LOS HIJOS DE ISADORA / LES ENFANTS D’ISADORA

LOS HIJOS DE ISADORA / LES ENFANTS D’ISADORA

por - Críticas
29 Ago, 2020 10:57 | Sin comentarios
En su cuarta película, Damien Manivel demuestra poderes de médium: Isadora Duncan revive en los gestos de sus intérpretes.

COREOGRAFÍA DE UN SENTIMIENTO

Un sentimiento lleva un nombre que lo define; aprender a identificar una emoción con una palabra es una habilidad intrínseca en la vida de cualquier hombre o mujer, aunque tal aprendizaje no deja de ser misterioso y el hábito tiende a naturalizar la proeza lingüística que allí anida. A menudo, los cineastas se dedican a representar emociones, y rara vez prescinden de la palabra (y la música), porque confían en demasía en una probada codificación que zanja de inmediato cualquier impedimento. Pero he aquí una situación anómala. ¿Cómo filmar un sentimiento devastador que ha sido cifrado en una coreografía de danza? ¿Y cómo hacer nacer de allí una ficción? 

En 1913, la bailarina y coreógrafa Isadora Duncan tuvo un accidente de auto en París y sus dos hijos, Deirdre y Patrick, murieron en las aguas del Sena. De ese hecho traumático surgió Mother, una pieza solitaria que no es otra cosa que un duelo en movimiento. Los hijos de Isadora presenta en el inicio estos dolorosos datos biográficos y artísticos y los incorpora como los materiales esenciales de tres historias con cuatro personajes centrales en las que Mother tiene una incidencia concreta. Una joven bailarina estudia la pieza y lee la autobiografía de Duncan; una adolescente y su profesora preparan y analizan la obra para una inminente presentación; una mujer bastante mayor asiste a una presentación de Mother y luce conmovida.

Con esos tres episodios, el joven cineasta francés Damien Manivel se las ingenia para trabajar sobre cómo filmar la captación de un sentimiento glosado en una coreografía, el aprendizaje de su representación y asimismo la experiencia de las reacciones que suscitan en un espectador. Basta observar a sus personajes en situaciones distintas para aproximarse a la expresión del desgarro debido a una pérdida. Así, la bailarina se concentra en las extremidades y presiente que la distribución de la fuerza expresiva se decide en un movimiento de su mano. De una foto de Duncan con sus hijos, la profesora y su discípula adivinan la relación de un movimiento de los brazos con la memoria física de Duncan envolviendo a sus hijos. En el desenlace, tras una extensa caminata que tiene algo de danza, la mujer repite los movimientos de la bailarina, como si en el espectáculo al que acaba de asistir hubiera recibido indicaciones para conjurar la pérdida de su propio hijo.

La proeza de Manivel radica en que ha conseguido asir una emoción ligada a una coreografía sin tener siquiera que representar la obra. En un solo gesto, en un fragmento filmado con precisión se concentra la vasta desolación de una madre que ha perdido todo, valiéndose solamente de una poética sostenida en la concentración y la condensación de un instante. ¿Cómo es posible? El instrumento de mediación es la cámara. ¿Qué puede salir de esta? Planos. Por esto último habría que identificar una experiencia retenida en una imagen primero y sustraída luego de su fugacidad característica para que vuelva más tarde, ya fija y cristalizada como un todo en miniatura, en la memoria del que miró y escuchó; eso es un plano, un continuo que regresa, en el film y en la memoria, como sucede con la pieza de Scriabin, la que se repite cada tanto. (Un plano necesita de la repetición, porque lo que quedó en este es un pequeño acontecimiento). Es que el cineasta espera por ese momento, se prepara para cobijarlo, aunque no siempre lo consigue; la paciencia (o la suerte) son indispensables. En Los hijos de Isadora se busca alcanzar ese momento mudamente glorioso, porque el emprendimiento no es otro que resucitar un sentimiento privado en la huella inscripta en un gesto. Y esto sucede, una o dos veces. No importa cuándo, pero sucede, o, según esta mirada, al menos se puede conjeturar que sucede.

Misterioso cineasta Manivel, un delicado tardío que no filma con prepotencia y profesa una tenue fe en las mujeres y los hombres. Quiso filmar en el pasado la relación entre la palabra y el mundo (Un joven poeta) y sin revelarlo demostró la intersección del hálito y el verbo. Más tarde, pensó en retratar el paso de la conciencia de vigilia a la onírica, y escenificó una hermosa secuencia freudiana en El parque (algún que otro bruto e impaciente leyó ahí un vestigio de racismo). Más tarde, con un niño como protagonista y sin palabra alguna que explicara la aventura emprendida, quiso con éxito espiar el atisbo de intuición que puede llegar a albergar un niño en su conciencia respecto de que, en el mundo y pese a todo, se está solo (La nuit où j’ai nagé). Ahora, como se ha dicho, se propuso revivir el sentimiento que esculpió el cuerpo de una bailarina extraordinaria: la angustia indetenible de haber perdido a quien más se ama, se podría decir, se filma así, como en Los hijos de Isadora.

El cineasta viene de filmar en el bosque. Con un pequeño equipo y en tiempos de pandemia, se adentró por unas semanas en un nuevo rodaje. No ha querido decir nada de esta nueva película. Sonríe cuando le preguntan sobre esta y pide un tiempo de espera a quienes desean saber algo. ¿Qué sentimiento será ahora el elegido? No lo sabemos, pero hasta aquí, todo lo que filma Manivel pertenece a un mundo sensible del que pocos se ocupan y que menos aún son capaces de traducir en un plano. Manivel, la excepción en un mundo acelerado.

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Los hijos de Isadora / Les enfants d’Isadora, Francia-Corea del sur, 2019.

Escrita y dirigida por Damien Manivel.

*Esta crítica fue publicada en otra versión y con otro título por Revista Ñ en el mes de agosto 2020.

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