LOS HIJOS DEL BIT

LOS HIJOS DEL BIT

por - Ensayos
24 Sep, 2018 11:28 | comentarios
Los millennials, Kiarostami y Godard... O la época de la imagen (digital) del mundo.

El hijo tiene 16 años. El padre, 50. Van juntos en un auto por una carretera infinita, por la tarde, como suele mostrarnos el cine estadounidense en ese género que le es tan propio como el western, el road movie. El padre se siente conmovido por la caída del sol. El desierto intensifica el evento cósmico que encierra la llegada de la noche, transición notable que en las metrópolis sin espacios abiertos se desconoce u olvida, y que los habitantes de la ciudad experimentan, cuando pueden, en sus vacaciones. El astro del que dependemos queda en fuera de campo paulatinamente y el padre estremecido, feliz por estar con su hijo, en un viaje que intuye no se repetirá, le dice: “¡Qué hermoso atardecer!”. El hijo asiente y sin pensarlo replica: “¡Qué linda imagen!”.

El diálogo filial no disimula su índole ocasional, y no parece cobijar ninguna importancia filosófica. Sin embargo, hay una distinción decisiva en el modo de referirse a una experiencia compartida. Para el padre, alguien que nació en el tiempo de la imagen analógica, ver el sol esconderse es una descripción fidedigna de lo que acontece entre el ojo y el astro, entre la luz que emite y los receptores ópticos que procesan el estímulo; para el hijo, en cambio, no. A diferencia de su progenitor, este siente que el sol ya no es el sol, sino una imagen de él. He aquí la distancia y dos tiempos de la experiencia, la del hombre analógico y la de un nuevo sujeto al que hoy llamamos “millennial”. Para este último el mundo es una imagen, no una imagen del mundo. O, dicho de otro modo, la condición de posibilidad de toda experiencia se constituye a través de una imagen. No existe nada fuera de una imagen; lo que existe es imagen. Y móvil.

En un film pasajero y del montón de los que se estrenan semanalmente, toda la metafísica de los millennials se glosa inadvertidamente en su potencia. En Cada día, una joven que asiste al secundario siente inesperadamente una especial conexión con su novio; hablan como nunca antes lo han hecho, se entienden más allá de la conexión que sustenta la danza de las hormonas. Para la joven es una sorpresa, pues el novio de turno que parecía ser insensible y poco proclive a la reflexión puede expresarse más allá del empleo pragmático del lenguaje y la proclividad al monosílabo. Hay una escena muy hermosa que transcurre en una acuario y luego culmina en un paseo alrededor de unos árboles: los dos jóvenes se perciben profundamente unidos.

Lo que parece ser el comienzo de una comedia romántica adolescente situada en el contexto de una escuela secundaria de pronto se convierte en una enigmática y quizás involuntaria introducción al platonismo en el siglo XXI. Sucede que el novio había sido espiritualmente ocupado por una entidad inmaterial que todos los días a las 11 de la mañana va transitando cuerpos distintos, una especie de okupa espiritual que debe introducirse diariamente en el cuerpo de otros para poder ser en el mundo. Debido a que la protagonista es lo suficientemente inteligente para poder entender, el espíritu empieza a visitarla según el cuerpo que le toque –que no elige, aunque en una ocasión consigue permanecer en un mismo cuerpo por un día más–. A veces puede ser hombre, otras, mujer, puede ser oriental o típicamente occidental: la entidad asexuada pasa su tiempo desconociendo las diferencias y acopiando memorias cotidianas que siempre tienen un rostro por día, que varía a medida que pasa el tiempo. No es una entidad eterna; la irreversibilidad del tiempo también la determina. Es decir, encarnó un día y desde entonces transmigra de cuerpo en cuerpo siguiendo una cronología que se constata en la edad de los cuerpos usurpados.

