LAS NUEVAS CRÓNICAS DE HAMBURGO (3)

LAS NUEVAS CRÓNICAS DE HAMBURGO (3)

por - Festivales
30 Sep, 2008 01:25 | comentarios

FILMFEST HAMBURG 2008

28 y 29 de septiembre

NIÑOS ADULT(ERAD)OS

Albert Wiederspiel me hace un regalo único: el pack completo de gran parte de la obra de Alexander Kluge, probablemente el cineasta más importante de Alemania, o uno de los maestros indiscutibles que ha dado ese país. En unos de sus extras hay cortometraje que llama Blinde Liebe, es decir Amor ciego. El protagonista, más bien el entrevistado, es JL.Godard, a propósito del estreno de Elogio del amor, de lo que no se hablará jamás. Kluge suele preguntar al azar, a veces como si sus preguntas no pertenecieran a alguien que ha discutido teóricamente con Habermas, y que su maestría excede al cine. En un pasaje le pregunta qué le diría usted a una alienígena respecto de qué es el cine. Godard responde: «Trataría de explicarle que existe un aparato especial, la cámara, que es un metáfora de algo antiguo. Le diría que necesitamos ese aparato para ver a la humanidad, así como necesitamos un telescopio para ver a los lejos, o un microscopio, para ver de cerca, o lentes, para ver mejor».

Pienso que un festival de cine es una práctica comunitaria para ver a la humanidad. La humanidad, que vocablo tan equívoco, propenso a la grandilocuencia y al narcisismo colectivo, es decir a la extrapolación etnocentrista de ver en los propios rasgos la marca de la especie. Como programador foráneo pienso mucho sobre los motivos universales y particulares de un film. También de lo singular de él. No quise programar, por ejemplo, La mujer sin cabeza, una película que me gusta cada vez más por cada vez que la veo, porque me parecía que el excluyente acceso universal hacia a ella era, precisamente, la puesta en escena y no su contenido narrativo. ¿Cómo traducirla? ¿Cómo reconocer la conspiración de clase cuando ésta está atravesada por lo regional en su máxima expresión? Quienes la abrazaron en Cannes, estoy entre ese grupo, sabía que el cine posee un traductor infalible, la puesta en escena, que hace indiferente si el film es Kazajistán o Argentina.

 

Vacilante y temeroso, me llegué hasta la sala 3001, en donde se exhibía Historias extraordinarias, que se estrena esta semana en Argentina. ¿Qué expectativas tendrá el público alemán con esta épica pop desmedida y genial? Me había preparado para lo peor, pero la sala estaba llena. El segundo plano de Historias extraordinarias es magnífico: primero, es un plano general; segundo dura unos largos minutos; tercero, tiene una dinámica perfecta, porque pasa de todo en él y aunque la voz en off funciona como una guía omnipresente, lo que dice no es necesariamente relevado por lo que se puede ver. Cuando una camioneta vuelve a la escena del crimen (más bien deja de estar en fuera de campo) y X, el nombre ecuación del personaje, sale corriendo, el público se ríe muchísimo. Empezamos bien, me dije. Me quedé unos 30 minutos y me fui. Vi cuatro veces el film de Llinás y aunque hubiera querido no podía en esta ocasión; además tenía que presentar otra película de mi sección. Sin embargo, quedé satisfecho: sala llena, risas, percibía que mi tesis de exposición ante el público se convalidaba: «Un festival, a veces, o mejor aún, siempre, debe tomar decisiones radicales y programar películas radicales que reinventen el cine». Hay algo de eso en el film de Llinás, y será por eso que, como me informó Charlie Cockney, se fueron solamente tres personas.

Escribí sobre Acné, el film uruguayo de Federico Vairoj, durante las Cartas caninas para este blog. Creo que es una película muy buena, cuyas virtudes están difuminadas en su aparente anécdota idiosincrásica y chatura: un adolescente judío de 13 años vislumbra qué puede ser la vida adulta, y eso implica, entre otras cosas, debutar. Un miembro del equipo del festival me dice: «Me gustó, aunque es un film muy pequeño» (algún día me gustaría hacer un diccionario sobre las boludeces que programadores y críticos dicen sobre los films: a) que le sobran 15 minutos; b) que es pretenciosa; c) que es muy pequeña; d) Que es de exportación; e) que es festivalera. Son categorías que no permiten pensar con libertad).

