MISERIA DE LA REPRESENTACIÓN

MISERIA DE LA REPRESENTACIÓN

por - Ensayos
12 Feb, 2008 02:45 | comentarios

por Nicolás Prividera

Este texto es el tercero de Prividera que publico en el blog. Considero que de los tres es el más agudo y nodal de todos los que me envío. Comparto la tesis de su escrito y me admiro de la lucidez de un director que hoy debería ganar el premio FRIPESCI 2007 por su película M; pocos realizadores y críticos argentinos podrían ensayar como él sobre un estadio del arte y del cine contemporáneo, de lo que se predica por qué no habrá de ser reconocida esta noche. Es él la excepción de un regla. Es un artista y un hombre de palabra. (Roger Koza)

 

1.  “Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir”  

Julio Cortazar, Las puertas del cielo  

En el Kunsthistorisches Museum de Viena se encuentra una de las más famosas autocelebraciones del arte: El atelier del artista, de Vermeer. Sin la fantasía barroca de Las meninas (que coloca al espectador en el centro de la obra), esta representación es famosa precisamente por su simpleza clásica: El clima es leve, cotidiano, íntimo, como si sorprendiéramos al artista (el mismo Vermeer) en pleno trabajo. Su modelo esta de frente, a la izquierda del cuadro, bajo la mirada del pintor y la suave luz de la ventana. Pero nada sabemos de ella.

En muchos cuadros pasa lo mismo, e incluso cuando por algún motivo la figura representada cobra vida o leyenda propia (como la duquesa de Alba o la Gioconda, mujeres que entregan su imagen a la vicaria eternidad del lienzo), lo que está en primer plano, siempre, es la maestría del artista, y los modelos no son más que aquellos ignotos seres que su mirada inmortaliza para siempre. La novedad de El atelier del artista está ligada a esa representación prosaica de un tema elevado: La pintura ya no tiene que basarse en la antigüedad clásica o en la vida cortesana.

 

Pero aun así, la representación del pueblo (de las “clases populares”, digamos) sigue estando ligada a la sátira, la alegoría, o simplemente lo pintoresco. Habrá que esperar a mediados del siglo XIX para que el vulgo aparezca llanamente en las obras (y para que sea una mera excusa: una naturaleza muerta). Hay que esperar el auge del Realismo, y aun más allá: basta ver la distancia que separa El ángelus de Millet (con su imaginería religiosa aun intacta) de Los comedores de papas de van Gogh (donde lo popular estalla sin atavíos). Pero incluso en estos retratos, los modelos siguen siendo ignotos hombres del pueblo, solo convertidos en íconos por el artista (que empieza a ser consciente de su poder revolucionario). El Romanticismo no acabó hasta bien entrado el siglo XX, con el fin de las vanguardias (la bélica primero, la artística después). Habrá que esperar entonces hasta bien entrado el siglo XX, cuando la pintura vacila como centro de las artes plásticas, cuando el cuadro se rompe y se abalanza sobre un mundo que ha perdido su marco, para que los modelos reclamen también su propia atención, y la obra viva precisamente de la des-composición de lo real.

