SIN LEY: ADOLESCENCIA Y CINE

SIN LEY: ADOLESCENCIA Y CINE

por - Ensayos
03 Nov, 2011 09:09 | comentarios

Paranoid Park

por Roger Koza

La industria (hollywoodense) de cine de y para adolescentes constituye un modelo discreto de subjetivación. Quienes tienen entre 12 y 18 ven un tipo de películas, se identifican con personajes de su especie, se mimetizan con modos de ornamentación característicos de una tribu difusa pero reconocible y subscriben a un modo de vida. En efecto, hay toda una producción cinematográfica destinada a este pueblo sin fronteras llamado Joven. High School Musical 3 (2008), 17 otra vez (2009), Crepúsculo (2008), las interminables secuelas de El juego del medio, incluso Harry Potter y sus infinitas versiones. Es evidente que la cultura del entretenimiento explota a su cliente favorito y además induce al resto (niños, adultos, y si es posible abuelos) a asociarse a un devenir adolescente.

Es cierto que para el adolescente el cine ya no es su primer ascesis. No es precisamente la sala de cine el territorio existencial que los seduce. El cine ya no es el espacio preferencial para inventar en función de un aprendizaje un estilo de vida, lo que no significa que el cine no constituya una matriz de subjetivación colectiva. Como han sugerido Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, el mundo se ha convertido en una película, pues la gramática que estructura el mundo es indudablemente cinematográfica. No hay experiencia sin pantalla.

Un adolescente frente a una puesta de sol puede decir: “¡Qué buena imagen!”, lo que revela la matriz de su percepción: el mundo es una imagen, su comunidad es una imagen, su yo es una imagen. Facebook, en ese sentido, opera como el viejo y perimido diario íntimo, una sustitución con otras coordenadas: menos palabras, más imágenes, menos intimidad, más intersubjetividad electrónica.

En este universo simbólico, los límites y las interdicciones son difusos e imprecisos. Los modelos de intercambio entre padres e hijos experimentan transformaciones de todo tipo. Mamá puede estar entre mis amigos del Facebook. En otras palabras, los roles se licúan en una supuesta democratización de los vínculos orientada a una utopía privada general circunscripta al derecho incuestionable de cultivar un bienestar (y goce) individual en el que se permite todo, más allá de la ley, más allá de cualquier límite que obligue a cualquier sujeto a examinar su deseo y la confrontación del mismo frente a Otro que lo oblitera. En ese sentido, el consabido diagnóstico de los docentes sobre los adolescentes, ese intolerante y vencido veredicto según el cual el adolescente padece de una indiferencia invencible, debe ser interrogado desde una perspectiva que sortee el secreto nihilismo que merodea al docente que supone superioridad generacional y no se ve inscripto en un orden simbólico del que es cómplice. En efecto, la indiferencia es el correlato del deseo desenfrenado. Quererlo todo es connatural a no querer absolutamente nada. Es un fenómeno complejo que el psicoanalista José E. Milmaniene denominó “defección estructural de la figura paterna”. No son muchas las películas que dan cuenta del fenómeno, a pesar de que muchas películas de y para adolescentes participan de esta lógica. Una de esas películas es argentina y se llama Glue (2006), de Alexis Dos Santos.

Incompresiblemente jamás estrenada en nuestro país, incluso habiendo ganado varios premios en festivales, esta grisácea comedia de iniciación es un retrato exacto sobre la confusión e incertidumbre vincular entre padres e hijos, propias de las generaciones del período posdictadura. En el modelo familiar que se divisa en Glue, padres e hijos se diferencian no por sus prácticas sino por sus apariencias.

En efecto, esta “historia adolescente en medio de la nada” que transcurre en Zapala sintetiza una modalidad de existencia, jamás juzgada pero sí examinada por Dos Santos, en donde la experiencia predominante de los jóvenes consiste en agotar el presente, a veces flirteando con lo prohibido, otras asumiendo la nada sin resistencia alguna. Los tres protagonistas sí divisan una solidaridad efectiva entre ellos, socios en un mundo desprovisto de motivaciones y esperanzas, mientras sus padres, “adolescentes” mayores, más cómplices que tutores, son la prueba de que el futuro no es alentador.

