LA MEJOR PROYECCIÓN DEL MUNDO

LA MEJOR PROYECCIÓN DEL MUNDO

por - Varios
06 Sep, 2008 07:58 | comentarios

Por Nicolás Prividera

 

Mi película M se estrenó en un par de cines de Buenos Aires hace un año, el 30 de agosto. (Por casualidad se trataba del «día internacional del detenido -desaparecido»: una señal más de su involuntario destino.) Hasta unos meses antes, la película no existía más que en la disposición de los pocos que colaboraron con ella (el de los benefactores de causas perdidas siempre fue un grupo minoritario). Luego, gracias a quienes la programaron en el Festival de Mar del Plata (y en la competencia: lo que era mucho más de lo que hubiera podido imaginar poco tiempo antes, cuando ni siquiera estaba seguro de poder terminarla, no digamos ya estrenarla…), la película salió a la luz pública y siguió encontrando defensores que la acompañaron fervorosamente (en un camino no desprovisto de ataques y atascaderos). El momento más intenso (más allá de los premios que vinieron después como regalo inesperado) fue su primera proyección en el teatro Colón de Mar del Plata. Después vendrían otras proyecciones alrededor del mundo, y me sería difícil elegir una sola que pudiera competir con la intensa sensación de esa noche, porque todas son inolvidables.

Recuerdo el viejo cine de Hamburgo que sobrevivió dos guerras y cuyo nombre, Metrópolis, parecía un guiño del destino. Recuerdo el antiguo teatro de variedades que aparece de pronto cuando uno se interna por una callecita lateral a la gran Karnertstrasse de Viena. Recuerdo la colosal Kinoteca, esa torre panóptica que Stalin regaló a la Varsovia de posguerra como un caballo de Troya. Recuerdo los diversos tonos del castellano latinoamericano cruzándose en el Lincoln Center de Manhattan, en la misma sala donde más tarde pude ver a Sidney Lumet presentando Before devil know you are dead. Recuerdo la colmada penumbra de la sala de Yamagata, y los verticales subtítulos en japonés traduciendo quién sabe cómo la imposible palabra «montoneros». Recuerdo el cine de Gijón en el que M se codeaba con Santiago, En la ciudad de Silvia… Recuerdo todo eso como se recuerda algo improbable o vivido por otro, allá lejos y hace tiempo. Y sin embargo, aún en esa bruma pudorosa del recuerdo, puedo decir que la mejor post-proyección (ese momento infinito en que la sala se ilumina y aparecen, repetidas o desconcertantes, las preguntas) tuvo lugar lejos de esos centros poderosos, más cerca del alma secreta de la película: una tarde lluviosa, en las afueras de la inverosímil ciudad de México.

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(¿Por qué no fue en Argentina, frente a su público «natural», o en algún país del primer mundo con pasado totalitario? Ni tan lejos ni tan cerca. Aunque el siglo XX haya hecho del horror un patrimonio universal, en otros continentes una Historia de «desaparecidos» suena demasiado latinoamericana. Porque hay algo inevitablemente latinoamericano en el tono de la película, y tal vez de la Historia misma. Entonces México, que fue a la vez víctima del autoritarismo y a la vez refugio de exilados, era tal vez el lugar ideal para una película de conflictivo recibimiento en su país de origen. Chile estaba más cerca, pero también era demasiado cercana su dificultad para procesar la Historia: ninguna calle recuerda a Salvador Allende… Yo había estado en ambos países un tiempo atrás, y volvía ahora como quien vuelve a un pasado demasiado familiar.)