Ese asalto tiene lugar en el centro del canon, en el centro del mundo, pero también en la periferia. En Buenos Aires (en la inquieta Buenos Aires de fines de los ‘60), la muestra “Experiencias ‘68” (la última experiencia del DiTella, en un año que también marca el fin de una época), Oscar Bony presenta una “familia obrera” expuesta ante el público, como una obra más. Pero no lo es: el modelo es la obra, y la obra es modélica, en su afán de pulverizar las convenciones, incluso las del arte moderno. La “intervención” de Bony convierte la representación en un problema: No sólo la “representación” artística (la relación de la obra con el mundo) sino la política (la relación del mundo con la obra). Para la institución burguesa, La familia obrera era una falta de respeto a la dignidad del arte, y eso era precisamente lo que Bony quería poner en cuestión, para demostrar que el sistema del arte era una falta de respeto a la dignidad de “la familia obrera”. La cuestión no era nueva (sino un avatar más del “fetichismo de la mercancía” descripto por Marx un siglo antes), pero será la última vez que se plantea con esa virulencia (para luego desaparecer bajo la violencia real que devoró, en todo el mundo, el sueño de una generación, y en la periferia a la generación misma). Cuarenta años después, es como si nunca hubiera sido formulada (como si hablar de “clases” fuera propio del siglo XIX, y no de la neo “era del capitalismo” en la que vivimos), como si volviéramos a ser los Lumière filmando (con esa inocencia salvaje de la burguesía en su período de gloria: como en los últimos fines de siglo) la salida de los obreros de su fábrica. No podía ser de otro modo (en este mundo reificado): la imagen de los “obreros” (entendámonos: de cualquier “clase”) le pertenece al capital tanto como sus productos. (Eso es lo que descubrimos en esa toma inaugural de los Lumière: una suerte de plusvalía cinematográfica.)

Unas cuantas décadas después, algunas voces se alzarán para protestar porque en una “explotation movie” como Mondo cane se asesina un hombre, y la muerte misma es menos escandalosa que la sospecha de que fue “puesta en escena”, destinada a ser filmada. Pero raramente (y mucho menos cuando el sujeto es periférico), el cine se haya cuestionado los límites de la representación de la miseria, de la pobreza, de la degradación, más allá de lo que hace al “buen gusto” de las almas bellas. (A veces se escucha alguna vieja polémica sobre la “estetización de la pobreza”, pero es más propia de la fotografíaa o más atenta ante la obra de un Sebastiao Salgado, que frente a películas como Ciudad de Dios , tal vez porque la fotografía nos expone ante la pura mirada, sin la complicidad de las sombras, mientras que en la imagen-movimiento el abuso se vuelve diario: basta ver los noticieros.)

Con la misma impasibilidad con que la ficción nos lleva a los límites de una crueldad nada gratuita, la mirada “documental” se solaza frente a las miserias cotidianas, naturalizándolas. (Incluso inventó para esa invisibilidad una coartada: la teoría de “la mosca en la pared”: la cámara es un ojo indiferente que registra el mundo, como si no hubiera nada ni nadie tras ella. Como si, desvanecido el camarógrafo a través de ese fetichismo de la imagen, se esfumaran con él los problemas de conciencia.) La TV llevó esto al paroxismo: nos trae la miseria del mundo mientras cenamos en casa, mientras no muy lejos alguien la sufre en carne propia.  

Y si hago hincapié en el documental es porque es un “género” en el que la relación con el mundo aparece menos mediada (aun cuando a los sujetos se les pague un salario, o tal vez por eso): Sigue teniendo para con sus personajes la misma reificada relación que la de los Lumière con sus obreros (un transparente ejercicio de dominación, el fatalismo de una simple constatación de una “realidad” inmodificable). En medio de esa explotación constante, cada tanto alguna película reflexiona sobre esa correlación. Veamos una de ellas.

En Santiago (Joao Moreira Salles, 2006) hay al menos dos películas (de hecho, fue realizada en base a los materiales de un proyecto inconcluso): en la primera pinta el retrato del mayordomo que tenía su familia en su mansión de Río de Janeiro (un personaje digno de Manuel Puig), mientras que en la segunda se incluye en el cuadro, trazando un esbozo de esa relación. La primera película está esbozada en los restos de la que no fue: Los “materiales en bruto” que el cineasta exhibe, y sobre los que a la vez reflexiona en ese segundo film efectivamente realizado, más de diez años después y ya muerto su protagonista. Puesta en abismo de esos restos y doble meditación sobre el tiempo: El sirviente Santiago habla del pasado, desde el pasado mismo (desde esa película que lo invoca como uno más de sus fantasmas) y Santiago concluye con una única certeza (mas allá de la más obvia, que ya estaba en los esbozos: La constatación del inevitable paso del tiempo). Dice el artista, hablando de su retratado y de sí mismo: “Yo no era solo un documentalista y él mi personaje: yo seguía siendo su señor y él mi mayordomo”. A pesar de ello, la obra no se libra de ese esteticismo decadentista que late en las inevitables imágenes del pasado (ligadas a una casa, a una clase, que ya es lo que era, y que Santiago hace suya): nos lo devuelve contradictoriamente, sabiendo que la película pone ese orden en cuestión, pero a la vez no puede trascender (como Santiago mismo) la mirada del amo.