 

Creo que Acné no es pretenciosa, pero tampoco es pequeña. Vairoj piensa a fondo su película. Se trata, evidentemente, de uno de esos cineastas que conciben conscientemente el por qué de los planos, y su película no es entonces una cuestión de relato. Hay en Acné observaciones puntuales de clase, que se entrecruzan con conductas comunitarias específicas pertenecientes a una religión minoritaria en Uruguay, la judía, sin por ello desatender un estadio que se interpreta como problemático: la adolescencia. Vairoj resultó ser un gran orador; siempre simpático y muy solícito, respondió muchas preguntas, pero disfruté cómo le explicaba a una persona de la audiencia la composición de planos en sus películas, más bien cerrados, en donde solamente se veía el cielo en los pasajes finales. Ese tipo de intervención son centrales en cualquier festival: educan, advierten y reenvían la mirada hacia un lugar periférico del plano, pues la tradición hegemónica contemporánea ha coronado el centro del plano como zona de atención exclusiva.

Johnny Mad Dog es una película seductora. Sus primeros diez minutos son absorbentes, una experiencia casi física que subyuga el buen ejercicio de la razón. Liberia, un país divido, un ejército oficial contra una tropa (no de elite) de niños; se lucha por una revolución que en el film está desprovista de todo signo político. Es un horror: la infancia devenida en infantería. La película de Jean-Stéphane Sauvaire intenta explorar (y explotar) el fenómeno de reclutamiento infantil en naciones en donde la guerra civil es una regla. Sauvaire parece creer en la verosimilitud y en la potencia física de la imagen, como si con ello se le permitiera esbozar una teoría general de lo bestial sin ley. Por momentos, sugiere que este primitivismo feroz y perverso está vinculado a la americanización indiscreta de la vida en la Tierra. Los niños, casi todos, lucen algún disfraz o semblante norteamericano. Parecen cantantes de rap, entonan la archiconocida melodía de soldados yanqui que se ven en las películas y hasta se cita a Chuck Norris. Nada se dice de Charles Taylor, ex presidente de la república.

Sauvaire debe haber visto las dos versiones cinematográficas de El señor de las moscas, pues reproduce en clave africana los rituales tribales de aquellas películas sin darse cuenta que tanto el film de Brook y el de Hook, como en el libro de William Golding, el relato funciona como una ficción hipotética sobre la naturaleza humana. El problema de Libia no pasa por la naturaleza humana sino por las condiciones sociales y políticas de un país devenido en ruinas. En ese sentido, Sauvaire no proporciona datos, ni contextualiza sociológicamente su retrato impío sobre los niños transformados en horda. Cree, indebidamente, que unas fotos temibles y terribles tomadas por Patrick Robert sobre los verdaderos sujetos de su historia, musicalizada con una bella canción interpretada por Nina Simone, Strange Fruit, constituye un legítimo refuerzo a la reconstrucción ficcional, cuyo propósito consciente habrá de ser humanitario, pero su efectos no son los deseados. La violencia extrema de sus planos carece de una operación estética capaz de impugnarla, y menos aun de interrogarla. Sauvaire no está muy lejos de Ponteocorvo y su famoso plano abyecto señalado por Rivette.

Versailles no es Johnny Mad Dog, aunque en este film de Pierre Schoeller, más convencional que el de Sauvaire, se centre en un niño que sufre. Su madre no encuentra trabajo, vive en la calle y no tiene una familia que le apoye, como tampoco un marido, aunque una nota de un periódico sí constituye su única esperanza. En algún momento, un grupo de trabajadores sociales los llevan cerca del famoso palacio que da el título a la película, una metáfora poco feliz; se trata de una ayuda ocasional y excepcional: una revisación médica, una cama, una comida. Por casualidad, se pierden en un bosque cercano al Versailles. Allí parece habitar una comunidad abierta de indigentes, y un hombre joven, involuntariamente, se convertirá en el padre del niño, al menos por un tiempo.

 

Quien sea haya descubierto a Max Baissette de Malglaive, quien interpreta al niño, ha encontrado a un futuro tío Lucas en potencia. Versailles es ese niño, aunque Guillaumie Depardieu, como la figura paterna, no desentona, a pesar de sus líneas filosóficas de bar sobre las hipocresías del Estado, más proclive al ridículo que a la clarividencia. Esta relectura trivial de El pibe de Chaplin, es apenas una película aceptable, pero el descubrimiento de Baissette de Malglaive la justifica.

FOTOS: 1) una suerte de instalación a dos cuadras de Cinemax; 2) afiche de HE; 3) Federico Veiroj, director de Acné -el de la izquierda- y quien escribe; 4) fotograma de Johnny Mad Dog; 5) Fotograma de Versailles.

COPYLEFT 2008 / ROGER ALAN KOZA