LA FIESTA DE LUMIÈRE

LA FIESTA DE LUMIÈRE

por - Ensayos
11 Ene, 2012 03:24 | comentarios

Función al aire libre en el Festival de Locarno

Por Roger Koza

El prestigioso programador Richard Peña de la Sociedad de Cine del Lincoln Center de Nueva York y director del Festival de Cine de Nueva York recibe un premio en España (Orden de las Artes y las Letras). Una periodista le pregunta: “¿De dónde le viene la pasión por descubrir nuevas cinematografías?”. Peña, cuyo español no es tan consistente como su conocimiento sobre cine, responde: “A veces digo que el cine nos ofrece un banquete de tantas comidas tan deliciosas, pero la mayoría de mis paisanos americanos se conforman con comer en McDonald’s. Eso no lo entiendo, cuando hay tantas cosas sabrosas para comer. Sí, de vez en cuando McDonald’s está muy bien, pero en otros momentos quiero comer comida china, india, japonesa, española. Hay tanto para descubrir en el mundo que el cine es el instrumento perfecto para descubrirlo”.

Lo que dice Peña es cierto; pasa en su país y se repite en otros tantos. Estados Unidos no sólo impone su cultura cinematográfica sino que de contrabando también exporta su aislacionismo. Sin embargo, el espectador contemporáneo (de cine) cada vez puede ver más. La oferta web se expande: están los servicios pagos (Netflix), los sitios gratuitos (Cuevana), las páginas especializadas para gente de la industria (Festival Scope) y las cinéfilas (Mubi). La web es para el cine una especie de banquete digital sin dirección gastronómica –por seguir con la metáfora de Peña– ni curaduría: todo, absolutamente todo, está disponible. En algún sentido, la inquietud dietética audiovisual de Peña estaría potencialmente superada, sólo basta con que el cibernauta cinéfilo haya podido construir un mapa de navegación y sea un hermeneuta intrépido, lo que no suele ser una condición frecuente. No resulta fácil saber qué ver frente a una oferta infinita de películas, lo que puede llevar involuntariamente a elegir lo conocido en vez de probar lo que se desconoce. Extraña paradoja: poder verlo todo no es muy distinto de no poder ver nada.

En efecto, se necesita hacer un aprendizaje. ¿En dónde? ¿Para qué? ¿Cómo saber distinguir las películas secretas? ¿Cómo reconocer las películas distintas pertenecientes a cinematografías lejanas? ¿Cómo aprender a distinguir, incluso, entre las películas estrenadas en sala semana tras semana que no se homologan en el esperanto universal audiovisual del que participan la mayoría de las películas que se estrenan? ¿No suenan igual? ¿No preponderan ciertos colores y sus tramas se parecen, con resoluciones similares y niveles de complejidad aceptables? ¿No será por eso que películas como Súper 8, El planeta de los simios, Los Marziano no son del todo aceptadas por el gran público? No respetar ciertas reglas implícitas y convenciones naturalizadas tiene sus consecuencias.

Fue Platón quien tituló una de sus obras El banquete. Como se sabe, es allí donde el rey de la filosofía griega (tal descripción no es necesariamente laudatoria) hablará sobre el amor, y es también allí donde una tradición mucho más cercana a nosotros, muy lejos de esa metafísica convencional y hegemónica, encontrará una manera de descifrar el deseo y en algún sentido de codificarlo.

Como sea, por definición, el deseo es un movimiento hacia algo o un otro. Dinámica del yo, no del todo comprensible, orientada hacia una dirección en la que se percibe una posible satisfacción. La falta y su reconocimiento establecen una situación para el sujeto. Saciar, chupar, tragar, nutrirse: el deseo se aprende desde la sensación más primaria y casi perenne del organismo por permanecer y sostenerse, lo que define una experiencia primordial: el reconocimiento del apetito. En ese sentido, el apetito que se presupone en un banquete poco tiene que ver con el hambre brutal y desesperada. Hay en las coordenadas simbólicas en las cuales se piensa el festín dietético una finta simbólica que elude el instinto y el apetito. En los banquetes el alimento cumple funciones de otro orden. La nutrición elemental es sustituida por una educación y expansión del gusto. Se trata de producir una disyunción entre el gusto y el apetito, someter a este último a una prueba dietética e intervenir sobre el paladar. Detectar nuevos gustos y acostumbrar el paladar a otros sabores es precisamente la agenda de todo banquete. Lo que se pone en juego es la norma del gusto: el exceso y la variedad desnaturalizan por un tiempo definido la dieta más o menos implícita que se repite a lo largo de los años. Es literalmente el aprendizaje de una lengua. ¿No es precisamente eso lo que sucede en otros términos en los festivales de cine?

En este sentido, los festivales de cine funcionan como banquetes organizados. La línea estética de un festival, su concepción de programación, sus secciones, sus catálogos constituyen un complejo simbólico destinado a proponer una práctica general (dietética, o una dieta para la estética) en la que se empuja al espectador a asimilar propuestas que en otro contexto le serían inadmisibles, intragables. Todo festival trata de proponer un régimen abierto de imágenes y sonidos que trastoque el gusto cinematográfico y sus normas.

Existe un secreto pacto entre el espectador que asiste a un festival de cine y las películas que se exhiben en él. El riesgo, la voluntad de experimentación, la curiosidad por parte del espectador encuentran su correlato en una propuesta que estima ser exigente y variada. Así, por unos días, el gusto y el hábito –es decir, el punto de partida por el cual se recibe y percibe, se experimenta y se juzga lo que vemos– permanecerán en suspenso. El trato implícito es verlo todo, o al menos intentar ver lo que no vemos y llegar a ver de otro modo lo que vemos. Es aquí donde se debe discutir y destituir la estúpida objeción conservadora con la que se suele desprestigiar al público de un festival. El supuesto esnobismo del espectador festivalero es una sospecha infundada; un festival de cine y su público pactan: por unos 10 días, un poco más, un poco menos, se debe reunir un conjunto de películas que cuestionen la norma del gusto o, dicho de otro modo, el canon cinematográfico que lo ha constituido.

Es que el gusto, que celosamente consideramos como nuestro y que juzgamos como autónomo y soberano, y del que jamás sospechamos sobre cómo llegó a instituirse y ser lo que es, si es puesto bajo sospecha, no resiste una genealogía. La historia de nuestro gusto cinematográfico (y dietético) poco tiene de autónoma, y corroborarlo puede ser incómodo. Descentrarse es tan secretamente violento como necesario. ¿Cuál es la historia del gusto, su biografía, las fuerzas que delimitaron una mirada, un criterio, un sistema de inclusiones y exclusiones? Inesperado corolario de todo festival: lo que podemos ver expresa indirectamente un estadio de libertad, una evolución de su ejercicio. Insospechado efecto de un festival: lo que podemos apreciar, lo que nos gusta, es tan maleable como contingente, y depende mucho de cómo se lo estimula, de lo que se predica una política posible para la (re)construcción del gusto: la multiplicidad garantiza mayor cantidad de combinaciones y asociaciones.

Hace unas décadas se estrenaba La fiesta de Babette, un film que coronaba su relato con la preparación de un banquete por parte de una misteriosa mujer cuyo arte culinario era capaz de transformar la intimidad de sus comensales. El director de un festival de cine y sus programadores, que siempre desean honrar el invento de los Lumière, no podrían aspirar a otra cosa: convertir un festival de cine en un banquete colosal e inolvidable, uno cuyos espectadores no serían los mismos tras satisfacer sus apetitos, o el deseo de ver.

Este artículo fue publicado en la revista Quid del mes de diciembre 2011.

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