Porque la mirada del poderoso no puede reflexionar sobre su condición, sobre el sometimiento que impone al otro (a la mirada del otro), sin ceder su lugar en ese mismo instante: Y “las clases no se suicidan”, según decía Marx. Antes bien, imponen su visión y naturalizan cualquier división del trabajo (también el estético). Parafraseando a Fredric Jameson, podríamos decir que imponen una “estética geopolítica”: una forma de ver el mundo adecuada a las coordenadas (de clase o región) que nos han tocado en suerte. Por supuesto, esa división no es solo geográfica o social: atraviesa también los géneros, precisamente porque el género (en sexo o arte: todo es política) es el lugar en que se ponen en juego los límites.

Veamos entonces lo que sucede con un género “menor” como la ciencia ficción, en su subgénero de “invasión” -ese gran subgénero sobre el Otro-, a través de un par de films recientes y no tanto, ya que ambos tuvieron al menos tres versiones en los últimos cincuenta años: Me refiero a Soy leyenda (tercera versión de la novela de Richard Matheson, sobre el único sobreviviente a una mutación que ha convertido al resto de los hombres en vampiros) e Invasores (tercera remake del film clásico de Don Siegel, Los usurpadores de cuerpos, donde la invasión alienígena se (re)produce a través de unas esporas que permutan humanidad por serialización: verdadero inicio de una revisión del género (donde el enemigo viene de “adentro”), vigente desde la guerra fría hasta las últimas reproducciones del miedo biotecnológico (y que sobrevivió en los ‘90 incubado en el cine de David Cronenberg).

Al final de Soy leyenda (de la última y traicionera adaptación de Soy leyenda ) aparece Dios (y maquina) para salvar al hombre: Ya no alcanzan los microbios, como en el final de La guerra de los mundos, aunque aquí también los aliens son una plaga de violentos “talibanes” a los que solo cabe exterminar. De esa poco sutil metáfora están hecha esa y otras películas (como la saga de Resident evil), y es importante notar el cambio: Los “vambies” (vampiros-zombies) de Soy leyenda poco tienen que ver con los humanoides de la novela original de Matheson (que ya había previsto todo, incluso la evolución que a los zombies de George Romero, autor de esa obra maestra llamada La noche de los muertos vivos, luego copiada hasta el hartazgo, les tomó décadas: poder hablar, desarrollar el pensamiento). El detalle no es menor, porque incorporar el lenguaje es, por supuesto, incorporar lo humano en el otro: la dimensión política de la existencia. Y esa es la gran involución del género, en esta era de terror globalizado: en los ‘50 los otros eran inteligentes (demasiado inteligentes), usaran esa capacidad para el mal (como esos “invasores” que replicaban la “amenaza comunista”) o para el bien (como en El dia que paralizaron la tierra, de Robert Wise, anticipación del buen alienígena spielbergiano de los “80, mutado hacia el fin de siglo en un Otro con el que ya no se puede dialogar, y que solo cabe destruir).

