EL ORNÍTOLOGO DE SANTIAGO: MAYO

EL ORNÍTOLOGO DE SANTIAGO: MAYO

por - Columnas
21 Jun, 2017 11:56 | Sin comentarios
El joven crítico del otro lado de la cordillera vuelve a dejar en claro que la curiosidad ordena su cinefilia; sus lectores, por otra parte, ya habrán detectado que la sinceridad articula su discurso. En esta entrega se ocupa de films de Martin, Peele, Bresson, Peretjatko, entre otros

Por Jaime Grijalba

Empiezo a escribir estas palabras sentado en una de las sillas que proporciona el Aeropuerto de Santiago. El ornitólogo toma vuelo por primera vez desde que empezaron estas columnas y hacia dónde me dirijo es algo que sabrán cuando salga la columna de junio, pero esta situación me instó a pensar en los escritores de aeropuerto, viajes y festivales de cine. Después de todo, el mes de mayo tuvo a Cannes como el evento cinematográfico del cual todos estuvieron atentos, y hubo varios críticos latinoamericanos que estimo y quiero mucho que viajaron en aviones baratos y de múltiples escalas para poder visionar lo que ese año Frémaux tenía preparado. Para muchos (la mayoría) fue un desastre de proporciones épicas, de esas ediciones de festivales para el olvido. Pondría ejemplos de ediciones de festivales que hayan sido poco memorables, pero no me lo puedo permitir ya que aún soy joven; me falta calle como se dice acá. Podría citar Sanfic (Festival de Cine de Santiago) del 2014 o 2015, pero aun así se trataría de una lectura bastante acotada y sesgada de mi parte.

Mientras espero que abran las puertas del avión, me siento con ansias de llegar donde voy, después de todo algunos de esos queridos críticos latinoamericanos estarán en el lugar donde voy y me tienen esperando unas “copuchas” del tamaño de buques. Seguramente con esos críticos coterráneos compartiremos rumores de pasillo, diremos que de algunas películas que no son otra cosa que aberraciones y otras atrocidades que no podré compartir con ustedes so pena de muerte cinéfila. No es de caballero andar contando infidencias que no son las mías. A, que es la productora de todos mis proyectos cinematográficos futuros y frustrados, siempre me dice que tenga cuidado con las cosas que digo respecto a lo que me cuenta, pero ella tiene unas historias muy entretenidas. Dan ganas de ficcionarlas y hacerlas pasar como una novela o cuento o película: las andanzas de una chica normal a la que le pasan demasiadas cosas que te dejan muerto de risa y sorprendido. Sería divertido. De hecho, está preparando su propia película; ahora la escribe y luego la dirige; está igual que yo, pero con más futuro.

Porque mi futuro como realizador de cine se ve opaco, como si fuera una bola de cristal demasiado llena de humo. Algunos venden cosas así y logran que sus propios proyectos tomen vuelo. Durante mayo me reuní con mis coguionistas/coprotagonistas, del que quiero que sea mi primer largometraje (con fecha de rodaje definida como “en el mes del 2017 donde podamos hacerla”) y pudimos terminar una versión casi definitiva del guion. Es difícil y a la vez emocionante, aún no se lo envío a A, que quiere leerlo para saber en qué desastre se metió esta vez. Oye, A, ¿viste? ¡Te pude meter en una columna del ornitólogo! Sé que no es algo que me pediste, pero como fanática de la columna podrás apreciarlo; espero haberte dado el suficiente espacio como para hacerte justicia. Eres grande A.

Es que a mis 27 años el hecho de no haber siquiera rodado un corto ni tener un largometraje en mi haber ya es medio mal visto. Muchos hablan sobre cómo Haneke empezó tarde, que prácticamente se hizo director de cine cuando ya era un flamante miembro de la tercera edad (exageración, pero bueno). Al mismo tiempo no dejo de medirme con otros directores, más o menos contemporáneos, y observo todo lo que han logrado a sus cortas edades. Por ejemplo, Orson Welles, a los 26 años, rodó lo que aún muchos llaman la mejor película de la historia del cine (es muy buena, sí). En nuestro tiempo, Raya Martin hizo su primer largometraje a los 21, y logró entrar a Cannes a sus 24 años con la magnífica Now Showing (2008, Martin), que fue una de las últimas películas que vi durante el mes, una cinta en dos partes sobre la vida de una chica filipina durante su niñez y adolescencia, dividida a la mitad por una suerte de tributo a una actriz de la llamada “época dorada” del cine de ese país; todo esto en un paquete de cuatro horas y cuarenta minutos. Resulta increíble que un joven de 24 años como Raya Martin haya podido tener dentro de sus capacidades el poder escribir este guión y filmarlo en menos de quince días, ocupando cámaras de video con un grano muy característico, que apoya la sensación de estar viendo experimentos audiovisuales de un joven que quiere ser cineasta en el futuro. La cámara se mueve con total libertad, de un lado a otro, haciendo zoom en caras y cosas, realizando pequeños ejercicios de stop motion con juguetes, marionetas, dedos y objetos cotidianos de la casa donde la familia de la protagonista vive.

