MES FICUNAM 2015 (21): EL OFICIO SIN NOMBRE

MES FICUNAM 2015 (21): EL OFICIO SIN NOMBRE

por - Ensayos, Festivales
09 Mar, 2015 07:11 | comentarios
Algunas consideraciones sobre la programación de festivales de cine.

Mi madre murió unos tres años atrás, y nunca supo muy bien en qué consistía mi trabajo. Cuando le preguntaban a qué se dedicaba su hijo, nunca sabía muy bien qué responder: “Mi hijo, el productor de cine”, decía en ocasiones, “el que trabaja para los alemanes y ahora para los mexicanos en representación del país”, agregaba. Se llamaba Nelly, nació en el campo, estudió matemáticas primero, ejercicio como docente y un poco antes de que yo naciera, cuando ella tenía unos 36 años, se recibió en dos años y medio de abogada y escribana. Hija dilecta de una nación (ya pretérita) en la que la educación pública constituía un verdadero engranaje de la movilidad social, a pesar de contar con las herramientas simbólicas necesarias para comprender un trabajo como el mío, jamás entendió muy bien a qué me dedicaba.

A propósito de esta nota, un poco en tono humorístico, alguien me decía en broma: “Che, ¿qué diablos hace un programador?” Con respeto y cariño, ella insinuaba, inconscientemente, que para hacer este trabajo no se requería un gran saber, como si se tratara casi de un hobby que en verdad lo podría encarar cualquier aficionado con un poco de sentido común y cierta experiencia. Por lo pronto, está claro que ser programador no conlleva un saber en un sentido fuerte y un trabajo sistemático para dominar una disciplina, que puede resultar demandante y operativamente tiránica. Esto no es topología algebraica o epistemología de la cosmología, zonas del saber en las que se está obligado a una ejercitación diaria y metódica. Aceptémoslo: programar películas no es lo mismo que resolver ecuaciones complejas o hallar un modelo teórico que explique la singularidad del espacio-tiempo, pero tampoco se trata de una actividad bastarda o una superchería revestida de disciplina. Seleccionar películas para un festival, ciclo o una asignatura de estudio no es equivalente a combinar gustos en una heladería.

Programar, verbo desprovisto en su propia musicalidad de cualquier atributo estético, permanece en su sentido demasiado fiel a un concepto pragmatista de la acción y bastante lejos de una evaluación sensible, histórico, política y crítica sobre por qué un film especifico tiene importancia de ser visto. Es evidente que la palabra programar es equívoca. Al decir programar, en el mejor de los casos, el receptor puede asociar ese vocablo con alguna actividad pertinente en el universo de la informática. Habría que inventar otra palabra o trastocar este término u otro similar que esté en uso o desuso y que en un nuevo contexto semántico pudiera resignificar el acto que se denomina programar.

La vanidad profesional acecha y es así que habrá muchos colegas que sentirán cierta satisfacción si en vez de cómo programadores se los convoca y describe como curadores. Palabra no menos problemática y no menos equívoca que programador, ciertamente. Para los cultos, el término curador indicará cierta capacidad de un sujeto con conocimientos suficientes que puede combinar dichos saberes y por tanto reconocer la expresión más acabada y de excelencia en una expresión artística. Para una gran mayoría, que no participa de las comunidades relativamente elitistas de la cultura de las artes y su consumo, la palabra curaduría tiene resonancias médicas o incluso chamánicas, aunque posiblemente en esta yuxtaposición semántica se intuya una función secreta que se establece entre una película, un libro, un cuadro y el espectador, lector u observador: el arte es medicina.

En síntesis, no es fácil dedicarse a una actividad que carece de un término observacional que fije un sentido preciso y que supere la limosna verbal a la que parece condenada la actividad.

El expedicionario solitario

Suposición sensata, y acaso también una tautología: un programador de cine ve películas. Muchas, se supone, aunque no siempre, pues existen muchos festivales en los que las películas se programan automáticamente, lo que denota cierta pereza de sus programadores. La racionalidad es la siguiente: surge una película firmada por un presunto autor con cierta trayectoria. Súmesele la legitimación de un festival importante que la escoge: película y director adquieren una validez casi absoluta. He aquí una película programable. Son pocos los programadores que desobedecen al consenso. En otro términos: el problema no reside en ver mucho, sino en qué ver y adónde ir a buscar lo que no se ve e implica el riesgo de apostar por algo no del todo codificado.