Iba y venía, entonces, del hotel a la sede central del Festival de Cine Contemporáneo de la ciudad de México (mas conocido como FICCO): con sólo cruzar la calle estaba en el «World Trade Center», monótono edificio que intentaba reproducir, sin suerte, un modelo dentro de otro (como una huella de la dominación): el del cercano y unido Norte como antes el del lejano Imperio Español (y el DF es la huella de ese choque antiguo: una ciudad construida literalmente sobre otra, piedra sobre piedra). Yo añoraba ver el México real (o la realeza de lo real: los murales de Rivera en el Palacio Nacional o los de Orozco y Siqueiros en Bellas Artes, donde se cifra el irredento sur profundo, el México insurgente). Por fin tuve mi oportunidad de escapar, pero hacia la última proyección, en los márgenes de la ciudad y del festival (márgenes, no orillas ni límites, porque la ciudad de México no termina nunca, se dilata eternamente en el desierto).

El destino final era «El Faro de Oriente», donde el festival tenía uno de sus puntos exteriores: un enorme edificio, en medio de una gran barriada marginal, que ha sido reciclado como taller de artes y oficios. La inmensidad del proyecto es propio de su ubicación: México es una de las ciudades mas pobladas de la tierra (la primera de América latina), y Oriente su barrio más populoso y violento, y «El Faro» la única fábrica que pretende producir hombres libres. Allí los niños perdidos encuentran, a través del arte, un sentido y una salida: se hacen dueños de su fuerza y su trabajo, sobre todo si logran salir de ese oasis comunal sin que la ciudad los devore, impiadosa. Mientras tanto, son ellos los que engullen saberes varios y los ponen en acción, mezclando el artesanado con la biblioteca, y recibiendo a los visitantes que se animan a escapar del centro hacia la periferia).

Allí llegue esa tarde lluviosa, más temeroso por la suerte de John Gianvito que por la mía: Gianvito iba a presentar al día siguiente The profit motive and whispering wind (película que finalmente se llevo un premio en el Festival, así como en el ultimo BAFICI), y yo imaginaba que el «gringo» no iba a durar mucho en Oriente: el día anterior había visto como al final de una de las proyecciones (en el central centro comercial) un joven mexicano le echaba en cara que «la mitad de la sala» se hubiera ido (quedábamos cinco personas después de la función…), ya que era su culpa por filmar una película «aburrida como un cementerio». La apreciación era tan exacta como errónea, pues el film de Gianvito es un recorrido por las tumbas (heroicas y/o anónimas) de luchadores o mártires norteamericanos. Pero sólo puede ser aburrida para quien no ama los cementerios y las elegías, lo que parecía ser el caso del iracundo joven, que le reprochaba airadamente a Gianvito su «pesimismo militante» (aunque la película termina con una viva manifestación, como para dejar en claro que esos muertos no están tan solos como en la hora precedente y que el «whispering wind» es el rumor de esa lucha subterránea que siempre los acompaña: la película es claramente un film conceptual, y lo que en todo caso se le podría reprochar es que su realización no tiene la grandeza de su idea). Pero Gianvito no condescendió a discutirlo, ni el joven a escucharlo: un muro de incomprensión se habían interpuesto entre ellos. 

 

A pesar de todo, mis temores se despejaron en cuanto termino la proyección de M y yo mismo me enfrenté con ese público desconocido que se apiñaba en la oscuridad y que al encenderse las luces descubrió no un rostro impenetrable sino una calidez familiar (y lamenté luego no haber registrado esa larga charla, que no podría glosar aquí sin traicionar): sólo imaginen un coro de chicos atentos, que hacen suyas cada imagen y cada palabra con la naturalidad de quien tiene hambre y sed de justicia. Ellos son los espectadores ideales de cualquier película que se respete: los que hablan desde la penumbra, los que saben que los cielos están para ser asaltados y los muros para ser saltados aún cuando no tengan la fuerza o la conciencia para llegar a hacerlo, los que han abandonado (o nunca tuvieron) el cómodo lugar del espectador.

FOTOS: 1) M, en la vitrina del cine Metrópolis de la ciudad de Hamburgo; 2) Quintín, Prividera, en las calles de Vienna durante la Viennale (foto de Falvia de la Fuente); 3) fotograma de The profit motive and whispering wind

 Copyleft 2008 / Nicolás Prividera