LA NOCHE SUBMARINA

LA NOCHE SUBMARINA

por - Críticas
08 Dic, 2020 09:52 | 1 comentario
El documental registra durante tres días del año 2000 una misión del tristemente célebre submarino ARA San Juan con precisión institucional y aliento poético.

El imperio desaparecido

Empezar con una tibia hipótesis: las películas “de submarinos” son experiencias aún mejores para los espectadores que las películas “de barcos”. En la asistencia a una proyección de una película de submarinos se puede establecer una comparación entre lo que vemos en pantalla y nuestra situación física al verlo –estamos dentro de un recinto cerrado, a oscuras junto a otras personas– que difícilmente la provea el cine de barcos, más propenso a vincularse a una épica diurna con viento en popa, cañones, prismáticos o catalejos y las nubes en lontananza. En “La noche submarina” no se pronuncia ni una sola vez la palabra claustrofobia, ni siquiera se alude a la claustrofobia. “La noche submarina” ni siquiera es una película claustrofóbica, y esta es su primera e insospechada virtud; la búsqueda de los tres directores que filmaron estas imágenes dentro del ARA San Juan en el año 2000, Diego H. Flores, Alejo Moguillansky y Fermín Villanueva, iba claramente en una dirección distinta a una propuesta de reconocimiento sumarial. Quizás los impulsó un anhelo similar a la fantasía de subir a la Luna que tenemos los niños cuando queremos ser astronautas: ir tras los pasos de una mística submarinista alimentada por la visión de películas del subgénero de submarinos y por la lectura de novelas de Julio Verne como “20.000 leguas de viaje submarino” (título provisorio del proyecto cuando atravesaba la fase de rodaje). O, simplemente, querían ver lo invisible, porque un submarino es un espacio tan vedado al público como el de una nave espacial: algo sólo para los ojos de los tripulantes (más: las naves espaciales llevan cámaras, los submarinos ni eso); la vida en un submarino es un acertijo que sólo puede desentrañarse por la vía de la experiencia directa. Es más, los inicios de las misiones de los submarinos ni siquiera atraviesan la fase exitista de ser filmadas para una cuenta regresiva. La eyección de un cohete es un espectáculo aerodinámico y fastuoso que una cámara devora con voracidad mientras que la inmersión de un submarino es un proceso estanco hasta lo burocrático (al menos para los que la vemos a través de una filmación y no la vivimos in situ) que no sugiere ningún atractivo para los medios de comunicación, adictos a registrar cualquier suceso si éste implica algo que ver con la cinética en la diégesis.

“La noche submarina” es una aventura interior en alta mar que no se limita a obviedades formalistas como las del uso de planos-cortos-que-reflejen-el-encierro-de-los-tripulantes, utilizada ad nauseam en el cine bélico, sino a la memoria de una permanencia en territorio, sino hostil, inhóspito, virgen a los ojos y a los sentidos. (Se menciona el destino aciago que tuvo el submarino ARA San Juan en 2017 pero no se regodea en ello con morbosidad. Omitir el hecho fatídico, por otra parte, hubiera sido una enorme falla por sustracción). Flores, Moguillansky y Villanueva fueron en busca de algo novedoso tanto para sus vidas como para sus por entonces incipientes trayectorias como cineastas y encontraron aburrimiento y épica en dosis desiguales, y en la grieta al medio, una historia que narrar, decantación natural cuando una cámara no sólo es un testigo registrador sino un ser vivo curioso. Seis ojos entrometidos se asociaron para el estudio acelerado (tres días es poco para un estudio profundo) de la vida dentro de un submarino y en lo que respecta a la sinopsis argumental que propone la película, fue cumplida con sobras. 

Claro que hay mucho más. Una escena de camaradería entre los tripulantes, muy lograda como fuente observacional, en la que la música de “The Wall” de Pink Floyd y alguna canción de U2 irrumpen de manera extradiegética para emocionarnos, convive con los encuadres de todas las acciones que tienen que estar en el descubrimiento de un operativo militar de rutina en un submarino, como el marino que otea por el periscopio (clásico de clásicos submarinistas) y la decisión de no dejar afuera del encuadre el visor que muestra la regulación de la presión del mar y hace ¡bip! en cada vuelta, que hemos visto en todas y en cada una de las películas de submarinos y que no hubiéramos querido que quede afuera de esta. 

También hay una escena que hubiera podido erigirse tranquilamente como el clímax: el lanzamiento de un torpedo. Pero no resulta lo esperado ni para los autores ni para los espectadores. En las películas de Hollywood, un torpedo es el proyectil que divide la narración entre paz y destrucción y su disparo es casi siempre un juego de montaje veloz y raccord. En “La noche submarina” se destruye esta mitología a puro expediente. Los realizadores, a centímetros de la maquinaria lanzatorpedos, quedan perplejos al tener que asumir, por intermedio de la experiencia inmediata, que el disparo de un torpedo es todo lo contrario a una película de Delmer Daves o al clásico moderno “Das boot” de Wolfgang Petersen: es una acción silente y hasta casi sigilosa que colapsa todo posible entusiasmo. Hay una desilusión manifiesta aquí, que se verbaliza por la voz en off de Moguillansky. Esta pequeña contrariedad, que ocurre casi al final de todo, marca el tono crepuscular definitivo del documental, su aura gris y ventosa. Y lo hace caminando hacia atrás, de manera reversible. 

Los siguientes versos de Julio Verne es lo último que leemos en la película y acentúan su concepto poético:

El mar no pertenece a los déspotas.

En su superficie, aún pueden ejercer sus derechos, pelearse,

devorarse y transportar todos los horrores terrestres,

pero a treinta pies de profundidad,

su poder cesa, su influencia se extingue

y su imperio desaparece.

***

La noche submarina, Diego H. Flores, Alejo Moguillansky y Fermín  Villanueva, Argentina, 2000-2020.

Miguel Peirotti / Copyleft 2020