Glue

Lucas (Nahuel Pérez Biscayart), Andrea (Inés Efrón) y Nacho (Nahuel Viale) pasan sus días. Es tiempo de vacaciones. Lucas y Nacho tienen una banda de música. Es quizás la única actividad que se desmarca de un peregrinaje sin dirección o de una exigencia hormonal típica de la edad: “Este verano tengo que coger sí o sí. No me aguanta el cuerpo”, es lo primero que se escucha en boca de Lucas, mientras que varios planos, a veces sobreexpuestos y cuya textura en super 8 habrá de delimitar durante toda la película, en su forma, el desorden del psiquismo adolescente, y, en su contenido, las meditaciones físicas y casi metafísicas características del estadio que corresponde a la adolescencia, muestran acciones intranscendentes de los protagonistas (bañarse, andar en bicicleta, caminar, escuchar música con auriculares). Así, Lucas cierra su soliloquio: “Uno puede ser huérfano aunque tenga padres. Si no coincidís en nada, de alguna manera estás solo”. Los monólogos se repiten a lo largo de toda la película y siempre denotan las respetables divagaciones de los adolescentes, razonamientos filosóficos básicos, acaso un existencialismo elemental con aristas cosmológicas que merece respeto, y es así como lo entiende Dos Santos.

La familia de Lucas podría representar una típica unidad familiar disfuncional, vocablo que se suele aplicar a las familias del cine independiente. Más que disfuncional el modelo familiar responde a una generación y a una clase social específica. Familias como la de Lucas, padres que se convirtieron en adultos y progenitores en tiempos de una democracia reconquistada, exceden una convención representacional del cine independiente, sea lo que fuera que éste término signifique. Se trata de una generación para la cual la transgresión ha sido un modo de conjura de una violencia estructural heredada, caracterizada por la obediencia a un Orden totalitario y eventualmente al ordenamiento de una Causa cuya promesa era subvertir ese orden.

La versión micropolítica familiar de este procedimiento de adaptación y reacción es precisamente una disolución de la función paterna en el esquema familiar. Los hijos y los padres quiebran la distancia generacional y funcional y constituyen una alianza: son amigos, o, en su defecto, enemigos, pero lo que se revoca es la asimetría que legitima la ley y el móvil subjetivo de su práctica. Glue incluye varias escenas en donde este fenómeno se patentiza. La madre de Lucas se trompea con una vecina que se acuesta con su marido. Más tarde, todos los miembros de la familia miran televisión acostados en la cama. La madre desconoce si los hijos han cenado: como una hermana mayor, pregunta cómo se pueden arreglar, y avisa, al pasar, que mañana regresa su padre. Lucas reacciona, pues entiende muy bien que no hay límite alguno para su madre, que todo vale y que el padre puede seguir acostándose con la vecina y su madre olvidando su malestar y su violencia. No se trata de un problema de decencia y moral, sino de coherencia y cuidado, como también de privacidad.

A continuación, con la llegada del padre, Lucas viaja a un departamento que aquél tiene en Neuquén. Pretenden organizar una fiesta, pero su agenda es específica: evitar encontrarse con su padre mientras éste regresa a la casa. No habrá fiesta, pero él y Nahuel habrán de inhalar todo el pegamento que encuentran en la casa mientras ven pornografía. Es el clímax de la película, pues allí Dos Santos no solamente insistirá en la exploración sexual adolescente y la curiosidad sensorial de dicha edad, para lo que encuentra una forma cinematográfica capaz de materializar la experiencia, sino que cerrará la escena con la llegada del padre por la mañana. El encuentro padre e hijo condensa un modelo paterno. No hay reprimenda, no hay enojo, no hay límite, no hay sermón; el padre simplemente limpia el pegamento de las manos de su hijo y como un buen amigo le aconseja ser cuidadoso. Su preocupación máxima pasa por ofrecerle una remera para regresar.

