TIERRAS DE NINGÚN LUGAR. UTOPÍA Y CINE

TIERRAS DE NINGÚN LUGAR. UTOPÍA Y CINE

por - Libros
03 Ago, 2017 11:32 | Sin comentarios
Cuando Jaime Natche escribe sobre libros de cine presentir el placer de ese futuro texto desconocido es inevitable. Ahora le dedica varios párrafos a un ensayo sobre el concepto de utopía. Los hermosos ejemplos sobre ese concepto remiten a muchas películas queridas, que no faltan en la reseña ni en el libro.

DONDE TODO PUEDE SUCEDER

El cine es, en esencia, un lugar paradójico. Se constituye de realidades irrealizadas, pues lo existente deja de serlo en el momento de la filmación para convertirse en un indicio de su pasada presencia, de su desaparición. A la inversa, lo que consideramos irrealizable —o materialmente inaccesible— logra adquirir una convincente apariencia de realidad gracias al poder ilusionista de la imagen cinematográfica. Esta insólita condición haría al cine particularmente propicio para albergar aquellos lugares que la imaginación del hombre ha edificado al margen de lo imperante; mundos improbables pero verosímiles cuya habitación se promete más deseable que la del nuestro.

Las sociedades ideales han configurado los anhelos del hombre desde la Antigüedad, aunque es Tomás Moro quien en 1516 se refiere a su isla de la felicidad con el término utopía por vez primera, en el libro del mismo título; voz griega —dirá Quevedo en el prólogo a su primera traducción al castellano un siglo más tarde— «cuyo significado es no hay tal lugar». De la misma raíz etimológica proceden las denominaciones de otras sociedades imaginarias: la eutopía (o comunidad utópica positiva), la distopía (sociedad adversa), la alotopía (lugar radicalmente diferente al nuestro poblado por seres fabulosos, como la Tierra Media de Tolkien) o la heterotopía (término con el que Michel Foucault alude a los espacios integrados en nuestra realidad aunque regulados por una lógica excéntrica, como son las ciudades de vacaciones o los parques temáticos). Categorías a las que debería sumarse la ucronía, o lugar anclado en un tiempo que no se corresponde con el contemporáneo.

Tierras de ningún lugar. Utopía y cine es la nueva obra de Antonio Santos, de quien conocemos sobre todo su predilección por el estudio del cine japonés a través de los libros Kenji Mizoguchi (Cátedra, 1993) y Yasujiro Ozu. Elogio del silencio (Cátedra, 2005). Sus trabajos acerca de este cineasta —al que también consagró el ensayo En torno a Noriko (Primavera tardía. Principios de verano. Cuentos de Tokio) (IVAC-Filmoteca de Valencia, 2010)— le han convertido en uno de los referentes mundiales sobre el cine de Ozu. El contenido del libro que ahora se publica en la colección Signo e Imagen de Ediciones Cátedra tiene su germen en el ciclo de conferencias que, con el mismo título, Santos impartió en la Fundación Botín de Santander entre 2009 y 2011. Aunque no trate solamente de cine, Tierras de ningún lugar se articula sobre la mirada que la historia del cine ha ofrecido de los mundos alternativos utópicos, aquellos sitios generados por el ansia de colectivizar la felicidad o la justicia de uno u otro modo, a pesar del entorno desfavorable en el que se conciben. Estimables proyectos de esperanza social que, sin embargo, no pocas veces esconden un perverso mecanismo que vulnera las más elementales libertades del individuo.

Hay lugares que no figuran en los mapas, como la ciudad Shangri-La de Horizontes perdidos (Lost Horizon, Frank Capra, 1937), donde el tiempo parece detenido y no hay obstáculo para la felicidad y la paz, pero tampoco incentivo para el cambio y la búsqueda. También perdido y ajeno al transcurso cronológico está Brigadoon, según el filme de Vincente Minnelli de 1954, donde se vive un día y se duerme cien años; maravilloso pueblo congelado en la historia a mediados del siglo XVIII cuyo único inconveniente es que ninguno de sus habitantes puede abandonarlo, pues eso provocaría que Brigadoon se desvaneciera para siempre. Más localizables, aunque igualmente aisladas de su alrededor, resultan las denominadas «comunidades de destino», donde se encuentran los menonitas de Luz silenciosa (Stellet Licht, Carlos Reygadas, 2007), los más austeros amish de Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985) y la impenetrable aldea de El bosque (The Village, M. Night Shyamalan, 2004), cada una de ellas dotada de sus propios sistemas de defensa —basados en el puritanismo, la obediencia o el miedo— para evitar que cualquier atisbo de rebeldía interna o elemento ajeno desestabilice el orden impuesto que cohesiona la comunidad.

Los lugares abordados por el cine a los que pasa revista el libro, a pesar de mantenerse segregados de la realidad dominante, no se desvinculan en cualquier caso del resto del mundo, pues, como escribe el autor, «toda utopía es, por su propia naturaleza, histórica, ya que siempre está determinada por sus conexiones con la realidad de la que brota». De ahí que algunas obsesiones de las últimas décadas, como la vigilancia social o los simulacros de vida fomentados por los medios de comunicación de masas, aniden en comunidades de apariencia idílica pero asentadas sobre planteamientos totalitarios, según muestran películas como El show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998) y Pleasantville (Gary Ross, 1998).

También asociada a la nostalgia, la utopía se refleja en el sentimiento elegíaco hacia sociedades añoradas que impregna la filmografía de John Ford, quien «narrará sus historias utilizando los arquetipos propios del mito: un paisaje sin civilizar, un viaje que es a la vez descubrimiento de nuevas tierras y regreso al origen»; desde el edén usurpado por los estragos de la Revolución Industrial y la descomposición familiar en Qué verde era mi valle (How Green Was My Valley, 1941) —donde el lirismo y la irrealidad de la evocación es favorecido por su relato en forma de flashback— hasta la plácida mezcolanza de disidentes de la civilización y cultura polinesia a la que sirve de refugio la isla de Haleakaloha en La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, 1963), sin olvidar el solidario campamento en medio de la oscuridad de la Gran Depresión en Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940) o la Irlanda perdida de Innisfree, adonde no parece fácil llegar sin indicaciones detalladas, en El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1953).

Con el lenguaje claro y preciso al que Antonio Santos nos tiene acostumbrados, generosamente ilustrado con fotografías y apoyado, sin resultar recargado, en un ingente corpus bibliográfico —con notas a pie de página que respaldan y completan su abundante documentación—, Tierras de ningún lugar es una formidable aventura de pensamiento y erudición a través de las fantasías jalonadas por el hombre y el cine para remontar el desencanto a lo largo del devenir de ambos.

Antonio SantosTierras de ningún lugar. Utopía y cine, Madrid, Cátedra, 2017. 448 páginas.

* Fotograma: La taberna del irlandés

Jaime Natche / Copyleft 2017