Esta es la clave de Soy leyenda (esa vieja metáfora de Donne: “Ningún hombre es una isla”), por eso es una película sobre la soledad (o sobre la construcción de la sociabilidad misma, según el modelo de Robinson Crusoe), mientras que Invasores es una película sobre “la comunidad organizada” (como también lo es 28 dias después y su secuela, 28 semanas después, aunque en esta “como en la remake de Los usurpadores de cuerpos de Ferrara- el ejército es tan implacable como los invasores). Pero lo que en Siegel era ambigüedad (ya que también podía ser interpretada como metáfora del macartismo) aquí se convierte en pura y simple “razón de estado”, filtrada por el Nuevo Orden Mundial post 11 de septiembre. La salvación sólo puede ser el fundamentalismo, sea religioso (como en la explícita moraleja trascendentalista de la Soy leyenda) o pseudodarwinista (según la simétrica moraleja de Invasores: «Si el ser humano no fuera violento, no sería humano». Lo que esta última hace es postular la utopía como distopía: cuando vemos en los noticieros a Bush abrazándose con Chávez, o al ejercito saliendo de Irak, sabemos que los invasores están ganando…). La paradoja es que es un mundo feliz (a no ser porque los invasores pretenden exterminar a los seres inmunes al contagio, sin que quede claro por qué: como si los humanos no hubieran inventado ya la opción intermedia del “gulag” y solo quedara la opción de la “solución final”). Una sociedad donde se renuncia a un poco de humanidad (si coincidimos en la verdadera premisa fantástica de la película: que lo humano sería la emoción y no la razón…) a cambio de la paz mundial, etc. Conclusión solo imposible cuando el enemigo se asemeja menos a ese estado totalitario de 1984 que al tecno-medicalizado mundo de Huxley que hoy se nos propone como único posible. (En fin: Imaginemos que un Kubrick hubiera podido hacer con Los usurpadores de cuerpos la única versión que nunca veremos: contada desde el punto de vista de los Otros, asesinados sin piedad por los humanos que reconquistan la tierra…)  

2.  “Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, (…) Al fin me encuentro con mi destino sudamericano” 

Jorge Luis Borges, Poema conjetural  

Volvamos al presente, a esa New York que en el cine siempre es amenazada sin cesar (como en la reciente Cloverfield ) por las mismas fantasías posbélicas que destruían a Tokio en los ‘50, a caballo de Godzilla. Detengámonos en el Museum of Modern Art. Los pisos superiores están dedicados a la vanguardia europea y a la (norte)americana: Un piso sostiene al otro, y todo el museo se convierte así en un intento (logrado) de incorporar “América” al canon del arte occidental. Pollock y Warhol son las estrellas: todo el mundo se fotografía junto a sus obras. Latinoamérica está prácticamente ausente: Apenas un par de brasileños y un Fontana (catalogado como “italiano”). Lo latino hay que buscarlo afuera, en la calle.

Un poco más al norte, en el corazón de Manhattan, en Central Park South y la 6ta. Avenida (llamada también “Avenida de las Américas”), se yerguen tres estatuas ecuestres, cada una representando a un patriota latinoamericano: San Martín, Bolívar, Martí. La primera fue donada por el gobierno argentino en 1950 (“Año del Libertador”, según la mitología justicialista), y es una réplica de la que está en la Plaza San Martín, en Buenos Aires: las patas delanteras del caballo en el aire, la mano derecha del Libertador señalando el horizonte. (La imagen mítica del héroe, el prototipo de lo que debe ser una estatua ecuestre.) La de Bolívar, en el otro extremo, es más apacible pero igualmente marmórea: ni la sonrisa del General ni el paso cansino del caballo logran enturbiar su aura de gloria. Flanqueado por ambas, unos metros atrás y en pleno corazón del monstruo, en la ciudad en la que vivió durante su exilio, se alza la estatua ecuestre de Martí. Sin embargo, la diferencia con las otras es notable: El caballo esta ladeado hacia un lado, como si presintiera el destino de su jinete, que se toma el pecho con la mano y se desliza hacia un costado con el gesto adusto. El escultor quiso retratar el momento en que el héroe es herido de muerte en Dos Ríos y, queriéndolo o no, pone en entredicho las reglas del arte épico, o simplemente lo tensa hasta la paradoja: El héroe no está en su momento de gloria, como San Martín, ni consciente de su destino de grandeza, como Bolívar, sino en su batalla final, un segundo antes de caer de su caballo. Pero el bronce lo detiene, lo inmortaliza en ese gesto y convierte la derrota en victoria: La estatua lo humaniza en el momento mismo en que se funde con la Historia.

