LA PRESENCIA DEL PASADO: EL ARTISTA Y LOS ARTISTAS

LA PRESENCIA DEL PASADO: EL ARTISTA Y LOS ARTISTAS

por - Ensayos
05 Mar, 2012 08:41 | comentarios

El caballo de Turín

Por Roger Koza

El tiempo, un concepto equívoco y una experiencia poco amable, ubica ciertos fenómenos en perspectiva. ¿Quién se acuerda hoy del escándalo y el frenesí de La pasión de Cristo? Si ese filme sádico e ideológicamente sospechoso pasará a la historia no será por otro motivo que por un récord trivial. Beneficio colateral del fanatismo: al estar hablada en arameo obligó al público estadounidense a leer subtítulos. ¿No sucede, en parte, lo mismo con El artista, el celebrado filme de Michel Hazanavicius, multipremiado y multitudinariamente amado? ¿Es que veremos, a partir de ahora, cine mudo? ¿Acaso se reestrenarán en digital títulos como Amanecer, de Murnau, El dinero, de L’Herbier, incluso Viaje a la luna, de Méliès, en consonancia con la operación nostalgia que ya nos devolvió El padrino, Scarface y Titanic en 3D?

En esta ocasión no se trata de una lucha contra el aislacionismo de un pueblo, el estadounidense, acostumbrado a pensar que su país es sinónimo de planeta (lo que explica una tara narrativa en casi todas las películas del género catástrofe: el fin del mundo siempre es el fin de “América”). Ahora la hazaña es otra: consiste en vulnerar una muralla invisible, cimentada por otra fase evolutiva de la imagen y el sonido en la que está atrapada una población y una mayoría generacional que no pueden concebir la imagen sin sonido y sin colores resplandecientes. La dificultad desconoce geografías, pues el pop, el funk, el hip hop sobrevuelan la identidad perceptiva del joven global y de algunas otras generaciones ya no tan jóvenes. ¿Es posible hacer un filme como El artista y conquistar a ese público, que ve en un vampiro fashion a su doble y en el mejor de los casos cree que Peter Parker es uno de los suyos, un desplazado devenido en estrella? Tan sólo basta ver el nuevo tráiler de la nueva y cuarta versión de El hombre araña para identificar hacia dónde va el cine contemporáneo. Una subjetiva en 3D de los vuelos de ese superhéroe proletario es prácticamente imposible de elidir.

Pero Hazanavicius dio con el secreto. Todos aman El artista: la ternura (casi de un cartoon bonachón) de sus personajes principales, la bondad del productor, encarnado por John Goodman, y, sin duda, el perrito, una mascota cinematográficamente extraordinaria que resuelve situaciones dramáticas y estéticas (diríase un efecto especial animado que induce entre otras cosas a que sepamos qué sentimientos debemos tener frente a lo que vemos), son irresistibles. El artista es la Amélie de nuestro década: un filme francés norteamericanizado, demasiado dulce para rehusar sus placeres, demasiado sencillo para ignorarlo. Ya en Cannes sus directivos tuvieron su arrepentimiento. Programada fuera de competencia, como se podía constatar en el catálogo, a pocos días de empezar el festival se la incluyó en competencia a último minuto. Y para bien: todos salían con una sonrisa tras su premiere mundial, y el simpatiquísimo Jean Dujardin se llevó el premio a mejor actor.

El inicio de El artista es preciso: sin saberlo estamos viendo un filme dentro de un filme. Un hombre es torturado. Someter el cuerpo a la electricidad, lo sabemos muy bien, es un método para hacer confesar al enemigo, aquí un espía. Los rusos le piden que hable, él se resiste diciendo: “No hablaré” (en realidad leemos lo que dice). Parece un anuncio de lo que sucederá. Y si hay un “ruso” sentado en la sala, El artista no le hablará. Es buena introducción y un elegante modo de proponer un acuerdo: “usted verá una película muda, inténtelo, permítaselo, la pasará bien”, es lo que se predica de la introducción. Inmediatamente, un refuerzo: vemos al actor que interpreta el papel de espía en “A Russian Affair”, George Valentin, espiando las reacciones del público al costado de la pantalla. El filme termina y la gente aplaude sin parar. ¿Una profecía inducida, una orden amable al espectador? Es posible, pues allí se sella un pacto.

Como sabemos, el filme de Hazanavicius cuenta la historia de un actor, Valentin, que sin saberlo está a punto de perder su estatus de estrella. Es el fin de la década del ’20. El artista retoma un viejo clisé: la inadaptación y el fracaso de las estrellas del cine silente en la era del sonoro. Las dos mejores escenas transmiten físicamente este giro copernicano, un antes y un después en la historia del cine. Un plano general en el interior del edificio de Kinograph, la compañía cinematográfica en el film, permite divisar gente subiendo y bajando escaleras. El plano tal vez sea una cita de El séptimo cielo o El cameraman, pero tiene una intención precisa: Valentin desciende; su enamorada, Peppy Miller, asciende, pues será ella la “carne fresca” del cine sonoro. Nace una estrella, cae una leyenda. La otra escena es fundamental, esencialmente anacrónica para la época, pero en este caso genial. El personaje de Goodman invita a Valentin a presenciar una prueba de un filme sonoro. La reacción de Valentin será despectiva e incrédula. Después ocurrirá algo extraño: la caída de un vaso de agua sobre la mesa de su camerino adquirirá sonido. Paulatinamente, todo lo real empezará a sonar. Es la experiencia inversa de lo que sucede con el espectador actual. La experiencia de extrañamiento de Valetin es inversamente proporcional a la que deben experimentar muchos espectadores que jamás sintieron un filme mudo.

