LA SÉPTIMA INTERNACIONAL: EL CINE EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN ELECTRÓNICA

LA SÉPTIMA INTERNACIONAL: EL CINE EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN ELECTRÓNICA

por - Ensayos
15 Jul, 2010 05:45 | comentarios

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Por Roger Alan Koza.

Nuestro régimen anual, nuestra dócil relación con las imágenes: primero fue Avatar, después Hombre lobo, seguido de Alicia en el país de las maravillas y La isla siniestra, y ahora, precedido por Furia de titanes, una edulcorada introducción a la mitología griega, llega el gran bodrio del año: Iron Man 2.

Como todo producto audiovisual destinado al esparcimiento planetario, Iron Man 2 más que distender la mirada la tensa: miles de planos se suscitan frenéticamente, como si fueran bombas microscópicas sobre la retina cuya explosión simula luz. La velocidad visual y el estruendo sonoro constituyen un sistema de órdenes perceptivas. Así, la imagen nada comunica, excepto por algunas señales que deben ser introyectadas al imaginario del espectador.

Se trata de un estímulo ruidoso sin pausas en el que se deben fijar al menos tres cosas: 1) la belleza del imperialismo high tech de los EE.UU.: Robert Downey Jr., alguna vez una figura emblemática de la rebeldía devenido ahora en payaso de industria, manipula imágenes, literalmente, en el aire, como si el propio espacio se hubiera transformado en un iPhone gigante y táctil; 2) el poderío fálico del militarismo norteamericano, festivo e hiperreal, lúdico y abstracto, inigualable para los enemigos de antaño (los rusos, ¿quiénes si no?, aquí encarnados por Mickey Rourke, tras varios años de padecer Siberia y más primitivo aún que en El luchador) y para las fuerzas enemigas contemporáneas, menos prehistóricas aunque bárbaras, bien identificadas en el relato como Irak, Irán y Corea del Norte, el famoso Eje del Mal, como lo bautizó un cowboy alguna vez dipsómano y ya lejos de la Casa Blanca; 3) finalmente, como suele pasar en el cine de Hollywood de todos los tiempos, la esencia del relato (como alguna vez lo sugirió Alain Badiou) gira en torno a la figura del padre y el reencuentro con su hijo, aunque aquí se trate de una imagen del padre proyectada a través de un film pretérito, un fantasma material que viene a confirmar tardíamente a su hijo su amor y su orgullo por este primogénito convertido en superhéroe, sin duda, el más narcisista de toda la factoría Marvel.

Iron Man 2 es uno de los tantos relatos y entrenamientos perceptivos que jueves a jueves consolidan un imaginario y moldean un régimen sonoro y visual. A veces, estas películas pueden ser un poco más inteligentes, como Avatar, un cuento New Age para la gran clase media planetaria, opio digital en tres dimensiones, cuya efectividad como concientización ecológica es similar a la que puede tener la mundialización fetichista del Che como estampa de remera: por ver la película de Cameron nadie modificará algún hábito o patrón de conducta; por celebrar la figura del médico rosarino y después revolucionario nadie dejará de sostener un estilo de vida en el que el consumo irrestricto y la acumulación de bienes son paradigmas de la subjetividad colectiva.

Sea como fuere, las películas en la era de la globalización electrónica (tercera fase de un viejo proyecto expansionista que según Peter Sloterdijk arranca con los griegos con la “globalización cósmico-urania”, seguida por un período de globalización terrestre que va de 1492 a 1945) escriben planetariamente los grandes relatos y premisas ideológicas del orden simbólico que sostiene nuestro modo de ver y pensar el mundo y todas nuestras prácticas. Inobjetable evidencia: Hollywood es la gran Matrix extracinematográfica, la matriz difusa en donde nuestra especie aprende miméticamente de las imágenes mientras se globaliza un estilo de vida. Un año sin Hollywood es tan inimaginable como un mundo sin capitalismo. ¿O son lo mismo por otros medios?

La tesis colaboracionista e indulgente de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, esgrimida en su libro La pantalla global, no es otra cosa que una apología descriptiva del funcionamiento global y estructural del mundo devenido en imagen, a imagen y semejanza de Hollywood y sus sucursales simbólicas. Detectan un fenómeno ostensible y perceptible que entienden como una cinematografización del mundo. Escriben: “El individuo de las sociedades modernas acaba viendo el mundo como si éste fuera cine, ya que el cine crea gafas inconscientes con las cuales aquél ve o vive la realidad. El cine se ha convertido en educador de una mirada global que llega a las esferas más diversas de la vida contemporánea”. Diagnóstico preciso, para muchos exagerado, aunque, tras un examen general, la tesis es difícil de refutar. Cuando los personajes de Wall-E e Identidad sustituta viven sus vidas directamente a través de pantallas en un tiempo futuro impreciso, simplemente potencian, quizás hiperbólicamente, una realidad palpable del presente.

