SEGUNDA UNIDAD: CÓMO SE LEE UN GUION

SEGUNDA UNIDAD: CÓMO SE LEE UN GUION

por - Columnas
02 Jun, 2019 08:21 | Sin comentarios
Sobre la relación distante y ni siquiera espectral entre los guiones y las películas, o asimismo sobre la autonomía literaria de aquello que presupone un potencial film.

Una cabeza monolítica de Hitch con los ojos cerrados (que invita a preguntarse si también en el sueño eterno conservará ese clinch, su emoji arcaico de moái) es todo cuanto queda de los estudios de la Gainsborough Pictures en la orilla sur del Regent’s Canal, en la Poole Street de Hoxton, actual distrito (London Borough) de Hackney. Esa cabeza lunar y el complejo habitacional que la adormece, con su realia y su acopio de eclipses del siglo: Ivor Novello, James Whale, Michael Powell, Carol Reed, Terence Fisher, D.B. Wyndham Lewis. Este último acaso más célebre por no tener relación alguna con Percy (o sea: por ser el Wyndham Lewis que Joyce no menciona en el Finnegans–o el que no acusó a Hugh Kingsmill de envenenarle el fairy cake) que por ser el guionista de El hombre que sabía demasiado, o el biógrafo involuntario (y pecuniario) –entre tantos otros– del abominable Gilles de Rais, el barón sangriento, si hemos de fungir de celestinas para Valentine Penrose, libro en el que Pasolini no se basó –sino en el del plomizo de Bataille– para cortejar cierto guion que espantó su propio homicidio.

Dylan Thomas trabajó por encargo para la Gainsborough Pictures durante su fase crepuscular (la de la Gainsborough pero también la propia) con menos suerte o liquidez biográfica que Nöel Coward o Somerset Maugham, quienes sí vieron montar en los estudios de la calle Poole los fondos retroproyectados de The Astonished Heart (Terence Fisher, 1950) y Trio (Ken Annakin, Harold French, mismo año). Rebbeca’s Daughters dejó en cambio a Dylan Thomas con “un guion más y mil libras menos”, pero también con un coeficiente de mueca menos british (un fulgor acaso demasiado residual como para no ser urgente): “un film scenario–en palabras del propio Thomas– listo para ser rodado, que habría de dar al lector común una impresión visual de la película en palabras y que podría ser publicada como una nueva forma de literatura”. Forma que en el caso de Las hijas de Rebeca espesa el presente verbal operativo hasta paladear el pretérito legendario: “Diluvia. Y aúlla el viento. Crepúsculo invernal. Cortinas de aguas rotas y estremecidas al aire desatado y ululante. De pronto, martilleando en esa cacofonía imponente, el redoblar de cascos de caballo y el matraqueo, a la vez rechinante, de ruedas mal engrasadas; un carruaje cruza fugaz ante nuestra vista y es tragado por las sombras. Es la impresión efímera de un movimiento difuso en el estridente entorno; luego, nada”. (El cine escrito como estelas de palier.)

En sus Narraciones para cine (Mardulce, 2018) Tarkovski parece de hecho humedecer esta “nueva forma de literatura” antes de la majestuosa incineración del shooting. Como si creara a priori el recuerdo de lo que está ahí (o para no citar a Benjamin: de lo irreproducible). Contemplando acaso la misma nube en la que Dylan Thomas distinguió esa forma: todo guion, en última instancia, es –será siempre– el guion de un film perdido. Y si bien no debería escribirse necesariamente desde ese memento (que el significado cuide de sí mismo –aquel reproche butleriano de Robert Graves– encarece los costos de cualquier industria) desde allí tenderá, cada vez más, a leerse, como se lee –género acaso insospechablemente contiguo– un epistolario.

En el caso de Tarkovski, que muchas veces escribe en un pretérito funámbulo, sus guiones se leen como si sus filmes nunca hubiesen existido. Como se recuerdan ciertos periodos irreconocibles de la propia vida: saturados de imágenes insustituibles. Y cuando de hecho esos filmes nunca han existido (Viento luminoso, Hoffmanniana, Sardor) el género –como la novela ermitaña– alcanza el esplendor que recoge de su propia indigencia.

Para los que alguna vez calentamos sillas en alguna escuela de cine, que la asignatura empleara el término “realización” para aludir al proceso de fagocitación de un artificio (el guion) en otro más satisfecho (el film) no consentía una perplejidad solo en la medida de la austeridad semántica que suele promover –en la enseñanza– el monopolio de contextos. Se trata del mismo verbo que aparece en Wallace Stevens en modo examen de conciencia y dispuesto como borde filoso: “La obra del autor [la poesía del propio Stevens en este caso] sugiere la posibilidad de una ficción suprema, reconocida en tanto ficción, en la cual los hombres podrían proponerse a sí mismos una realización”. (¿Leer como Judas?)

Publicado casi en simultáneo a las Narraciones de Tarkovski, en Lacombe Lucien (Anagrama, 2018), además de recordar que Patrick Modiano y Louis Malle no solo se tocan en Raymond Queneau (el Liceo Enrique IV, Zazie dans le métro), la megafonía del presente verbal, la servidumbre de la frase, la disnea de la peripecia, aplastan la forma literaria menos contra las necesidades operativas de Malle (director y productor del film) que contra la manufactura oculta, no enunciada, de una imaginación que Malle no se destina a sí mismo. Las imágenes del filme dibujan en la lectura una suerte de presencia consular, sospechosa y oportuna, y cuando estas no forman parte de nuestros salvamentos, la economía extrema de la narración (la orfandad de la historia) encuentra asilo en las pancartas más compasivas de la época (ésta). Un divertimento añadido resulta detectar a Modiano en ese paisaje hiperbóreo. Cada vez, en buena medida, que se escribe “Hôtel des Grottes”, y el predicado se rezaga sobre una cláusula mentolada y rápidamente inhalada. Una partícula de estilo que no se desplaza en el sentido de la propagación del movimiento o la ondulación que lo postula.

Si como en las texturas opiáceas de Modiano, el sueño es la espoleta radiante de la vigilia, será en última instancia la melancolía de la planificación aquello que desarregle en un guion alucinación y memoria para convertir su desmesura anacrónica en una poética de lo irrealizable. La filmografía evocada por el heterónimo homónimo de La calle de los cines, Marcelo Cohen de la Isla Onzena (Sigilo, 2018), no dista demasiado –salvo por su tenacidad elíptica– de los horizontes de un guionista a la Thomas. El presente verbal (¿el verbo presentado?) despliega el recuerdo de cada película con la meta de “suscitar en el lector ganas de ver la película o la impresión de haberla visto”. O bien “lograr que pueda recordarla y contarla como de primera mano”. Inventar una filmografía para ese “archipiélago imaginario que parece nutrirse de las ficciones de nuestra propia realidad al tiempo que las refuta o las recrea” [el Delta Panorámico de Cohen] parece figurar asimismo estas palabras de Guillermo Saavedra escritas en el prólogo a los Relatos reunidos publicados en 2014 (adonde ya se adelantaban cuatro rough cuts). Figurar, precisamente, es un verbo que se nos aparece con doping de sentido en la película que acaso más se autodefine dentro del catálogo de Cohen, Por su propio bien. Un filme de literatura y paranoia en tres partes, cuando se lee: “En un momento, figurada tal cual en el filme, la conciencia de Corio es un hotel en donde solo entra el viento, y no se hospeda”.

Sebastián Menegaz / Copyleft 2019