En Cada día, hay dos escenas que sintetizan una época, la nuestra. Justamente cuando la entidad reconstruye su pasado, este se materializa en el film del mismo modo en que cualquier millennial organiza sus fotos cotidianas y va narrando su propia vida. Como suele hacer un usuario de Instagram o de cualquier otra red social, se deja la huella de existir a propósito de un momento de felicidad o fragmento de intensidad. La foto instantánea vindica el valor de lo vivido, es el suplemento inmediato que fija por unas horas la propia realidad del hecho sucedido. La imagen publicada es la prueba ontológica de su existencia, un plus que asegura la validez. En el film de Michael Sucsy, esta modalidad de subjetivación se representa del mismo modo: la infancia de la entidad sin cuerpo estable está urdida por imágenes cambiantes de los distintos niños que habitó, constelación de imágenes que sigue al pie de la letra el organizador secuencial de recuerdos de la mayoría de las redes sociales; lo mismo sucede con el futuro imaginado en una conversación entre la joven y la entidad. Lo que existe es imagen.

¿Qué es una imagen? O mejor dicho, ¿qué es una imagen hoy? 24 cuadros es la película póstuma de Abbas Kiarostami. El film consiste, como se infiere de su título, en 24 planos consecutivos, casi todos fijos, sin voluntad narrativa alguna, en tanto son planos autónomos y autosuficientes en el sentido que proponen. Sin embargo, hay un elemento distintivo que reúnen las hermosas y contundentes 24 escenas del film: la manipulación digital.

El plano de apertura es la clave de todo: Cazadores en la nieve, de Pieter Brueghel el Viejo, es lo primero que se ve. Tal cual fue concebido el cuadro del extraordinario artista y exponente de la pintura flamenca del siglo XVI, así ocupa la totalidad del plano. El cuadro original, filmado o capturado ya de una imagen preexistente, domina toda la superficie visual hasta que el silencio propio de cualquier pintura es interrumpido por un sonido de ambiente que viene aparejado con discretas formas de movimiento en el cuadro que lo modifican: la nieve cae del cielo cerrado, los cuervos dejan sus huellas al caminar y se oye su graznido característico, el humo de una chimenea prendida se eleva desde una casa. El movimiento, que en una imagen es ya dominio del cine, impregna la pintura y al hacerlo dos períodos de la imagen se yuxtaponen: la imagen sin movimiento de la pintura y la imagen digital que es independiente de cualquier referencia. Entre esos dos períodos están la fotografía y la imagen analógica del celuloide, que también estarán presentes en el film cuando Kiarostami intervenga algunas de sus fotografías (con otras imágenes cinematográficas) y cuando en una computadora se pueda observar la escena final de Los mejores años de nuestra vida (al final del film).

La importancia de ese primer momento de 24 cuadros se debe a que establece una relación problemática con la imagen en sí, como si la totalidad del film consistiera en una impugnación estética de la idea de representación como tal, o de cualquier relación mimética entre lo real y la imagen, que la era digital viene involuntariamente a desmentir, incluso cuando hoy se puede simular cualquier mundo posible en imágenes. Paradoja técnica, evolución inesperada de toda imagen, cualquier imagen digital luce su absoluta verosimilitud, exhibe su indiscutible nitidez y no garantiza de modo alguno su pretendida objetividad. Lo que existe es imagen, pero todo lo que existe está en tela de juicio respecto de la verdad de cualquier imagen.

Frente a esa evidencia, Kiarostami trabaja los 24 cuadros reconociendo el carácter constructivista de una imagen, no muy lejos, en ese sentido, del reconocimiento de la subjetividad implícita en la genealogía de una pintura, donde las formas y los colores o la imaginaria función de la luz pertenecen al procesamiento del espíritu de quien genera, con el movimiento de su mano y el pincel, el mundo traspuesto en la obra de arte. Kiarostami patentiza en cada uno de los cuadros la manipulación del dispositivo, y al hacerlo sugiere que la poética de un cineasta puede sustentarse en la mentira, pero direccionada misteriosamente hacia la verdad o hacia un efecto de verdad para quien mira. El resultado tiene una función doble: por un lado, está la sorpresa de cada cuadro y lo que sucede en él. Un ejemplo: una vaca está acostada al lado del mar y un poco después otras pasan caminando al lado de esta; parece un sueño en el que animales de pastura reniegan del hábito que los define. Si eso sucede o no en la realidad es imposible de saber, como pasa en varios cuadros: verificar lo que se pone en escena es imposible; basta la hermosura de la composición, suficiente para estimular el deleite estético y una posibilidad de estetizar la relación con las cosas. A su vez, 24 cuadros sugiere una nueva forma de experiencia sobre todo lo circundante gracias a la manipulación digital. Se trata de una novedad técnica y estética por la cual la vieja naturaleza del mundo es subsumida por una nueva naturaleza. ¿No es lo digital una nueva naturaleza? Lo que existe es imagen, porque existir hoy es indisociable de la naturaleza digital del mundo.