Así descripto, éste es un mundo sombrío, pero Dos Santos le imprime cierto tono lúdico y cómico al dramático contexto de sus criaturas, y se permite experimentar formalmente e improvisar narrativamente. El resultado es eficaz, pues Glue es una de las pocas películas argentinas que representan a los jóvenes sin hacer de ellos ni nihilistas extraviados ni iluminados incomprendidos; son, en todo caso, una expresión subjetiva de un tiempo histórico específico.

Hay una escena en Glue que se repite en algunas películas de adolescentes, las pocas que no participan de este ejercicio de sublimación (capitalista) por el cual Eros se disemina en la magia, la competencia deportiva o artística, o en un vampirismo fashion. Después de un concierto casero de la banda de los chicos, Lucas, Nacho y Andrea tienen un momento de sexo compartido; se reúnen en un baño, se besan, se tocan, cogen (en fuera de campo), de lo que se predica una instancia que poco tiene que ver con la depravación y la promiscuidad. Se trata, más bien, de una prueba de límites y la posibilidad de conquistar un propio sistema de demarcación. No hay remordimiento, tampoco un deseo de repetición. La escena y sus consecuencias sugieren un modo particular de ir conquistando la autonomía personal, es decir, la capacidad de darse a sí mismo la propia ley. Es una apuesta extrema, pero no admite ambigüedades.

Algo de esto sucede en Navidad (2009), del chileno Sebastián Lelio, película infinitamente superior a su film precedente, La sagrada familia (2006); aquí, Lelio explora la subjetividad adolescente chilena de clase media en una noche previa al festejo de un 25 de diciembre. Tres personajes bastan: dos amigos casi novios y la aparición inesperada de una joven que busca a su padre, al que jamás ha visto. No será una noche de pan dulce, sino más bien de una arriesgada indagación física y simbólica sobre la libertad, los deseos e incertidumbres propios de una edad. Es un film honestamente provocativo, y si se sostiene en su metraje es porque hay un cuidado inmenso en la construcción de los personajes. La autenticidad es su secreto.

Navidad es una de esas películas en las que un pasaje determinado resignifica la totalidad de los planos precedentes y posteriores. En efecto, hay una ménage à trois adolescente de una intensidad erótica y, paradójicamente, de una ética incuestionable, si se entiende por ética un cuidado del otro sin renunciar al cuidado de sí, que habrá de vigorizar la totalidad de la trama. En esta ocasión, Lelio no apela a la irritación barata, algo de lo que padecía su ópera prima. Su puesta es precisa, y hay un trabajo verificable en la escritura del film, que en parte se debe a su guionista Gonzalo Maza.

Sin ley

Casi en el límite de la pornografía light, el realizador estadounidense Larry Clark, en Ken Park (2002), su película más arriesgada y sólida, repite motivos de Glue y Navidad, tanto respecto del lugar de los padres como de la promesa reduccionista del sexo como conquista de la autonomía y liberador eficiente de un cosmos irrespirable, decadente, consumido por el consumo. En su última novela, nada menos que el maestro de la provocación, Michel Houellebecq, critica el nihilismo juvenil del controversial largometraje del director de Kids (2005). Que el autor de La posibilidad de una isla reaccione ante este film puede explicar en parte por qué ha estado prohibido indirectamente en varios países, pues el conjunto de historias que vertebran esta película sobre adolescentes suburbanos estadounidenses contiene muchos pasajes en los que el sexo está desvinculado del amor romántico y en los que la vida humana se regula en torno a la nada que anonada, temas clásicos en la obra de Houellebecq, aunque su mirada filosófica es opuesta a la de Clark.

