LAS AMIGAS INVISIBLES

LAS AMIGAS INVISIBLES

por - Ensayos
10 Jun, 2019 04:04 | Sin comentarios
Una lectura sobre la función afectiva de las películas.

Se le suele adjudicar a la infancia dos atributos ligados a un estado de plenitud del ser: la inocencia y la felicidad. El mito se perpetúa sin más, en todos los destacamentos de reproducción simbólica (la escuela, la televisión, el cine, la iglesia, la publicidad) donde el sentido común se erige como verdad inapelable y se valida la vía recta de lo que corresponde pensar. Sí, es hermoso creer en una edad de la vida en la que todo se siente sin mediación de signos y el mundo entero es una sala inmensa de juegos en la que se desconocen el cronómetro y los deberes. Una fantasía excesiva.

Ese niño imaginario, metafísico, universal, espejo viviente en el que la verdad resplandece –porque un niño no miente, como los locos–, sirve como prueba de un estado primordial en el que las cosas son como son hasta que la sociedad y la cultura vienen a arruinarlo todo. El correlato de esa corrupción imaginaria de la inocencia del niño es la idea de una temprana armonía de la naturaleza, traicionada por una especie calamitosa como la nuestra, dispuesta a perpetrar una violación científica sobre los recursos naturales, los que tampoco deberían ser vistos así, porque ya en la propia de idea de recurso habita una racionalidad de consumo. Las fantasías del origen son ancestrales, previas aun a la sistematización teológica de la caída.

La inocencia de los niños poco tiene de un estado del ser inmaculado y sin intereses que guíen sus conductas, excepto si se la toma por un punto inicial traumático y menesteroso en el que se lidia con un no saber inagotable, cuya contrapartida es acaso la felicidad más acotada y humana que se pueda sostener sin caer en la mentira: el deseo de saber. Si la inocencia es una expresión amable de la ignorancia, entonces aquello es cierto, y su reconocimiento, un acicate para aminorar la temprana intuición de la infinitud de todo lo que existe y la insignificancia propia respecto de esa clarividencia.

En esos primeros años en los que se aprende un lenguaje y con este se aprehende un mundo, el surgimiento de la conciencia es también la certeza de una posición: los otros son otros, y si es así tal constatación es otra forma de saberse solo. La soledad por definición admite la presencia potencial de una multitud. ¿No es acaso una de las figuras más enigmáticas de la soledad aquella en la que alguien se siente radicalmente solo en el medio de una multitud?

Hay una escena hermosa y desgarradora al inicio de Spideruna de las tantas y grandiosas películas de David Cronenberg, en la que el dolido protagonista llega a Londres en tren. Al bajarse de este, los hombres y las mujeres se encaminan a la salida, una multitud se dirige hacia alguna parte, mientras que él, sin destino alguno, solo percibe que todos es nadie. Lo magnífico de la puesta en escena de aquel film de inicios de siglo es que de ese primer plano en el que se establece una posición subjetiva del personaje, un hombre desamparado y completamente solo en el medio de la multitud, todo lo que sigue profundiza la evanescencia de lo real. A medida que avanza el relato las calles de Londres siempre estarán semivacías, una decisión de puesta en escena que materializa la soledad insalvable del personaje.

Misterio y encantamiento del cine: alguien está solo en el plano, un grupo de personas observan y escuchan en el cine. A su vez, todos saben que el personaje, abandonado a su suerte o aislado en un rincón del mundo, al ser filmado está frente a una docena o más de personas detrás de cámara para producir la existencia de un plano. Sin embargo, nada detiene el poder vitalista del cine, ya que ni ese saber explícito destituye la fe ante la representación, porque en algún momento sigue operando la misteriosa suspensión de ese saber y entonces se puede creer en lo que se ve. Sortilegio y eficacia del cine: ahí aún se puede creer, el cínico se toma vacaciones y frente a un alma desamparada en el corazón de la trama hasta se puede sentir un gesto de compasión. ¿Quién filma mejor que nadie la soledad?

Los grandes cineastas suelen obstinarse en filmar una experiencia que los obsesiona. En la primera etapa de su carrera, Tsai Ming-liang, el director nacido en Malasia pero identificado como cineasta taiwanés, fue quien supo filmar como nadie qué significaba la soledad a fines de siglo y a comienzo de este. Tsai sintió como nadie la crueldad de una forma de estar en el mundo determinada por la búsqueda del éxito y la productividad, y la concomitante agonía de quienes quedan fuera de un sistema que exige prepotencia, competitividad e indiferencia las 24 horas.

Ninguna película de los últimos 30 años puede transmitir en un solo plano el sentido más doloroso de la soledad que aquella escena en la que la protagonista de ¡Viva el amor!,una agente inmobiliaria, ya no soporta más la impiedad que la rodea y la percepción de que su soledad infinita es invencible. Un travelling de ella caminando por un parque constituye la introducción de la escena. En cierto momento, la mujer solitaria se sienta en el asiento de un anfiteatro, y sin aviso rompe en llanto. Desconsoladamente, llora por unos largos minutos. Tsai sostiene el plano sin movimiento alguno, a cierta distancia, respetando así la intimidad del llanto, pero tampoco muy lejos del personaje, porque nunca deja de amarlo. Pasados unos minutos, deja de llorar, experiencia reconocible y que todo hombre o mujer ha transitado, aunque sea una vez: se llora tanto que ya no hay qué llorar. Y, sin embargo, después de esa calma sin reconciliación con el mundo pero físicamente reparadora, ella vuelve a llorar. Misma intensidad, acaso mayor desamparo, y aún sin ningún cambio en el registro, que ha sido siempre el mismo, y por ser así, la curva dramática de la escena alcanza su máxima tensión en dos turnos. Esa escena es insuperable como glosa perfecta de la soledad en el cine. En la obra de Tsai sobran los ejemplos, pero esa secuencia es insustituible.