El artista

La llegada de El artista, que más bien debería haberse llamado “El productor” o “La estrella”, pues se trata de un film en el que se propaga y defiende un cine industrial y de productores (la silla del director está siempre ausente en los sets y la única vez que se ve al director es para decir “Corten”), coincide con un viraje digital cada vez más pronunciado. Justo cuando en Europa y Estados Unidos las salas en 35mm habrán desaparecido en menos de tres años, la industria revisa y revive su pasado e incluso facilita filmarlo como antaño: blanco y negro, sin diálogos, intertítulos. Es el canto del cisne, dirán algunos, otros dirán oportunismo.

Los otros artistas

¿Cuál es el misterio del blanco y negro? ¿Cuál el misterio del silencio y el sonido en el cine? Algunos cineastas distinguidos han insistido siempre en el blanco y negro. Hace un año se estrenaba El caballo de Turín en la Berlinnale. Béla Tarr prefiere el blanco y negro como materia visible de sus películas. La historia es casi apocalíptica, crepuscular, un fin del mundo anticipado y diferido, o simplemente la película que se toma muy en serio el anuncio de Nietzsche sobre el budismo europeo (como denominaba al nihilismo): una vida sin metas, sin proyecto.

Tarr arranca su película en el momento posterior a que Nietzsche le hablara a un caballo. La película seguirá al cochero (y al caballo), y de allí en adelante prácticamente nada sucederá excepto la cotidianidad anodina de ese hombre y su mujer, una pareja de campesinos sumidos en el presente. Pero en donde sucede de todo es en la materia misma de la película: la luz de El caballo de Turín es literalmente una epifanía, y es allí en donde hay que buscar los secretos del blanco y negro.

Es que la luz desprovista de color invita a un juego de otro orden respecto del contacto de la luz con los cuerpos y los efectos sobre la percepción de dicho fenómeno. En el viejo cine mudo el gris y sus escalas imponían ciertos códigos de representación y una calibración de las emociones. Dice Tarr: “A través del blanco y negro se puede sostener un estilo y a la vez se mantiene una distancia entre el cine y la realidad, algo que es muy importante”. Si el color, como el sonido un poco antes, constituyeron un salto hacia lo real, un deseo de mímesis y reproducción, como sucede ahora con el realismo anabólico del 3D digital, que intenta ya no sólo representar lo real sino casi sustituirlo en nuestra percepción, la obstinación por el blanco y negro implica despegarse del naturalismo y el realismo en pos de una búsqueda de otro orden.

Dead Man (1995), un western que asume el punto de vista del “salvaje”, es otra obra maestra en blanco y negro. Jim Jarmusch es su responsable. Su historia es minimalista: Un contador, William Blake, interpretado por Johnny Depp, es el “estúpido hombre blanco” de esta road movie prehistórica a caballo. Tras no conseguir un puesto de trabajo en un pueblo perdido en el Oeste, Blake se convierte inesperadamente en el objeto de una recompensa. Una herida de bala lo irá matando paulatinamente, pero antes viajará por el bosque con Nobody, un nativo americano, hasta que un día morirá. El filme es un viaje a un mundo poco familiar, un encuentro alucinatorio con ciertas culturas “primitivas” de la nación de Jefferson.

Con el blanco y negro, Jarmusch deseaba conjurar lo familiar y dislocar así al espectador respecto de su conocimiento del género. Una vez más, se trata de producir extrañamiento. Dice: “El color, en particular si se trata de paisajes, nos conecta con las cosas debido a nuestra familiaridad con los valores que tienen las tonalidades”.

Los ejemplos son muchos: Ed Wood, de Burton, La cinta blanca, de Haneke, la mayoría de los filmes de Philippe Garrel, las extraordinarias películas de Ossang y la obra casi completa de Guy Maddin, cuyas películas no sólo son en blanco y negro sino que además siempre ha intentado retomar la gramática del cine mudo y apropiársela en un contexto contemporáneo. Y esta Juha, de Kaurismäki, gran película muda (y sin colores,) de 1999, hasta ahora la más audaz e inteligente para yuxtaponer dos épocas del cine. En otros términos, el cine en blanco y negro jamás ha dejado de estar con nosotros.

El sonido del silencio

Otra vez El artista: no hay duda  deque su secuencia final es muy buena, un gran homenaje al musical, perfectamente filmada: la cámara baila con los dos intérpretes. Pero un poco antes, en el desenlace propiamente dicho del drama, hay una decisión desafortunada. Hazanavicius decide musicalizar la derrota de Valentin, que decide terminar con su vida, con la banda de sonido de Vértigo, de Alfred Hitchcock. La música de Bernard Herrmann es hermosa, pero aquí no sólo resulta inadecuada e inexacta cronológicamente, sino que parece una intrusión sonora, un capricho cinéfilo que traiciona tanto el período que retrata como una posibilidad estética. ¿Qué hubiera sucedido si en vez de las cuerdas de Vértigo hubiera confiando en el silencio absoluto, el grado cero del sonido?

El silencio total en el cine es subversivo, intolerable, por eso desde el inicio se convocó al pianista para su conjura. ¿Qué se confronta frente a la imagen sin volumen? El gran misterio del cine mudo es su búsqueda de auxilio musical. Imaginar esa escena aludida, cinco minutos, en un silencio total. ¿Qué sentiríamos? Sin palabra y sin texto, desprovisto lo real de su música concreta y artificiosa, la cámara develaría los fenómenos del mundo sin la protección del lenguaje. Ojos sin lengua, o la realidad semidesnuda.

Este artículo fue publicado por Ciudad X, en el mes de marzo 2012. 

Roger Koza / Copyleft 2012