Sin moralismo cínico, ni nostalgia metafísica, Clark presenta un mundo desprotegido y sin mitos que lo resguarden, en donde la única actividad que neutraliza su sinsentido es la llana y desacralizada fornicación, una forma de felicidad ligera y transitoria, como lo sugiere perversamente la perturbadora aunque jovial penúltima escena en la que los tres protagonistas comparten una cama cual paraíso para almas impenitentes.

Pero no todo es sexo en el universo adolescente. A veces, la supervivencia se reduce a obtener un empleo. Rosetta (1999) cuenta la historia de una adolescente de 17 años perteneciente a la clase trabajadora que intenta trabajar para mantenerse y para mantener a su madre, una alcohólica compulsiva. El relato se circunscribe a mostrar la cotidianidad de Rosetta (Émilie Dequenne) dividida entre rituales de supervivencia y su rutinaria búsqueda de empleo. Puede ser la experiencia de cualquier púber del gran Buenos Aires, aunque el film transcurre en Seraing, una ciudad de Bélgica que supo ser industrial.

Rosetta pertenece a una generación que desconoce la pertenencia al movimiento obrero y sus luchas sociales. Su percepción de sí es solitaria, atómica, desvinculada de una conciencia de clase. Una mónada sin historia, una existencia inmediata. Por eso, la aparición de un otro, un joven llamado Riquet (Fabrizio Rongione), a quien conoce en el paso fugaz por un puesto de trabajo, le permite reconsiderar su identidad en otros términos. Debe ser una de las escenas más conmovedoras del cine contemporáneo: Rosetta, antes de dormir, repite su nombre en primera y tercera persona. Es un diálogo, un monólogo. Tiene un amigo, tiene un trabajo. No es más un fantasma ante el gran Otro. Es alguien para otro, ya no está sola, al menos por un tiempo.

Diríase que los Dardenne postulan un nuevo universo laboral que consideran una zona de guerra: conseguir un empleo es participar en un combate. Si en la Ópera de los tres centavos Brecht decía que el pan viene antes que la moral (debo esta cita al análisis de Jonathan Rosenbaum de este film publicado en Essential Cinema, 2004), aquí la sentencia adquiere una materialidad opresiva. Tal sensación es conquistada por una construcción formal subordinada al relato. La cámara persigue a Rosetta como si ésta fuera un soldado en el frente: planos secuencia, cámara en mano, nada de música extradiegética. El sentido de urgencia se materializa en la respiración del combatiente, acaso el efecto sonoro más contundente del cine de los hermanos Dardenne. La cámara sólo se aquieta cuando Rosetta consigue un empleo y un amigo. Pero en la guerra la quietud es una pausa en la disputa.

Lo sabemos: el desempleo disciplina, provoca comportamientos vergonzosos. Véase la escena en la que Rosetta delibera sobre dejar hundir en el río-pantano a su único amigo o salvarlo: ¿supervivencia o solidaridad? Esta escena se repite directamente en el espacio por antonomasia en donde se lucha cuerpo a cuerpo: un puesto. El enfrentamiento entre Rosetta y Riquet, tras una táctica legítima de combate, implica en el orden de la trama una suspensión biológica de la ética, y una decisión filosófica y narrativa por parte de los realizadores para ver hasta dónde puede socavar este nuevo estado de guerra la decencia de quienes combaten, compiten. En este sentido, como lo entendiera Bresson (acaso Rosetta sea una lectura materialista y actualizada de su Mouchette), lo que se puede decir con el sonido y la imagen es suficiente. Aquí, el sonido de la motoneta de Riquet deviene, en la escucha de Rosetta, en el repiqueteo musical de un redoblante perteneciente a un ejército imaginario que anuncia la cercanía del enemigo. La puesta en escena de los Dardenne es precisa y austera, pero lo que ocurre entre los planos y con los planos habla de un dominio del medio propio de maestros. ¿O no se transfiere a quien mira el peso de una garrafa, el sabor de un huevo duro, la angustia localizada en la panza, el barro que hunde? La coherencia entre forma y contenido hace que el espectador experimente con su propio cuerpo la materialidad de la película.

