LAS ALUSIONES PERDIDAS

LAS ALUSIONES PERDIDAS

por - Ensayos
08 Ago, 2008 04:54 | comentarios

Apuntes sobre la vocación política del cine (III)

Por Nicolás Prividera

Para cualquier teoría social adecuada, la cuestión está definida por el reconocimiento de dos hechos: primero, que existen relaciones sociales e históricas evidentes entre las formas particulares y las sociedades y períodos en que se originaron o practicaron; segundo, que existen indudables continuidades de las formas entre -y mas allá de- las sociedades y los períodos con que mantienen tales relaciones.

 Raymond Williams, Marxismo y literatura  

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Hay un viejo chiste gráfico de Rep en el que se ve el interior de una gran sala de cine: mientras en la pantalla vemos un multitudinario amontonamiento de figuras (en lo que parece ser una típica escena de batalla campal), en la platea languidece un solitario espectador. El efecto de sentido es tan directo como un golpe al ojo, pero podemos también entender el dibujo como parábola (es decir, como algo más que una ironía sobre el fracaso de  una gran superproducción hollywoodense): lo que deja entrever el chiste puede ser tanto una advertencia sobre el amargo destino de toda «épica» (que con el tiempo siempre deviene en «elegía»), o bien ilustrar el efecto de «distanciamiento» (al hacernos conscientes de nuestra propia mirada antiépica). La «alegoría» no es más que eso: la posibilidad de leer (o no) otra cosa en una misma imagen. No se trata aquí de la preciada ambigüedad del Arte: ni la «épica» ni el «distanciamiento» ni la «alegoría» hacen de la ambigüedad un valor (contra lo que suelen prescribir las poéticas cultas), pues se trata de formas populares de representación (o formas de representación populares), y por tanto lo político no es en ellas un añadido sino una constatación de la dimensión ineludible de cualquier situación social. (En última instancia, toda obra nos coloca ante un escenario y nos pregunta: ¿De qué lado estás?)

I

La Epopeya es un subgénero de la épica que consiste en la narración extensa de acciones imponentes (generalmente una gran guerra o un gran viaje, o ambas: Ilíada y Odisea) en torno a la figura de un héroe que representa las virtudes de su pueblo. Fue el primer género narrativo, y es el que más perduró a través de los tiempos, aun cambiando de forma y adaptándose al gusto de cada época, cruzándose con el modo dominante del momento: en el siglo XIX la encontramos en las cimas de la novela (epopeya realista de la era del capitalismo), y en el siglo XX en el cine (con un género propio: el «western»). No en vano la primera película moderna (luego del llamado «periodo primitivo») es El nacimiento de una nación, el primer film sobre la guerra civil de la que nacen los modernos Estados Unidos: El «western» es la gran epopeya norteamericana porque su tema es precisamente «el nacimiento de una nación», el relato de la conquista del territorio nacional y la formación del Estado (cuyo núcleo es la constitución de la Ley).

De ahí en más Hollywood haría de cada género una lección de educación cívica: no sólo a través del «western», sino también mediante el «drama judicial» (contracara de las oscuridades del «cine negro») y el «cine bélico» (de propaganda explícita durante la segunda guerra mundial y la guerra fría). También la Rusia soviética inventó su épica, de Potemkin a Alexander Nevsky (de Lenin a Stalin): El «realismo socialista» (que sepulta las esperanzas de la vanguardia) será la estética oficial del Partido. Pero un «realismo» sin re-evolución no es más que una glorificación del «statu quo». Finalmente, tanto el Estado soviético como el estado capitalista proponen la misma épica neo-clásica: los supuestos superadores del Fascismo (que también tuvo su épica) difieren en el contenido, pero no en la forma. Y entonces queda claro que la política está en la Forma, y que es esta la que debe ser repensada: Y una forma de salir de la trampa de la épica es la pregunta por su origen: por el extrañamiento de la vieja fórmula aristotélica.

II

El Teatro Épico está intrínsecamente ligado al director y dramaturgo Bertolt Brecht, quien más tarde preferiría el término de «Teatro Dialéctico», para enfatizar el elemento de la argumentación y la discusión (y diferenciarlo del teatro aristotélico en el que el espectador debía identificarse con el protagonista mediante la «catarsis»). En el «Teatro Épico» se asume que el propósito de la obra, más que mimetizarse con la «realidad», es invitar al público a hacer un juicio sobre ellas. Los personajes representan ideas (los lados opuestos de un argumento), y el público siempre debe ser consciente de que está viendo una representación (para sostener una distancia emocional con la acción, que le permita reflexionar): Brecht describió este ideal como Verfremdungseffekt («efecto de extrañamiento»): lo contrario de la «suspensión de la incredulidad» que caracteriza a la ficción (según la conocida definición de Coleridge). Sin embargo hay quien dice que sin Mito no hay Historia, que toda voluntad de poder necesita crear su épica: «Desgraciados los pueblos que no tienen héroes», le dicen al Galileo de Brecht. Pero él responde: «Desgraciados los pueblos que necesitan héroes». Y es que el Mito siempre amenaza con imponerse a la Historia, convertirla en estatua, statu quo, razón de Estado. Y en eso no hay diferencias ideológicas: cualquier fascismo (incluso en su versión soviética) no es más que una fase del capitalismo. Por eso la maestría de Brecht al hacer (en La resistible ascensión de Arturo Ui) una alegoría del ascenso de Hitler traspuesta a la Chicago de Al Capone. (Brecht conocía tan bien como cualquier espectador la potencia del cine de Hollywood, aunque no pudo usarlo para su causa en su breve exilio californiano: antes bien, fue expulsado como un enemigo.)

