PECADOS DIGITALES

PECADOS DIGITALES

por - Ensayos
21 Feb, 2009 04:01 | comentarios

Internet

por Roger Alan Koza

Una aclaración: esta nota fue escrita a propósito del último número de la Revista Quid, cuyo eje temático giraba en torno al pecado

La metafísica se pavonea en el inicio del siglo, todavía imposible de ser adjetivado. Sin duda, no es el siglo de las luces, tampoco el siglo de una nueva oscuridad. En este albor secular, la revolución digital alcanza todos los estratos de la vida. Se digitalizan los documentos, las transacciones, los libros, las películas, la identidad, los placeres, los deseos. Como el físico prototípico de la India, que durante el día medita sobre la Teoría de Cuerdas mientras que a la noche recita en sánscrito algún verso dedicado a Ganesha, nosotros, los occidentales, transitamos universos inconmensurables sin resistencias: el materialismo refinado de la técnica se conjuga con creencias pretéritas, sistemas de ideas que alguna vez, bajo el pulso e impulso de la secularización (ateísta), se creyó, ingenuamente, habían sido superados.

Así las cosas, cualquiera puede dar su testimonio de otros mundos, de experiencias extrasensoriales que confirman una realidad más allá de lo visible. Artistas, conductores, deportistas cuentan sus experiencias; no mienten, no pueden mentir, confiesan una verdad que no les pertenece, más bien les acontece. El Más Allá triunfa en todos lados, y el cine no es una excepción. Hay para todos los gustos: de la espantosa El regreso del Todopoderoso de Tom Shadyac al futuro estreno de la magnífica Luz silenciosa de Carlos Reygadas, el triunfo de lo religioso se palpita semana a semana, jueves tras jueves.

Pero no se trata, en esta ocasión, de compilar títulos como evidencia de un espíritu epocal que permitiría hacer una hipótesis respecto de la función evangelizadora del cine, o cómo el cine opera sobre los espectadores como un entrenamiento sobre el sistema de creencias. Hay una profunda historia secreta entre el cine y la religión; o, más precisamente, un vínculo entre este arte y el cristianismo que va más allá del pecado como fenómeno excluyente. Las películas de Dreyer, Bresson, Tarkovski, por nombrar algunos maestros conocidos, son contundentes ejemplos. Menos aún, se intentará localizar la representación de los pecados en películas diversas, utilizando los padecimientos de los personajes como modelos de una experiencia reconocible. La invitación es otra. ¿Cuál es la relación entre el cine que podemos ver y la fenomenología del pecado? Extraña pregunta, acaso caprichosa, aunque pertinente si se estima el deseo de ver en el contexto de lo que se puede ver.

Dice el apóstol San Pablo: «¿La ley es pecado? ¿No lo es? No obstante, sólo tuve conocimiento del pecado por la Ley. En efecto, no habría pensado en la codicia si la ley no me hubiera dicho <<no codiciarás>>. Pero el pecado, al hallar oportunidad, produjo en mí todo tipo de codicias gracias al mandamiento».

La versión secular y mercantil de esa interdicción puede verse a menudo en un comercial imperativo con supuestos fines pedagógicos y disuasivos. Un joven, cuyo aspecto de clase media acomodada remite a una decisión poco inocente, está bajando una película de Internet. El comercial insiste en que bajar una película es sinónimo de robo. Previamente, se refuerza el concepto a propósito de un símbolo propio de la irritación ciudadana: el hurto de carteras. No robarás aquí se transforma en un No copiarás. Como sabemos, porque hasta lo hemos visto en copias de DVDs truchos, antes de partir, el joven parece tomar conciencia y detiene el proceso de download. El mandamiento, finalmente, una vez en la conciencia, deviene en conducta. Ésa es la quimera de la publicidad, su deseo normativo, su cinismo corporativo, su total impotencia que revela un límite entre la propiedad en sentido estricto y la circulación libre de bienes culturales.

Correlativo a la ley del No bajarás se halla el deseo de querer ver. El deseo es siempre el registro de una falta, de algo que no está y se intuye como valioso. Es un móvil de la conciencia, un ir hacia otro. El deseo siempre se topa con una ley. No se puede querer todo, pues la paradoja es que quererlo todo es casi lo mismo que querer nada. Así, la ley funciona como una resistencia en la que todo sujeto aprende a interrogarse sobre lo que quiere y lo que cuesta y, si se puede, por qué lo quiere y, eventualmente, por qué no se debe. La historia de la libertad, en todas sus facetas, ha sido la contienda sobre cómo interpretar las leyes y hacer de éstas un legítimo límite (y no un sistema de castración universal) de lo que es posible desear.

