LUZ DE AGUA

LUZ DE AGUA

por - Críticas
13 Ene, 2021 08:00 | comentarios
Con Luz de agua Gustavo Fontán cierra el díptico concebido durante la pandemia. Es una película increíble, una glosa de breve duración de lo mejor de su cine.

LA VIDA QUE SE ABISMA

La luz natural es poderosa. Proviene del sol, una estrella cercana y ubicua, dueña de nuestra vida; sin él, no se podría siquiera existir. Es lógico que desde tiempo inmemorial se lo haya confundido con una deidad. 

Los cineastas y su extensión óptica más física, los directores de fotografía, saben que el sol es partícipe de la puesta en escena. Es la dimensión cósmica del cine, y no solo de este, porque quien pueda desactivar cualquier relación funcional con el uso horario del día dejará de sentir al sol como signo equivalente de producción y acción económica. Su aparición no se agota en ser el evento que estipula el horario del trabajo. Es que el sol nunca deja de evocar la inmensidad del espacio, la soledad del universo y también su gratuita gloria. 

Un cineasta sensible, y Gustavo Fontán está en las filas de quienes sienten el maridaje de la cámara y el mundo, reconoce la incidencia de la luz en los objetos y los entes vivos. Luz en el agua es casi un manifiesto de ese reconocimiento. La luz es la protagonista absoluta; todo lo que ella afecta alcanza entonces un estatuto de protagónico. La luz alcanza a una pared y un techo y con esto se suscita el esplendor del plateado; del mismo modo sucede con los reflejos de la luz en el río en el insustituible horario del atardecer e incluso en el rostro de un hombre en su bote. Resplandecer es la acción distintiva de la luz como fenómeno y en Luz de agua esto se aprovecha plano tras plano. En efecto, el plano siempre está hecho de luz, pero aquí su propia condición de posibilidad lumínica adquiere un rol excluyente. La percepción de las figuras depende de la luz, pero lo que se devela no pasa al frente con la prepotencia acostumbrada, más bien persiste sin opacar la materia acuosa del río, la rugosidad de la corteza de los arboles, la blancura de las aves de un ecosistema y la piel de un pescador. 

Abismarse, en una de las acepciones del verbo, no es otra cosa que entregarse a la contemplación. Esta definición poco atendida, ¿no sería la principal fuerza poética de todo el cine de Fontán? ¿No es el cine de este modesto cineasta de Banfield una restitución discreta pero radical e intransigente del sistema perceptivo que ha sido cooptado por la instrumentación de la percepción al servicio de un modelo de supervivencia extenuante? ¿Qué estímulos pueden desmarcarse de ser vehículos de mercancías representadas? Filmar las criaturas del mundo sin pertenecer siquiera al ordenamiento de las ciencias, ir por las cosas mismas con la confianza de los niños, prestar atención a la materia del mundo en sus múltiples formas de existencia, he aquí un programa estético que está en plena ejecución y del que podemos fiarnos para contrarrestar un régimen audiovisual que poco deja ver y menos aún escuchar.

Nadie podrá desmentir la hermosura de los planos de Luz de agua. Aquí, una vez más se vuelve a visitar el contrafrente del departamento de Fontán, principal escenario de Jardín de piedra, pero en este caso este espacio casi inerte es menos prominente y puesto en tensión dialéctica con la frondosidad de todo el ecosistema dominante de Entre Ríos. El paisaje fluvial absorbe estéticamente la piedra aludida en el título del film precedente (una visión de la pandemia todavía en curso y también una elegía para un amigo) y aquella perspectiva desprovista de vitalidad es conjurada por un profuso y contundente conjunto de planos del río. Las tomas en movimiento realizadas desde una lancha (probablemente) acopian fragmentos de todo el esplendor de una flora definida por la exuberancia. Lo que sucede para el ojo en esos pasajes es puro placer empírico: los árboles tomados en contrapicado dimiten de su condición biológica para reconfigurarse como líneas espesas dispersas y en contrapunto con el cielo sin límite; el reflejo de estos árboles en el agua tiende a una revelación pictórica que podría ser confundida con acuarelas en movimiento. El mundo en sí deviene en una experiencia vitalista. Una cámara puede desmontar el orden mecanicista del mundo y reencantar, sin apelar a una metafísica espuria, la dimensión animada de las criaturas. Estéticamente, sin entregarse a las delicias de las supersticiones corrientes y todavía en boga se puede ser un animista. En Luz de agua el mundo tiene espíritu. 

¿No es hora de decir algo sobre aquello que no pertenece a la luz? Debido a la belleza visual se podría desplazar la atención y por ende descuidar el gran evento sonoro que es también Luz de agua. Acá el trabajo sonoro está dividido en tres series. La primera consiste en la palabra escrita. Lo escrito es ministerio del ojo, es cierto, pero es en sí la invisible transformación de un sonido en signo. La palabra escrita introduce aquí a un hombre que toca la puerta de una casa. Ese hombre puede o no ser quien después escuchamos, un tal Daniel Godoy, aunque las citas provienen de textos de John Alec Baker y de Héctor Viel Temperley, y delimitan una diferenciación de origen, no necesariamente de uso. Los textos claman decisivamente por una posición ética e introducen todo aquello de lo humano que está frente a la cámara. El cuerpo del pescador y su rostro es el otro al que Fontán siempre le dispensa la relevancia política que tiene todo aquel que no es quien está detrás de cámara. La segunda serie es la voz de Godoy, un hombre del río: su relato es característico de ese paisaje filmado y tan idiosincrásico como pueda imaginarse, pero siempre parece desprenderse del paisaje. El paisaje habla en él y él es una continuación del paisaje. La tercera serie es extraordinaria: los sonidos empleados como fondo desobedecen las leyes de contigüidad sin sobresaltar la inconmensurabilidad entre referencia y acústica. La población sonora de todos los planos puede coincidir con el contrafrente de la casa del cineasta y también con el ecosistema elegido, pero deliberadamente se demuestra que no. Este concepto sonoro desestima el naturalismo perceptivo que tiende a esperar una coincidencia entre sonido y referencia. No es el caso, porque la autonomía sonora de la película añade una capa semántica de signos acústicos cuyo efecto no es otro que disuadir la experiencia cinematográfica de la representación de esa índole como copia del mundo que posa frente a la lente. En esto Fontán prefiere la musicalidad poética del verbo y la subjetividad expresiva del pintor. Sea como fuere, el resultado es tan desconcertante como hermoso. Y libre. 

Catorce minutos dura Luz del agua. Poco y nada. Y también demasiado. La intensidad no reside en la duración: un minuto de Luz de agua contiene el tiempo en su potencia. Y lo mismo sucede con la luz. ¿No es este film uno de los grandes retratos de la impregnación del sol en la superficie de la Tierra?

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Luz de agua,  Argentina, 2021

Escrita y diriga por Gustavo Fontán

*Se puede ver aquí.

Roger Koza / Copyleft 2021