pelota imaginaria con la que el empleado postal devenido en Robison Crusoe entablaba un diálogo imaginario nunca puede adjudicársele al tigre. Estarán para eso el diario y también la furia del creyente solitario que, entre la indignación y el desamparo, le grita fastidiosamente a su dios escondido, demasiado lejos cuando una tormenta anuncia una versión naturalista del apocalipsis.

Pero la mayor prueba de fe se dará en otro campo, en otro orden de deliberación filosófica, esencial para el fundamento religioso, y esto consiste solamente en cómo se puede “leer” y legitimar un relato. Es que el impulso religioso consiste siempre en posicionar un relato, insistir en él, literalizarlo. Todo el film trabaja sobre ese instinto narrativo de especie, incluso hasta llegar a (d)enunciar la clave de su sortilegio simbólico: la voluntad de creer. Si todo el film parece dirigido a una tribu adolescente global y tal vez ecuménica, una concepción entre ingenua y anacrónica, hay un giro decisivo en el final que pertenece a otro estadio del desarrollo humano, un momento de clarividencia propio de cierta edad que exige del creyente un salto de fe consciente y amargo. Incertidumbre, certeza, y en un falso fuera de campo, el escepticismo como una vía posible. La película es demasiado adolescente, pero su honestidad y entereza es igualmente poco frecuente.

A dicha incertidumbre (y certidumbre) se le suma otra, de naturaleza cinematográfica: ¿Qué es real de todo lo que vemos? El maravilloso texto de André Bazin sobre “el montaje prohibido” parece aquí una inquietud medieval. ¿Es así? Después de Una aventura extraordinaria hablar del encuentro real de un león (y ahora un tigre) y un pordiosero (y ahora un huérfano) en El circo, de Charles Chaplin (y ahora en el film de Lee), y de cómo ese plus ontológico suministraba a la escena un tipo de comicidad específica sostenida en el peligro verificable debido a la coexistencia en el plano de las dos criaturas, la salvaje y la humana, es mera teología antigua, una preocupación estética primitiva propia de una vieja era, la analógica. La luz ahora se inventa, las especies se imaginan y se perfeccionan, y hasta los fenómenos atmosféricos son susceptibles de ser diseñados a voluntad. Es otra era, y tal vez se trate de otro cine. Porque ¿cuál es la materia del film? ¿De qué giro y salto evolutivo provienen las ballenas, las medusas y el ratón del bote? Un nuevo demiurgo digital se ha apropiado el cinematógrafo. Si Dios no existe, en la combinación de ceros y unos resulta sencillo inventarlo. He aquí una prueba más convincente acerca de la existencia de entidades invisibles de aquellas que imaginaban poetas del intelecto como San Anselmo y tantos otros, incluso San Bazin. Algo ha cambiado. Para siempre.

Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La voz del interior en el mes de enero 2013

Roger Koza / Copyleft 2013