NUESTROS AMIGOS FIELES

NUESTROS AMIGOS FIELES

por - Críticas, Ensayos
07 Sep, 2012 02:17 | comentarios
Las tres películas con Buzz Lightyear y Woody no son todas iguales en espíritu.

Por Roger Koza

Antes de que se pusiera en movimiento, la imagen permanecía inmóvil. Tampoco es necesario ser un erudito o un sociólogo de nuestras prácticas lúdicas para reconstruir la historia del juego: la pintura precede al cine, del mismo modo que un juguete de madera o simplemente un objeto fuera de su fin utilitario devenido en elemento lúdico preceden al juguete de plástico. El cine tiene una historia, los juguetes también.

Juegos de niños es el título de una obra deslumbrante de Pieter Brueghel. En términos cinematográficos se trata de una panorámica sobre una zona pública donde se ven distintas figuras humanas; la mayoría son niños. Allí se despliega un catálogo minucioso de todos los juegos más destacados de aquel tiempo (más de 40). En el siglo XVI no existía la industria del juguete, por lo que se trataba de una dinámica del ocio compartido más centrada en los sujetos, sus destrezas físicas y juegos de rol que en la manipulación de objetos representativos de un orden social puestos al servicio del libre uso de la imaginación infantil. Las niñas de aquel siglo desconocían las formas platónicas de una Barbie y los niños no tenían que medirse ni identificarse con Kent, su correlativo genérico, hombre corpulento paradigmático, un macho alfa pasado por el tocador.

Historizar siempre es conveniente y saludable porque la experiencia actual, en cualquier campo, a menudo parece reclamar un valor absoluto. Los juguetes como los imaginamos no siempre estuvieron con nosotros. Nuestros amigos fieles no vienen adheridos a nuestra infancia desde tiempos prehistóricos, incluso la experiencia misma de la infancia es ya de por sí distinta para quienes vivimos hoy que para quienes eran contemporáneos de Descartes.

Los muñecos y los juguetes han estado presentes en el cine desde sus inicios. Sin embargo, hay un film entre muchos que prevalece y prevalecerá: Toy Story(1995). Es el título obligatorio para cualquier premisa que intente vincular los juguetes al cine, aun cuando existen películas extraordinarias como Pequeños guerreros (1998) y, en menor escala, Juguetes (1992), que articulan muy bien la relación de los juguetes con el imaginario y sus funciones sociales.

Todos amamos Toy Story. Sus fans son planetarios, sus fieles atraviesan las generaciones. Toy Story se postula como un relato universal. Los niños de Bangladesh y sus pares austríacos no pueden dejar de sentir el vértigo y la emoción de ver a sus juguetes cobrar vida y habitar en un mundo pletórico de aventuras. El glamour de Woody y su clan traspasa fronteras físicas y lingüísticas. No importa que el héroe central sea un vaquero y que quien le presta la voz en su versión original sea el timbre distintivo de un país: Tom Hanks. En efecto, Woody es el bien y el líder, y con la voz de Tom Hanks es también la encarnación de “América”: al salvador de Ryan y al amable Forrest Gump, Woody los incorpora como figuras modélicas a lo largo de su existencia animada.

No se trata de cuestionar los méritos de Toy Story en nombre de un nacionalismo triunfante y retrógrado. Al lado de Largirucho, incluso sin Soledad, Woody es como mínimo un titán invencible que señorea desde un limbo sempiterno de criaturas animadas. Comparar la poética de García Ferré con los procedimientos formales de John Lasseter es como creer que la astrología es una ciencia rival y hermana de la astronomía. El cuestionamiento de Toy Story y sus sucedáneos debe pasar por otro lado, menos visible y más incómodo. Lo que está en juego es otra cosa e implica pensar hasta qué punto Lasseter alcanza a digitar y registrar la relación de los niños con sus juguetes. En otras palabras: ¿cómo filmar desde la experiencia de la infancia cuando ésta es ya sedimento de un tiempo pretérito y en alguna medida irrecuperable?

En primer lugar, justamente cuando el cine cumplía 100 años, John Lasseter y sus amigos fieles de Pixar entraban en la historia del cine: Toy Story era la primera película de animación enteramente diseñada en una computadora. Allí se inauguraba una nueva era: la mano se sustituía por el mousse, el dibujo analógico filmado era desplazado por una construcción digital. Fue el albor de los bits en movimiento. En ese mismo período coexisten dos dimensiones de experiencia del juego. Los niños siguen disfrazándose, manipulando indios, soldados, automóviles y aviones en miniatura, pero al mismo tiempo sus impulsos y prácticas lúdicas se yuxtaponen gradualmente con una nueva experiencia del espacio del juego y su representación.