Hay una clara división, como mencioné antes, entre lo que es la infancia y la adolescencia de esta protagonista, con el interludio mudo de las películas de la actriz filipina (que dentro de la narrativa sería la abuela de la protagonista), pero también la división es visual, usando en esta segunda mitad una cámara digital más contemporánea al año de su realización (tal vez una Sony o P2 con mini DV), lo cual provoca que el estilo visual cambie, aunque en un principio es difícil detectarlo. Esta segunda mitad parte en un cementerio, haciendo una suerte de película de terror sin sustos en primera persona, donde la cámara corre por los pasillos entre las tumbas, encontrándose de pronto con la chica ya de grande, ahora rezando y comiendo frente a la tumba de su padre. La experimentación formal con el digital, a medida que avanza la trama, se va volviendo más sobre la imagen y la iluminación que del movimiento: la cámara se queda más estática, juega con los niveles de exposición, sobreexpone en los momentos de soledad, el montaje hace jump-cuts sobre el mismo plano, una experiencia por sobre todo sensorial, pero al mismo tiempo muy cinéfila; en el film la joven ya adolescente trabaja vendiendo DVDs piratas. La de Martin es una de esas películas que ya no se podrían hacer de nuevo, de esas que provocan envidia cuando uno las ve, tratando de entender cómo puede haber tanta abundancia simbólica dentro de alguien que ha vivido tan poco. Tal vez el que ha vivido poco ha sido este humilde ornitólogo que les habla.

También pude ver otra del mismo director, mis dos primeras también, How to Disappear Completely (2013, Martin), y aunque la sentí inferior en cuanto a un ejercicio de memoria y una especie de reformulación del género de terror que es tan popular en su país, aún así encuentro una gran suntuosidad en su laborioso sistema estético. Es notable el trabajo peculiar con los actores, usando jóvenes en plena ebullición hormonal y provocando sus reacciones más primordiales. De alguna forma me recordó, visualmente, a lo poco y nada que he visto de la obra de Isiah Medina; sentí que Raya Martin logra sin esforzarse lo que el director canadiense tanto se esfuerza en lograr y que no me logra atrapar en lo más mínimo.

Aprovechando conexiones internas, y para seguir un poco con lo que terminé en la columna anterior, pude ver algunas películas que se dieron en el BAFICI, a medida que se agotaba el tiempo de la página web que las sostenía. Pude ver la película chilena que estaba en competencia, Reinos (2017, Lira), la cual me pareció absolutamente olvidable salvo por la interpretación femenina principal que se llevó un premio especial del jurado. Para mí, como chileno, no me parece nada peculiar esta cinta que se siente como una explotación de tópicos sexuales y sociales demasiado empleado dentro del contexto del lugar donde transcurre la historia: el campus Juan Gómez Millas de la Universidad de Chile, donde se sabe que los alumnos más que estudiar se van a drogar, a tomar, a follar y muchas otras cosas que les deben resultar divertidísimas. Por eso es que en el largometraje debut de Lira, todo se siente como un chiste viejo, con diálogos que hacen referencia a comentarios que uno hace en lugares como ese, bromas relacionadas con la historia del lugar, su fama, sus tomas, sus protestas, todo medio revuelto a medias con una trama psicosexual que nunca llega a elevarse.

Otra decepción fue Porto (2016, Klinger) que me pareció una cáscara muy bonita pero muy vacía, algo denigrante y hasta sexista. Me pareció curioso ver muchas críticas que ignoraran lo absolutamente loco y peligroso del protagonista principal, el cual es visto en todo momento como el héroe y el que tiene razón, el que asimismo merece la atención de la mujer, sólo porque con él tuvo un orgasmo muy fuerte (además de mencionar que se ve reivindicada sólo porque se corre como si fuera un hombre). ¿Tiene Gabe Klinger como cineasta una misógina y antifeminista? Bastará con googlear y buscar un poco; hago pública mis inquietudes. Eso sí: la película tiene bonita fotografía en 16mm.