Los viejos cinéfilos de todo el mundo conocen muy bien el fenómeno. Sea en España, Chile, Argentina, China, las dictaduras han restringido siempre la libre distribución de películas. He aquí, todavía, el reconocimiento de que el cine no es un mero espectáculo. En efecto, se prohibían las películas porque éstas poseían un poder, el de hacer visible no solamente el orden de lo injusto sino también otros estilos de vida cuyas nociones del amor, la amistad, la insurrección, la indignación, la utopía no se correspondían con los discursos dominantes con los que se pretendía ordenar la totalidad de la experiencia social. En esos contextos nacían los cineclubes, en donde se podía ver lo prohibido y discutirlo. Los cineclubistas entendieron muy bien la dinámica entre el deseo y lo vedado. Las copias secretas pasaban fronteras. Las proyecciones eran clandestinas.

Eran otros tiempos, pero hoy, cuando no hay límites, supuestamente, de lo que se puede mostrar, cuando la televisión satelital ofrece cientos de canales en los que se puede ver algo más de lo que se ve en una sala, se ha constituido una nueva cinefilia, cuya expresión se puede constatar tanto en la expansión asombrosa de cineclubes como en la aparición de un sujeto cinéfilo privado que organiza su propio festival de cine en casa bajándose películas, experiencia no exenta de bemoles. De lo que se predica el reconocimiento de una nueva dictadura, más difusa pero eficiente, la del mercado, ese extraño constructo teórico que tiene, sin duda, efectos tangibles sobre nosotros. El problema, de fondo, no es moral sino político. Si no existiera Internet, el único cine que se podría ver sería el que se estrena en salas y se programa en cable, y el que llega cada tanto vía festivales y cinematecas, cuyos precios son siempre razonables.

El potencial libertario de lo digital desestabiliza y transforma. Las pretéritas prácticas monopólicas, un tipo de piratería por otros medios, no se adecuan del todo a los inéditos intercambios que se producen en la web. Allí, en ese topos sin centro llamado Internet, se comparten archivos diversos sin una lógica mercantil que regule el tráfico de información. Es la utopía de la copia, como lo ha denominado la berlinesa Mercedes Bunz, por lo que la idea del original y de la concomitante propiedad se desdibujan en una suerte de extraño paraíso socialista en donde el conocimiento no pertenece a nadie, no cuesta y es accesible a cualquiera. Así, alguien sube una película que ripeó, tradujo y subtituló. Comparte un bien cultural, no se lo apropia, lo pone a disposición. Es un gesto radical, incompatible con la racionalidad económica ortodoxa, ni siquiera equiparable con el trueque. ‘Libre’ y ‘gratuito’, aquí, adquieren combinados otro sentido. Por eso quienes luego comercializan con lo que bajan de Internet traicionan ese espíritu comunitario. Desde los videoclubes hasta los vendedores ambulantes, alquilar o vender lo que se baja constituye un acto canalla, una deslealtad respecto de un principio de generosidad que nada tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda.

Naturalmente, distribuidores, exhibidores y productores esgrimen sus preocupaciones variopintas e intentan reglamentar y regular el mercado. La piratería, dicen, causa estragos. Tienen sus razones y sus argumentos, y en función de sus reclamos habría que aplicar los universales kantianos para extremar cuáles son las consecuencias. Es decir, si todos los sujetos solamente bajaran películas, si todos comercializan copias ilegales, cuáles serían los efectos estructurales sobre la existencia del cine y todo lo que esto implica. Del mismo modo: ¿cuáles serían las consecuencias si una entrada de cine fuera verdaderamente accesible, si se pudiera acceder a otro tipo de cine en 35mm, si, tras años de adoctrinamiento, el vocablo cine no fuera un sinónimo de Hollywood? En otras palabras, desde el vendedor callejero que dice «la película de <<Wally>> por 5 pesos» hasta la naturalización de la venta pública de películas bajadas en quioscos y puestos «especializados» constituyen un síntoma de la precariedad cultural y económica en la que vivimos. Son síntomas de un sistema disfuncional, respuestas espurias a una entrada de cine que solamente la puede pagar un privilegiado, incluso cuando se trata de una gran película estrenada en DVD ampliado, por la que se paga un precio similar al de un film proyectado en 35mm. El pirata, en última instancia, es una producción de un sistema específico, su agente transgresor que denota un funcionamiento irregular en el corazón del sistema y sus límites.

No sabemos si esa utopía electrónica y digital llamada Internet habrá de durar para siempre. No sabemos aún si las libertades de hoy permanecerán inalterables. El futuro del cine es todavía incierto y la digitalización del mismo recién ha comenzado. Ver, filmar, proyectar, distribuir, restaurar, resguardar, escribir, las acciones que comprometen al cine, se están alterando para siempre. El tráfico de películas, tarde o temprano, pertenecerá a estratos invisibles, y las películas dejarán de pesar. Las viejas latas de celuloide serán fósiles, muestras remotas del arte de conservación de imágenes. Para muchos, esta sustitución de lo analógico por lo digital es también un pecado, aunque posteriormente aprenderemos que aquello mancillado como pecado era tan sólo nuestra incapacidad léxica para nombrar algo que había cambiado.

Esta fue publicada por la Revista Quid, febrero-marzo, 2009.

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