Algo de todo esto intuye el viejo Jean-Luc Godard en su notable El libro de la imagen, la última película del gran cineasta de la Nouvelle vague. Ya en Adiós al lenguaje, incluso en sus films de fin de siglo, la transformación de la naturaleza de la imagen no le resultaba abominable. Entendía, sí, que de ese cambio se derivaban algunas cuestiones centrales para Occidente, una transformación general de la experiencia cuyas consecuencias todavía están en curso y en examen. En Adiós al lenguaje, ya estaba clara la existencia de dos edades diferenciadas; la del libro y la de la imagen. En el inicio de ese film, varios títulos fundamentales del siglo XX reposaban en una mesa de ofertas de venta callejera de libros mientras que en sus iPhone algunas personas buscaban información de escritores centrales del mismo siglo. En el mismo plano coincidían dos tiempos.

En ese mismo film había también una cosecha de cosas hermosas del mundo, todas cercanas al orden de la naturaleza, que Godard incluía como si se tratara de un catálogo de todo lo maravilloso que podía enumerar del siglo XX, al que él pertenece. Las hojas de los árboles, un bosque, el cielo o la mirada de un perro se capturaban distorsionando la transparencia que el registro digital impone por su perfecto modo de sustraer de lo real una imagen límpida, como si todo lo que se filma tuviera una nitidez que emula la visión de un ojo perfecto. Godard se desentendía de ese imperativo estético de la nitidez y prefería saturar los colores del mundo recibido. En El libro de la imagen, Godard vuelve sobre esto, pero el resultado es aún más radical y hermoso. La hipérbole de la nitidez digital la emplea hasta el límite de lo asimilable para trabajar cromáticamente sobre escenarios naturales que se desnaturalizan por el propio poder del dispositivo.  Un pintor puede hacer desbordar a través de un color un espacio natural percibido. Van Gogh es el caso más conocido y no es el único. Al respecto, hay un plano magnífico en el que Godard interviene completamente la lógica cromática de un atardecer al lado del mar. El cielo adquiere un color desconocido, los rayos del sol devienen en un verde inclasificable y el mar toma una coloración que desobedece a las tonalidades reconocibles de cualquier océano del mundo. En efecto, la intervención digital emancipa al artista del estímulo, en tanto que la relación fotográfica entre la cámara y el mundo ha sido sustituida por una asociación distante entre los átomos del mundo y los bits de las imágenes. En esa separación y distancia, se instituye un nuevo designio estético. Es que el fin del realismo fotográfico es asimismo el principio de un expresionismo digital posfotográfico. Como Kiarostami, Godard asume críticamente un nuevo estadio de la imagen. Ellos han entrevisto un camino posible para los cineastas: pintar sobre la nueva naturaleza digital el mundo perdido, evocando su esplendor y reconociendo la mutación de cualquier intento de representación.

Todo esto recién empieza. La digitalización de la experiencia del mundo se presenta como indetenible. Todos estamos perplejos, pero no todos del mismo modo. Las diferencias entre los hijos de la civilización del libro y la cultura analógica de las imágenes y los hijos del bit es que los primeros han podido dialectizar laboriosamente la vasta tradición de la palabra con el nuevo imperio de las imágenes. No así los millennials, cuya relación con la tradición de la palabra es aún confusa y deficiente, lo cual tiene ramificaciones aún impensadas. El desafío de los millennials no es otro que superar la experiencia ágrafa que los constituye para poder ser un poco más libres en la época de la imagen del mundo, porque el movimiento del pensamiento depende de la vitalidad de las palabras.

*Este texto fue publicado por Revista Quid en el mes de septiembre  2018

*Fotogramas: El libro de la imagen; 24 tomas

Roger Koza / Copyleft 2018