Lo absolutamente contrario a una decepción, es decir una sorpresa, fue La loi de la jungle (2016, Peretjatko), una comedia en tono absurdo que me remitió al estilo de Monty Python y no me soltó hasta el final. Usando el trasfondo de las pasantías, un joven (aunque avejentado) estudiante logra obtener una en el departamento de estado francés que está a cargo de la revisión de estándares reguladores para el servicio público de edificios. Para aprobar su pasantía y así poder graduarse, el joven viaja a la Guyana Francesa, considerada dentro de los estándares arcaicos de una superada colonización, parte del territorio, y por ende, sujeta a los mismos reglamentos. Ahí se construirá un parque de sky en medio de la selva, empresa absolutamente ridícula, pero de la cual todos están seguros que será un éxito. La comedia es constante desde el inicio: hay chistes visuales, chistes verbales, chistes físicos, hasta chistes musicales o de encuadre. Hay de todo para disfrutar y dejarse llevar por el absurdo inherente a dos personajes que recorren una selva eterna y donde los personajes se encuentran, se pierden y se vuelven a encontrar. Todo esto culmina en una tierna historia con un romance loco que sólo se libera en los momentos más alocados y menos oportunos.

El vuelo ya se acerca y he hablado de festivales y de sufrimiento, de esa sensación de no estar haciendo nunca lo suficiente. Puede achacárseme cierto nihilismo depresivo, pero no creo que anide ese mal espiritual en mí. O tal vez sí. Sucede que tuve una crisis medio existencial a fines de mes, cuando sentía que mis esfuerzos no valían la pena: no parecía avanzar en nada de lo que me proponía, ni siquiera me sentía capaz de componer mis escritos, redactar los cuentos y los guiones. Las películas que se desea hacer con toda el alma tal vez me excedan a mí. ¿Quién no tiene esa sensación de que uno quiere hacer algo con toda la fuerza de su alma y simplemente tal vez no sea uno bueno para eso? M logró calmarme como sólo ella puede hacerlo, después de todo, no puedo dejar que eso me carcoma para siempre. Tengo que tratar, al menos tengo a alguien cerca que sí cree en mí. Eso me recuerda al cortometraje Day Dreams (1922, Cline, Keaton), donde Buster Keaton le promete al padre de su novia que viajará a la ciudad y conseguirá un trabajo del cual pueda estar orgulloso; también promete que, si vuelve y no lo consigue, él mismo se disparará. Como podrán adivinar, a Keaton nada le resulta, y el film tiene una simpática forma de comunicar eso: a través de cartas enviadas por el personaje de Keaton a su novia, le explica el trabajo que tiene. En una secuencia (muchas veces perdida y explicada en intertítulos en la versión que vi de YouTube) donde vemos a un hombre exitoso, un posterior corte brusco vuelve todo a la realidad: entendemos lo que realmente quiso decir en la carta. Sí, una estrategia simple, pero que funciona para provocar comicidad. El corto termina con la torpeza máxima: Keaton falla al querer suicidarse y reírse es inevitable.

Hablando sobre suicidios frustrados y estos sentimientos nihilistas que merodean la cabeza de la gente con dudas constantes como yo, pienso en una creencia absoluta que me da confianza sobre mi futuro. Por lo menos yo no creo en el nihilismo como una forma viable de existir, tal como Bresson lo entendía cuando hizo Le diable probablement (1977, Bresson), en la que un joven con ideas filosóficas en la cabeza (en vez de ideas sentimentales) pareciera estar buscando la muerte en cada esquina (o en cada escena). Dista mucho de ser de mis favoritas del director francés, aunque puede que valga la pena verla de nuevo más adelante. La verdad es que no pude considerar al personaje nada más que como la expresión máxima de la alienación. Eso se transmite incluso al espectador, lo cual está bien, aunque tengo la sospecha que incita a la incomodidad sino más bien a la indiferencia.

Pronto este ornitólogo surcará los aires en una común ave silvestre de metal y le tengo miedo a los despegues. Suena ridículo, pero no le tengo miedo a volar, menos a las alturas y al modo en el cual la sombra del avión se deforma contra las montañas que se encuentran a miles de millas debajo de mis pies. Pero sí le tengo miedo a ese temblor y a esa sensación de vacío bajo el estómago que ocurre cuando un avión se separa de la pista. Es una sensación similar a la que me provoca un género cinematográfico específico, un rara avis en este hemisferio, el kaiju. En esta ocasión, me tocó ver una de las pocas de Godzilla que me quedan por ver, un viaje que partí hace dos años y que me ha dado mucha felicidad. En este caso se trata, felizmente, de una de las mejores: Gojira X Mekagojira (2002, Tezuka), una suerte de relectura de la película original de 1954, ahora desde una perspectiva feminista: Godzilla, el monstruo que representa el error que cometieron los hombres con la energía nuclear, es derrotado (momentáneamente) por un robot que toma la apariencia del monstruo (MechaGodzilla), que a su vez es piloteado por una mujer que ha sido víctima constante de abusos y burlas por parte del resto del pelotón al que pertenece. De hecho, en cierto momento, la máquina pierde el control y empieza a destruir la ciudad, como si el deseo interior de la protagonista fuera destruir toda la sociedad patriarcal que la ha reprimido a lo largo de su carrera militar. Así que para aquellos que crean que las películas de monstruitos no dan nada, ahí tienen. Boom.