Martí muere casi recién desembarcado en la isla que lo vio nacer, luego de haber vivido largos años en esa otra isla que creció con él. Martí escribió algunas de las crónicas más extraordinarias del cambio de siglo, que tuvo en New York su bisagra, y hoy tiene su estatua allí donde empieza o termina el Parque Central, allí donde la isla se reencuentra con su lado salvaje, y uno ve desde adentro el espesor de la verdadera jungla de asfalto que crece alrededor. (Las islas solo pueden ser colonias o imperios: Gran Bretaña o Cuba. O las entrañas del monstruo: Manhattan. La ciudad que se derrama sobre el rio, que durante un siglo mostró al mundo la imagen del futuro, el núcleo del orgullo imperial. Pero un imperio también puede ser una colonia: es el destino de toda isla ser una fortaleza sitiada. Aun así, en su decadencia, sigue siendo el centro de un Imperio que empieza a dejar de existir: Grecia, Roma, España, Inglaterra, Estados Unidos. El centro siempre ha sido, al menos hasta ahora, occidente.) Y para escribir la Historia hace falta estar en el lugar adecuado: a pesar de que Martí escribió, hace un siglo, algunos de los grandes textos de la literatura del siglo XX, nunca ocupó un lugar central en el canon, no sólo porque muchos de esos textos son solo “crónicas”, sino porque las escribió en el lugar equivocado (un latinoamericano solo debe hablar de Latinoamérica y desde Latinoamérica). Martí es entonces la imagen del gran héroe equívoco (por eso tal vez esa estatua lateral): Un “hombre de palabra” que va a morir violentamente (recién llegado de regreso a su tierra natal y portando un arma que acaso no sabe manejar, como el protagonista de El sur). Borges jugó mucho con esa imagen bifronte, pero su suerte será la opuesta a Martí: No morirá en batalla como sus “mayores”, pero será leído como un escritor central, canónico (aunque en él lo central sea esa tensión irresuelta entre dos mundos opuestos).

Partiendo de una reflexión de Beatriz Sarlo (“Todo parece indicar que los latinoamericanos  debemos producir objetos adecuados al análisis cultural, mientras que los europeos tienen el derecho de producir objetos adecuados a la crítica del arte”), la crítica chilena Nelly Richard reflexiona sobre la nueva “violencia representacional” del canon modernista occidental: “La paradoja que parece enunciar la cita de Sarlo es la siguiente: después de que lo latinoamericano haya reclamado tan insistentemente su derecho al contexto, es decir, después de que lo latinoamericano haya usado su -regionalismo crítico- en contra de lo universal para desafiar el idealismo trascendental del valor estético, Beatriz Sarlo, una crítica latinoamericana, se queja ahora de que lo latinoamericano, en la escena internacional, quede restringido al <<contexto>> y no al <<arte>>: a la <<diversidad cultural>>  -a las identidades sociales y políticas- y no a las problemáticas formales y discursivas del lenguaje estético” (Nelly Richard, “El régimen crítico-estético del arte en tiempos de globalización cultural”, en Fracturas de la Memoria , Buenos Aires, Siglo XXI, 2007).