Pero no es cualquier lógica de la imagen. Lipovestsky y Serroy divisan lo que denominan ‘imagen exceso’, ultrarrápida, sensorialmente devastadora, un complejo que liga al cine con el videoclip, la publicidad, la televisión, todo un complejo audiovisual. Iron Man 2 es un ejemplar paradigmático (incluso la versión no filosófica y descafeinada de Alicia en el país de las maravillas, de Burton, constituye el costado artístico de este régimen audiovisual). Así, los autores galos proponen una lógica evolución de las imágenes. Sin decirlo abiertamente, postulan un orden necesario y natural por el cual los planos cinematográficos deben acelerarse hasta el infinito, aun diluyendo el carácter bidimensional de la imagen cinematográfica, y diversificando el sonido de tal modo que ya no provenga de la pantalla sino de otros rincones de la sala oscura. Es un nuevo cine de acción en total oposición a un cine, existente y minoritario, de contemplación.

Lipovestky y Serroy hasta llegan a enunciar una línea deleznable de resistencia a este cine de movimientos acelerados, un supuesto cine crepuscular que hace de la lentitud su política más reconocible, pero, inmediatamente después, rectifican la hipótesis afirmando que este cine insurrecto ya ha sido asimilado al sistema. John Woo (Misión imposible 2 y Contracara) y su estética de la quietud en cámara lenta es un venerable caso de apropiación por parte del sistema dominante de representación audiovisual, aunque reconocen que esta lentitud no es precisamente la de Dreyer, Ozu y Bresson, que, según ellos, planificaban dramáticamente el paso lento del tiempo (narrativo). Así sintetizan el problema: “Sólo algunos cineastas indisciplinados, que construyen su obra fuera del régimen dominante –Jarmusch, Angelopoulos, Béla Tarr, Sharunas Bartas-, alargan a menudo sus planos secuencia hasta la exageración… La puesta en escena de la lentitud refleja un universo que se niega a seguir el juego”.

Pero no se trata solamente de lentitud. Es cierto que ésta puede ser una táctica, pero la lentitud de una imagen no garantiza ni desobediencia, ni verdadera creación. En efecto, existe un estilo internacional, característico de los festivales y muchas veces adoptado por los autores consagrados en éstos, una estética de la lentitud caprichosa y desanimada, que simula un radicalismo formal, pero no por esto se predica un cambio en la percepción. Es que no se trata ni de velocidad, ni de lentitud, sino de la constitución de una forma cinematográfica capaz de estimular otros circuitos cognitivos de nuestro cerebro, y modular, lógicamente, nuestra sensibilidad. En otras palabras, una forma cinematográfica que trastoque y desestabilice nuestra pasividad observacional frente a los objetos y sujetos, siempre representados y filmados como mercancías inertes y vivientes dispuestas para el consumo sin restricciones.

El cine de Jean-Luc Godard nunca fue lento, por ejemplo. Quien revise hoy un film de la década del ’60 como Una mujer es una mujer podrá verificar en aquel extraño musical neorrealista (un bello oxímoron conceptual aunque en la práctica es una verdad absoluta) una forma que permite pensar, más allá de la placentera ligereza de sus planos (cuya velocidad poco tiene que ver con la imagen exceso y los tiempos acelerados del cine contemporáneo global). La última película de Godard, Socialismo, recién estrenada en Cannes, no es precisamente un film lento.

Es que el cine supo ser una Internacional por la cual varios cineastas, más allá de su nacionalidad y pertenencia lingüística, vibraban con el mundo y no vacilaban en buscar un lenguaje orientado a transfigurar el cine en herramienta emancipatoria: liberar los ojos, aprender a escuchar de otro modo. Es por eso, entonces, que los planos de Godard nos recuerdan que el cine, como advierten Lipovestky y Serroy, prefigura nuestra mirada sobre las cosas y el mundo, pero en vez de ser funcionales al statu quo y perpetrar una imagen inmóvil del mundo y de nosotros mismos, sacuden el orden simbólico, trazando sus grietas, sus heridas, sus fallas y también iluminan algunas posibilidades para que la vida humana no esté condenada a un padecimiento infinito. El cine de Godard es inconciliable con el sistema del que hablan Lipovestky y Serroy. Lo mismo ocurre con el cine de Tarr, Kiarostami, Alonso, Maddin, Jia, Marker, Varda y tantos otros. El único milagro de la globalización electrónica es que sus películas no están tan lejos. El día que se estrena la vergonzosa Iron Man 2, también se estrena Las playas de Agnès, de Agnès Varda. En la globalización las paralelas sí se tocan: se trata, en última instancia, de elegir la Internacional cinematográfica, allí en donde lo múltiple vive y no todo se reduce a una gran hamburguesa simbólica pletórica de efectos especiales.

Fotos: 1) Film Socialisme; 2) Iron Man 2.

Este artículo fue publicado con otro título en la Revista Quid de junio 2010.

Roger Alan Koza / Copyleft 2010