Hablando de justicias, represiones y todas esas cosas que tan de moda están hoy (en fin, ya era hora), vi también uno de esos estrenos de los que todos hablan: Get Out (2017, Peele) es un debut cinematográfico importante, una película de terror sencilla que se aprovecha de un sistema eternizado de racismo normalizado en el diario vivir del hombre negro en Estados Unidos. El film dispensa una atención fina, a través de la cámara y el montaje, a ciertos movimientos precisos, que serían casi imposibles de ver para un ojo no entrenado; por ejemplo, una pequeña mirada de desdén, una mirada de arriba abajo, un movimiento de mano, un chasqueo de lengua. Cada una de esas acciones provocan algo en la piel de uno, sobre todo si uno tampoco se considera de esa raza blanca que parece querer siempre dominar de una forma u otra. Esa sensación de hormigueo en la piel de uno es quizás lo mejor que pudo hacer Jordan Peele.

Esto se relaciona un poco con lo que uno siente cuando ve un clásico como Within Our Gates (1920, Micheaux), dirigida por uno de los primeros directores afroamericanos, quien toma como inspiración la multitud de tiempos y lugares de las cintas clásicas de Griffith. En su caso, prescinde del odio racista inherente de aquellos films, y nos entrega piezas que buscan mejorar las relaciones entre los seres humanos, ya sea entre blancos y negros, negros y negros, hombres y mujeres, mujeres y mujeres… Se nota muy bien cuando un director quiere el bien general y no sólo que los de su lado estén bien.

Y para terminar con este certamen de lo políticamente correcto (qué mal nombre y qué mala fama tiene, se trata de ser decente con el resto, nada más), vamos a lo que nos faltaba: LGBT. La nueva restauración de Bara no sôretsu (1969, Matsumoto) restituye el resplandor de esta cinta, que bebe de las vertientes del cine experimental underground japonés que explotó durante los años 60. También resulta curiosa su posición frente a la identidad de género, ya que tenemos a protagonistas y personajes que se visten, se sienten y se ven como mujeres, pero ellos insisten en llamarse a sí mismas “gay boys”, como si fuera un género en sí mismo. Hay que tomar en cuenta que dentro de la historia de Japón siempre ha existido un tercer género, el de los hombres con características femeninas, que podían enamorar tanto a hombres como a mujeres, y de los cuales se han hecho muchos cuentos, pinturas clásicas y representaciones en obras de teatro Noh. Cuesta creer que para los japoneses todo esto esté mucho más naturalizado (tal vez haya sido esa breve etapa nacionalista, la cual haya dejado en su sociedad una mancha más conservadora), pero es aún más divertido el verlo en este híbrido de ficción y documental que hace las veces de adaptación medio perversa de Edipo Rey.

Para terminar, hablaré de la última película que vi antes de esperar este avión. La vi con M. Vemos menos películas juntos porque yo veo cosas muy aburridas y los dos hemos estado ocupados con nuestros asuntos. Por gracia de la casualidad, este mes pasé mucho más tiempo con ella del que paso constantemente, lo cual nos dio la oportunidad de probarnos como seres humanos en contacto constante. Ahora pasaremos un rato separados por mi viaje, el cual ya siento que en cualquier momento llamarán a abordar. No puedo esperar para volver, para contarle todo, para poder volver a sentir su voz hablándome en la oscuridad, contándome su día. Como la conversación que tuvimos cuando pusimos en Netflix Her (2013, Jonze). M no la había visto nunca, mientras que para mí ya era el cuarto visionado desde su estreno. Les parecerá a muchos una herejía lo que diré, pero es una de mis favoritas de la década presente, una de esas esenciales que vienen a resumir muchas cosas estéticas y temáticas de lo que vivimos hoy, y también condensa la la forma en la que constituye el mundo de los sentimientos. En su momento la película me golpeó muy fuerte, y siempre es en la misma escena: cuando Samantha, el OS del cual Joaquin Phoenix está enamorado, desaparece por unos minutos y él sale corriendo a buscarla (pese a que no está en ningún lugar físico), en ese diálogo que tienen a la salida de una estación de metro, se pronuncian algunas palabras hirientes que giran en torno a la fidelidad, el amor, la pertenencia. Cuando terminó la película le conté a M lo feliz que me sentía de volver a ver esa escena, pese a que no deja de golpearme, pues ya no hace sentir miedo. El miedo es lo contrario del amor. Si tienes miedo, no puedes amar. Eso me lo enseñó M.

Fotogramas: Bara no sôretsu (en el encabezado); 2) Now Showing; 3) La loi de la jungle

Jaime Grijalba / Copyleft 2017