En efecto, la digitalización de la imaginación opera una diferencia sustancial: un niño de 10 años, a fines de la década del ’80, sentado sobre la alfombra de su casa, todavía dibujaba con una tiza el perímetro de una cancha de fútbol. En ese estadio imaginario, con arcos de madera y una rejilla que simulaba una red, televisaba su clásico de la semana con sus propias manos y voz. Aquellos jugadores de fútbol de plástico, con la camiseta de un club de primera división, pateaban una vieja bolita como si fuera una miniaturización de la famosa pelota Tango. 15 años después, ese niño conceptual “dirige“, más que crea, su fantasía deportiva. Hoy el software reproduce el partido en un plasma. Los jugadores parecen reales, ya no es él quien transmite con su voz sino que el orden sonoro de lo real, gracias a la simulación de relatos y comentaristas conocidos, retoma el audio de sus fantasías. Además, ya no se trata de un torneo local. Las ligas del mundo están a su disposición. Ni siquiera tendrá que esperar los cuatro años para experimentar la dimensión planetaria del fútbol. En su software el menú le ofrece ligas internacionales, clubes locales y todas las selecciones nacionales.

En otras palabras, la acción de la imaginación infantil, interviniendo sobre lo real, es relevada hace ya un tiempo por una suerte de pasividad de la imaginación creadora. El software hace el trabajo, y lo virtual de lo real es mucho más real que la pobreza imperfecta de los viejos jugadores de plástico sin movimiento que en su rigidez constitutiva sólo pateaban una bolita gracias a la tracción de la mano. En este sentido, la extraordinaria Wall-E (2008) traslada nuestras prácticas actuales a un futuro ligeramente distópico: todos los niños y todos los adultos, en ese futuro impreciso, han perdido la motricidad. Viven literalmente en sus pantallas y solamente ahí ellos y el mundo se ponen en movimiento. Matrix (1999), Wall-E e Identidad sustituta (2009) son películas que advierten esta dimensión de la transformación de la motricidad.

Es por eso que el epílogo de Toy Story 3 (2010), uno de los pocos momentos sin picos de tensión en el relato, es conmovedor: Andy, ya adolescente, ejerce un noble traspaso de juguetes a una niña. Los juguetes tendrán entonces un nuevo amo y no irán a parar a una guardería impersonal que en el film luce como Alcatraz y que en el peor de los momentos dramáticos hasta remite a un campo de concentración que incluye una posible incineración colectiva no muy lejos de la iconografía nazi. La escena final es quizás el único momento de la trilogía en el que Andy juega con otro. En este universo sin padres, en el que los niños juegan solos con sus juguetes, excepto por los pasajes de la guardería donde los niños prácticamente destrozan los juguetes, Andy y un otro comparten por primera vez los juguetes, juegan con alguien, más allá de que se trata de un momento ritual y un pasaje a otro estadio de la vida: la universidad espera por él.

Aquí, la trilogía de Toy Story condensa dos vectores presentes desde un inicio: los juguetes son posesiones. Así lo sienten los propios juguetes, de lo que se predica su famosa fidelidad, algo reforzado por la conocida canción de Randy Newman. En otros términos: un juguete es también una entidad material de entrenamiento y una introducción primaria a una experiencia clave para las coordenadas simbólicas del orden social dominante. El niño aprende a jugar pero también a asimilar un extraño concepto: el de propiedad privada. A su vez, la ansiedad y angustia de los juguetes es su finitud, el fin de su vida útil. En Toy Story 2 (1999) y en Toy Story 3, la orfandad de los juguetes, que bien puede anticipar una suerte de orfandad metafísica con la que finalmente todo sujeto debe confrontarse, conlleva otra idea no menos interesante: el destino de los objetos (lúdicos). Entre los primeros olvidos de nuestra vida consciente el paradero de un juguete amado ocupa un lugar estelar: de allí el recurso narrativo de muchos films donde un personaje adulto, al reencontrarse con un viejo juguete, revive todo un estadio gracias a ese objeto casi mágico, un fetiche biográfico, que posee el poder de activar zonas de la memoria que han sido abandonadas.

Desde la primera Toy Story, la idea fue poner en marcha una fantasía reconocible: observar la secreta vida de los juguetes. En los planos iniciales, antes de que los juguetes muestren sus vidas completamente, Lasseter elige tres planos subjetivos que reproducen el lugar de la mirada de Woody. Esta fantasía pertenece al imaginario de un niño y, sin duda, es la razón principal del éxito universal de las tres películas. Pero a diferencia de los juguetes, que son fieles a sus dueños, no siempre Lasseter ha sido fiel al universo infantil. Basta recordar el instante psicotizante en el que Sid, el niño torturador de juguetes, debe confrontar con la materialización de la fantasía fundante de Toy Story: si un juguete se muestra abiertamente vivo, ya no es un amigo fiel sino un agente pernicioso y de psicosis. Es que cuando la fantasía deja de serlo y se cumple, entonces el sueño se convierte en una pesadilla. En esa escena en la que Sid descubre en pánico la existencia animada de sus muñecos reside un universo que poco tiene que ver con los niños. Es el taimado y sesgado costado perverso de Toy Story, el instante preciso en el que Chucky podría compartir con Buzz Lightyear un lugar en el estante del cuarto de Andy.

Este artículo fue publicado en otra versión en la revista Quid de agosto-septiembre 2012

Roger Koza / Copyleft 2012