Esto es muy claro cuando vemos los premios recibidos en Europa por una típica y tópica película “latinoamericana” como El violín (Francisco Vargas, 2006), pero lo es menos cuando nos enfrentamos al reconocimiento crítico hacia el cine de Lisandro Alonso (La libertad, Los muertos), por poner dos ejemplos prototípicos y aparentemente contrapuestos en su estética. Ambas películas descansan en el peso de sus protagonistas, y el Misael de La libertad no es menos cándido que el viejo manco de El violín aunque, por supuesto, una película nos proponga la identificación con ese entrañable viejo que es “una cifra del sur” (del destino sudamericano: la violencia y la repetición ritual de la muerte), y la otra un retrato distante del hombre enfrentado a la naturaleza: Los dos están fuera de la Historia, aunque Alonso suplante el psicologismo y la narración clásica por el observacionalismo y los tiempos muertos del cine contemporáneo. La pregunta es: ¿Hay menos “color local” en El violín que en Los muertos? ¿Hay más preocupación “formal” en La libertad que en El violín? ¿O son ambas presas de la misma mirada extranjera, dos tonos diferentes de la misma perspectiva centrípeta? Una cosa es cierta: Tanto el viejo manco como Misael y Vargas son personas en distinta posición social que sus directores, pero esa relación no está tematizada ni puesta en tensión en ninguna de esas películas, que sólo se apropian de su imagen, vampirizándola. Pero tal vez no pueda ser de otra manera en películas que sostienen una versión circular de la Historia. Más allá de sus diferencias, tanto El violín como La libertad o Los muertos evocan a la Historia como Naturaleza y, por tanto, naturalizan esa apropiación. Esa versión etnocéntrica (asimilada por “el otro” como propia) atraviesa las miradas sobre Latinoamérica desde los “cronistas de Indias” hasta Cien años de soledad.

En esa versión circular, toda idea progresiva está vetada, salvo para el viejo mundo o la única América que lo replica: los Estados Unidos. La mirada del conquistador tiene género propio: el western, que no es otra cosa que una épica sobre la conquista del desierto por parte de la civilización y la historia (aunque Hollywood imprima la leyenda…). Y esa mirada se impone por su propia fuerza.

Miremos Filipinas, por ejemplo. Lamentablemente, hay mas Historia en Regreso a Bataan (Edward Dmytryk, 1946) que en Autohistoria (Raya Martín, 2006). Porque en esa abyecta película de propaganda americana protagonizada por John Wayne (en la que un filipino prefiere morir antes que arriar la bandera de quienes le enseñaron “el significado de la libertad”) la Historia tiene un desarrollo, y un desarrollo interno. Cualquiera que la vea puede comprender de que se está hablando. Mientras que sólo siendo filipino (y tal vez ni siquiera así) se puede comprender a qué hace referencia Autohistoria: La historia de los hermanos Bonifacio (representada una vez más apelando a la circularidad) y su relación con la Historia de Filipinas es tan ignorada por el espectador como por el lector de esta nota, si no posee alguna información externa a la película misma (es algo que solo un lector “informado” puede “reponer”, digamos, como demuestra la lectura “culta” que sobre ella hace Beatriz Sarlo en el número 88 de Punto de vista): La lección de Autohistoria sólo puede parecer “brechtiana” para quien puede hacer gala de un saber intelectual, mientras que Regreso a Bataan puede ser comprendida por cualquier hombre del pueblo. Brecht, que entendía como nadie el valor y los límites de la cultura popular, sabía que la “vanguardia” nunca puede estar disociada de las “masas”, a riesgo de convertirse en “patrulla perdida” (¿Y no es la película del mismo título de John Ford una metáfora lateral más potente que la lateral de La chinoise de Godard, treinta años antes y contemporánea del Galileo de Brecht?). Que ya no haya “masas” (revolucionarias, al menos) no implica que debamos renunciar a la Historia.

*Fotos: Escultura de Marti en el Central Park de N. York; Fotograma de film Cloverfild; Los comedores de pan, Van Gogh; La familia obrera; Fotograma del film Santiago; fotograma de film Soy leyenda; Retrato de Martí; fotograma del film El violín; fotograma del film Autohystoria 

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