Rosetta apuesta a un tipo de dignidad condensada en el último pasaje de su trama, en donde ambos personajes son testigos, como nosotros, de una metamorfosis. Es el gesto que convierte a un animal moribundo como Rosetta en un agente libre que impugna toda injusticia.

Paranoid Park

Quien hace justicia con los adolescentes es Gus Van Sant. Paranoid Park (2007), su película anterior a Milk (2008), es sin duda su obra más acabada para observar la vida espiritual adolescente, un tema que le obsesiona desde su ópera prima, Mala noche (1985). Paranoid Park podrá estar situada en Portland, Oregon, pero nunca deja de ser universal y absolutamente contemporánea. Pocos directores son capaces de amar un estadio de la vida como la adolescencia y buscar traducir un sentimiento y una disposición anímica en planos cinematográficos. Paranoid Park es antes que nada la captación respetuosa y amante de la subjetividad adolescente en todo su esplendor, un retrato que no desprecia la radical superficialidad de su objeto, ni pontifica sobre la profundidad de sus criaturas. Sensual y atmosférica, la película de Van Sant circula a través de una subjetividad específica y hace tangibles los procesos psíquicos que la constituyen.

Basada en la novela de título homónimo, de Blake Nelson, Paranoid Park está asentada en una historia mínima: un adolescente llamado Alex (Gabe Nevins), involuntariamente, queda involucrado en la muerte de un guardia que patrulla en las inmediaciones de la estación del ferrocarril. La película sigue el proceso secreto (y no lineal) de elaboración de un trauma. ¿Cómo superar el doloroso recuerdo de un hombre literalmente rajado? La respuesta es una cifra.

Pero Van Sant no está interesado en un dilema policíaco moral, sino en el contexto social en general y en la imprecisa comunidad particular que visita y aviva Paranoid Park, un centro al aire libre donde los skaters de Portland van a patinar. Al igual que el detective que interroga a los jóvenes en el colegio, a propósito de la investigación del caso, Van Sant “quiere saber más sobre la comunidad de patinadores”. Para eso, intenta establecer una forma de aproximarse sensiblemente a esa pasión ascética y casi mística, aunque desprovista de toda teología, que se predica del skate. A través de planos secuencia en ralentí intenta aprehender una sensación de deslizamiento. El skater domina las superficies irregulares, condición que pone a prueba su potestad sobre el espacio. En su traslación el skater estetiza su vagabundeo callejero, doblega en sus propios términos un destino incierto, tal vez sombrío. Hay un pasaje sublime en el que los patinadores giran en semicírculos en un tubo gigante. Parece un túnel y una compuerta a otro mundo, algo enfatizado por el diseño sonoro de Leslie Shatz y la maestría de Chris Doyle, quien hace de la luz una presencia extraña y diáfana. Pocas películas se ven así, pocas películas suenan así. A veces los skaters miran a la cámara. En algunas ocasiones, son interrogados por la policía en plena calle. Lo subjetivo y lo objetivo se entremezclan en el registro, y se armonizan coherentemente con el ritmo narrativo del film.

Quizás Paranoid Park sea el film que mejor comprende el mundo adolescente porque no pretende juzgarlo ni tampoco justificarlo. Los adolescentes deambulan en sus escuelas. Los padres, ensimismados en sus problemas, casi siempre aparecen en fuera de foco o en un plano en profundidad situándose entonces hacia el fondo del plano. Sin subrayar, Van Sant sugiere una posición definida de los adultos en la vida: ausentes, o acaso adolescentes envejecidos que no pueden responder ni por ellos mismos. El síntoma es preciso, el inconsciente está expuesto. Dice una amiga de Alex: “Ése es el problema. La indiferencia”. Pero Van Sant no la condena, pues detrás de la catatonia espiritual existe vida inteligente y sensible en el extraño mundo adolescente.

Este texto fue publicado por la revista Docta en noviembre 2009. 

Roger Koza / Copyleft 2011