Se podría hacer un catálogo de escenas grandiosas del cine donde la soledad encuentra su representación exacta y su justa encarnación, un compendio de situaciones en las que el cine consigue transmitir una verdad y al hacerlo conjura imaginariamente la aridez de la conciencia que siente el límite de su yo y la lejanía de todo. Ahí veríamos eternamente al personaje de Luppi en los últimos minutos de El romance del Aniceto y la Francisca, a Rosetta hablándose a si misma y repitiendo su nombre antes de irse dormir en Rosettao a todos los personajes de Ladoni deambulando por una ciudad espectral de Europa del Este. Se podrían citar tantas otras, y todo aquel que las haya visto y sienta de inmediato empatía reconocería algo no dicho hasta aquí, pero tímidamente compartido: el lugar que tienen estas películas en la vida íntima de los espectadores.

El joven realizador japonés de 22 años, Hiroshi Okuyama, debutó recientemente con un film magnífico titulado Jesus. No se trata de una nueva aproximación al hijo del carpintero de Jerusalén, aunque un simpático Cristo miniaturizado cumple un papel destacado en este drama notable sobre la soledad y la pérdida, o la insuficiencia de la fe ante la rotunda paliza que la realidad puede infligir a todas las criaturas. Por cierto, ¿no es una de las versiones más intrigantes de toda nuestra cultura occidental el momento decisivo en el que el Cristo en la cruz mira al cielo y le pregunta al Padre la razón de su abandono? Teológicamente, la soledad como problema esencial de la fe tiene ahí su expresión más enigmática y radical.

En Jesus, un niño llamado Yura se muda a una ciudad-pueblo de Japón junto con algunos miembros de su familia. El abuelo ha muerto, y eso implica un cambio en la dinámica familiar. La mudanza a una ciudad desconocida y el cambio de escuela es siempre un desafío. Todo niño o niña sabe cuán incómodo puede ser el momento de ingresar a un nuevo establecimiento educativo y darse a conocer a los compañeros. Hiroshi Okuyama aprovecha esa situación de lento acomodamiento y trabaja sobre la percepción de su pequeño protagonista. Los días de escuela son ideales para poder transmitir la experiencia subjetiva de su personaje. No solamente acopiando algunos planos subjetivos donde puede verse a través de él qué suscita su atención y asombro, sino incluso gracias a planos distanciados capaces de transferir a la estética del film la relación espacial que se establece entre el niño y la institución: el patio de juegos, los pasillos, el aula y la iglesia se divisan de una cierta forma que duplica la experiencia de desajuste del protagonista. Estamos frente a un orden indoméstico e inhóspito.

Una iglesia católica en Japón no es algo común. Si los misterios de la fe católica son insondables para cualquier chico argentino, colombiano o mexicano, más todavía pueden serlo para un niño japonés para quien la encarnación de Dios constituye una anomalía en la relación de lo ordinario respecto de lo trascendente. La apropiación de ese culto que define la enseñanza de la escuela a la que asiste el protagonista es tan lúdica como genial: el niño imagina a Cristo como si fuera un amigo invisible.

En efecto, como si fuera el característico genio de la tradición literaria oriental, Cristo aparece entonces como una figura diminuta en los momentos de juegos y tristeza. Esta entidad diminuta no tiene el don de la palabra, aunque gesticula mucho, mueve sus manos y acompaña alegremente a su amigo. La aparición de Cristo habilita situaciones cómicas. El niño juega en la bañadera con sus juguetes y Cristo participa como si este se confundiera con un patito amarillo y otras miniaturas de plástico; la ternura y el ridículo se anulan mutuamente. Sin embargo, una desgracia cambiará el rol de Cristo. ¿No es el hijo de Dios capaz de alterar el orden de las cosas? A partir de ahí, el compañero divino ya no será el mismo, porque no podrá revertir el destino de un querido personaje.

Más allá de las derivaciones críticas al pensamiento religioso, la apelación de Hiroshi a hacer de Cristo un heterodoxo amigo invisible es un toque de genialidad hermenéutica, porque alude a una técnica primitiva de la conciencia: aliviar la soledad inventando la compañía de un otro al que puede acudirse para atenuar el desamparo, una prerrogativa de la subjetividad no exclusiva de la infancia, como se aprecia en Naufragio; cada vez que el personaje de Tom Hanks le habla a la pelotita de tenis Wilson, la tradición universal del “amigo invisible” se pone en marcha.

El cinéfilo reconoce muy bien este tipo de vínculo imaginario, porque los amigos invisibles de su vida adulta son las propias películas, que lo acompañan siempre en las horas más difíciles y también en las felices. Las grandes películas en la vida de un cinéfilo son aquellas que están ahí, esperando por él o ella, una fiel entidad que cobija. Es que en esos films amados se puede hallar reparo y descanso, porque tienen las escenas que hemos visto como una extensión de nuestros sentimientos más secretos. En películas como La noche del cazador, Diario de un cura rural, Una mujer bajo influencia, El sabor de las cerezas y Hechizo de tiempo ya no vemos simplemente escenas ajenas, sino secuencias-memorias que viajan por los intersticios del yo, fragmentos afectivos que se confunden con la caricia de un amor, el abrazo de un amigo y la mirada de amor incondicional de un padre.

*Fotogramas: Jesus (encabezado); 2) ¡Viva el amor!

*Este texto fue publicado por Revista Quid en el mes de abril de 2019. 

Roger Koza / Copyleft 2019