Mysterious Object 2-1

Mysterious Object at Noon

Un festival de cine propone con su selección una idea de cine, y es el programador el que organiza y visibiliza un concepto. Tener una idea de cine no es una cuestión menor. Preguntarse qué es el cine es para cualquier programador una inquisición vital y móvil. Si los programadores de un festival toman en serio su trabajo, el caleidoscopio de perspectivas que se conjugan en sus elecciones debe proponer una forma de entender el cine.

Un programador ve películas. ¿Unos 600, 800, 1000 títulos quizás al año? Probablemente, incluso más. El tema, no obstante, es cómo llega a encontrar lo valioso en esa cantidad y cómo le llegan esas películas, pues la gran pregunta es cómo ir hacia una película, seguido por qué se debe ver en un film para seleccionarlo. Los grandes programadores son aquellos que reconocen anomalías y excepciones, los que captan un nuevo devenir en el cine o los que recuperan un período y una obra que existió pero que nunca fueron considerados a fondo. Sobre lo nuevo y lo ignorado, el programador deberá hallar un vocabulario que facilite la experiencia de ver. Es lo que supo hacer Tony Rayns al inicio de este siglo cuando se topó con Mysterious Object at Noon, de Apichatpong Weerasethakul. Fue él quien encontró un lenguaje descriptivo y un lugar para que la radical extrañeza poética y perceptiva que implicaba ver ese film tailandés fuera menor y un espectador cualquiera pudiera hacer una experiencia con él. Rayns no fue otra cosa que una especie de lingüista y traductor, cuya curiosidad y saber le permitió descifrar los “jeroglíficos” de una civilización desconocida y tender un puente entre lo conocido y lo desconocido. Es aquí donde el oficio de programar es bastante parecido al acto de explorar. Un programador es un aventurero que se abisma en territorios sin mapas en busca de singularidades fuera del registro simbólico de su saber y sus herramientas de interpretación.

Extraña paradoja: para irse de expedición hay que conocer y estudiar lo que ya otros encontraron y dijeron. Un programador no solamente ve películas nuevas sino que establece constantemente una relación entre las películas que ve y pertenecen a su tiempo con las películas que nacieron en otro tiempo. Lo intempestivo es solamente reconocible como tal en la medida en que se reconocen tradiciones en la historia del cine. Esto implica estudio, investigación y un gran esfuerzo. Es decir: mientras se busca lo inédito y se ven películas contemporáneas, el programador no debería dejar de ver el cine comercial que se estrena en salas y sostener también una relación genealógica y actual respecto de la historia del cine. Ver es siempre ver en una perspectiva que está signada por la historia de una disciplina y del sujeto en ella.

Hay una última dimensión indispensable para programar películas. Se necesita saber leer el cine en el mundo y cómo el mundo atraviesa el cine. Y aquí no solamente se trata de identificar películas que representen los temas más acuciantes y relevantes de un período histórico, sino también el reconocimiento de la historia de las formas del cine. Un programador no solamente tiene que dejarse llevar por las inquietudes de su tiempo, también debe preguntarse cómo se expresan esas inquietudes. Todo sistema poético de imágenes constituye una forma de modulación de la sensibilidad. Es por eso que pensar sobre la forma cinematográfica es medular, y más aún en nuestro tiempo, uno de abundancia de imágenes, en el que no todas las imágenes son, por supuesto, cinematográficas. De lo que se predica: un programador también debe poder reconocer los regímenes de imágenes vigentes, la relación de éstos con otras expresiones audiovisuales y revisar así qué películas son las que establecen un diálogo formal con su tiempo.

Dicho de otro modo: programar es pensar la imagen. Llegado a este punto, el programador accede a una clarividencia impuesta por las circunstancias. Su saber y su sensibilidad, como sus conocimientos y sus gustos, serán interpelados y puestos a prueba por un colectivo desconocido llamado público. Aquí otras variables se ponen en juego en el criterio de un programador: la diferencia de clase y generacional, la pertenencia lingüística, las tradiciones cinematográficas nacionales y la eventual educación cinéfila de una población pequeña o grande también intervienen en su evaluación extracinematográfica, condicionando su saber y acción. Programar es una propuesta no exenta de choques que se dirime entre quienes ven y quienes proponen. En ese encuentro, los participantes de un festival se disponen a ver junto a otros y transformar así, mediante la experiencia visual cinematográfica, su forma de ver el mundo.

Este texto fue publicado en la revista mexicana Frente en el mes de febrero 2015.

Roger Koza / Copyleft 2015