A Hitler le encantaban las películas americanas tanto como a Stalin: les fascinaba ese monumentalismo clásico que Hollywood imprimía aun a sus historias más intimistas (¿No es El judío Suss, finalmente, una suerte de versión negativa de Que bello es vivir?). El fascismo le pedía al cine lo mismo que a la música o a la arquitectura: fascinar a las masas (por eso su obra cumbre es El triunfo de la voluntad, con su coreografía total). Brecht sabía todo esto mejor que nadie, por eso su lección (extremada en sus grandes obras del exilio) es el «distanciamiento». Hay que doblegar los mitos desde adentro, utilizando su propia fuerza: esa lección de torsión es la que heredarán las neo-vanguardias de los ‘60: Der leone have sept cabeças (Rocha) y Viento del Este (Godard) pueden ser vistas como perversiones de The searchers (como explicitación del lado oscuro de la épica triunfal de Hollywood, USA). Pero siempre hay algo forzado en el «distanciamiento», como si tras esa torsión se percibiera el fondo de la gran, invencible, clásica forma aristotélica. La «alegoría» moderna será, en ese sentido, un intento de violentarla sin dejar de plegarse ante su fuerza: una inversión carnavalesca de la Historia.

III

La Alegoría tiene origen medieval (aunque tuvo gran desarrollo también durante el barroco), y consistía en la representación de una idea abstracta (generalmente religiosa) en forma humana u objetal (que pueden combinarse en sistemas más complejos, de imágenes metafóricas que representan un pensamiento o experiencia humana real, y en ese sentido pueden constituir obras enteras: de hecho, según los teólogos medievales, el significado alegórico es también uno de los cuatro posibles a la hora de leer La Biblia). La «alegoría» está muy próxima al símbolo (del que se diferencia por su sentido más unívoco), y a géneros literarios como la «fábula» y la «parábola», es decir, a toda literatura de intención didáctica (asociada al razonamiento analógico). Con la modernidad, su trasfondo religioso devino político (de Swift a Orwell, de Gulliver a Rebelión en la granja) y su uso, mayormente satírico, se oscureció bajo las dictaduras del siglo XX (no en vano las grandes alegorías son perversiones de esa imagen idílica de la comunidad). La «alegoría» era el único género con el que la resistencia podía traficar ideología (como sucedió con el cine francés durante la ocupación, o el cine checo hasta el fin de «la primavera de Praga»). El franquismo engendró al Saura de La caza y Ana y los lobos), el llamado «socialismo real» alumbró al Tarkovsky de Solaris y Stalker.

Sin embargo, la «alegoría» suele no ser bien vista en el cine moderno (como se ve claramente en el caso argentino, que sin embargo ha dado la extraordinaria Invasión de Hugo Santiago), tal vez por el prejuicio en favor de la «insignificancia» (no menos alarmante que el «monumentalismo»). Pero, como siempre, el cine que mejor desnuda los propios prejuicios es el norteamericano: ese cine que siempre ha dado lecciones de clasicismo, también ha dado algunas de las grandes alegorías de la historia del cine (sobre todo en períodos de crisis, facilitado ese juego por la libertad de los géneros, que si bien son muy formalizados son a la vez el espacio más libre donde animarse a lo alegórico, en momentos en que es difícil aludir directamente a lo político). Tomemos por ejemplo la psicosis anticomunista durante la era Mc Carthy, que produjo un giro alegórico en ciertos clásicos films de género, como por ejemplo el «western» (desarmado desde adentro con fineza brechtiana en High noon, donde la cobarde comunidad entrega al sheriff a los malos para garantizar su seguridad) o la «ciencia ficción» (como en Invasión of body snatchers,  donde los invasores suplantan a los ciudadanos por réplicas socializantes), un género particularmente permeable a la metáfora de la «invasión» (que explotó en los ‘50 y que tiene en body snatchers su exponente más alto, ya que admite dos lecturas contradictorias: puede representar tanto el miedo de los norteamericanos ante el comunismo como la misma paranoia anticomunista). Con la derrota de Vietnam la «alegoría» cobra nueva fuerza bajo la forma de entretenimiento popular: sea esperanzadamente liberal (como la saga Star wars, autoconsciente parábola sobre las amenazas del Imperio y la fragilidad de la República) o de un pesimismo inevitablemente reaccionario (como todo el «cine catástrofe»). Los efectos del atentado contra las torres gemelas se harían sentir también en el cine, y la alegoría volvería a esas épocas de paranoia (con Cloverfield como último capítulo -hasta ahora- de toda una saga de monstruos y desastres biológicos). También volvería la exaltación épica (de Cruzada a 300), cerrando una vez más el círculo: la «épica» vuelve a tener un lugar central en la narración de la Historia. Ante ello, la única libertad posible es no dejar de leer políticamente: encontrar en cada relato (en cada épica) su posibilidad antitética (su antiépica), aunque no nos proponga explícitamente ningún resquicio (alegórico).

 FOTOS: fotograma de Viento del Este; 2) fotograma de El nacimiento de una nación; 3) Brecht; 4) fotograma de Star Wars.

 NICOLÁS PRIVIDERA /COPYLEFT 2008