LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (15): CASABLANCA: NOTAS AL PASO ALREDEDOR DE UN REESTRENO

LA COLUMNA DE JORGE GARCÍA (15): CASABLANCA: NOTAS AL PASO ALREDEDOR DE UN REESTRENO

por - Columnas, Críticas, La columna de JG
09 Oct, 2012 07:13 | comentarios

Por Jorge García 

Como ha quedado explicitado reiteradamente en este espacio, soy un ferviente defensor de la teoría del autor en los términos “cahieristas”, esto es que el director es el responsable fundamental de los valores de un film y que, a partir de los elementos estilísticos que trasmite y las temáticas que aborda, es que se lo puede encuadrar dentro de esa categoría. Dicho esto, es muy probable que los comentarios sucesivos desmientan de algún modo esta taxativa afirmación; pues bien, creo que, en todo caso, Casablanca no es más que una de las puntuales excepciones que confirman aquella regla.

A esta altura es posible afirmar que dentro del cine americano clásico existen tres películas a las que se les puede otorgar el rótulo de míticas: Lo que el viento se llevó, El ciudadano y Casablanca. La primera es la gran epopeya americana épica con un personaje femenino muy potente, una saga mastodóntica con momentos inolvidables y ostensibles caídas de ritmo, algo que en buena medida podría atribuirse a que en ella participaron varios directores de distintas características. La ópera prima de Orson Welles –más allá de la opinión de la insigne Pauline Kael, que le adjudica todos sus méritos al guión de Herman Mankiewicz- es la película de autor por antonomasia, en la que el director desplegó todas sus enormes virtudes y también algunos de sus eventuales defectos. En cuanto a Casablanca es el film al que, en su afán de menoscabarlo, se lo ha caracterizado de “milagro irrepetible”, “afortunada conjunción de casualidades” y otras grandilocuencias. Digamos de manera más simple que, normalmente, la presencia de un gran guión rodado por un artesano eficiente y con un equipo técnico competente va a dar lugar, de manera casi inevitable, a una buena película. En algunos casos, como este, esa fusión se potenció de tal modo que el resultado fue un gran film.

Mihály Kerstesz (Michael Curtiz a partir de su llegada a Hollywood), su director, nació en Hungría y está considerado uno de los fundadores del cine de ese país. Con una prolongadísima carrera que comienza en 1912 y se desarrolla a lo largo de cinco décadas y con más de un centenar de películas en su haber, realizó toda la primera parte de su filmografía en Europa, donde trabajó con cineastas del calibre de los suecos Victor Sjostrom y Maurice Stiller. En 1926 fue contratado por la Warner, compañía con la que estuvo vinculado hasta 1953 y donde realizó el núcleo central de su obra, siendo su etapa más interesante la que va de principios de los ’30 a comienzos de los ’50. Ejemplo cabal del artesano muy competente al servicio de los estudios, capaz de moverse con habilidad en los más diversos géneros, sin embargo, hay una característica que lo destaca sobre otros compañeros de ruta y esta es la fluida continuidad que trasmiten sus movimientos de cámara. El tema de los artesanos (para entendernos, aquellos cineastas sin una visión personal del mundo y carentes de un estilo visual definido pero que, bajo determinadas condiciones, están capacitados para realizar buenos films) dentro del cine de Hollywood merecería una reflexión a fondo que no se hará en esta nota. Directores como John Farrow, Anatole Litvak, o Vincent Sherman (flagrantes omisiones en el esencial libro sobre el cine norteamericano de Andrew Sarris) responsables de varios títulos muy interesantes o realizadores menores, como Arthur Lubin, Alexander Hall y Edwin Marin, por sólo nombrar algunos, también han contribuido con películas entretenidas y disfrutables a la grandeza de ese cine. Pero volvamos a Curtiz; como es típico en esta clase de directores, hay mucho de rutinario y descartable en su obra, pero también se pueden encontrar títulos destacados en diferentes géneros. Pruebas al canto: El capitán Blood y El halcón del mar (aventuras), Dodge City y Virginia City, en la que logró reunir a Humphrey Bogart, Errol Flynn y Randolph Scott (western), El hombre propone…(comedia), La carga de la brigada ligera (bélico), El suplicio de una madre (melodrama), Sin sombra de sospecha (suspenso), Doctor X (terror),  Mi reino por un amor (drama de época) o Triunfo supremo (musical), en la que James Cagney se muestra como un excelente bailarín.

Pasemos entonces a unos desordenados apuntes sobre Casablanca, hoy un clásico indiscutible y tal vez la película con mayor cantidad de frases memorables de la historia del cine. Lo primero que hay que señalar -un dato no demasiado mencionado- es que el origen de la película hay que buscarlo en una poco exitosa obra de teatro, Everybody Comes to Rick’s, de Murray Burnett y Joan Alison, a quienes David Selznick y Hal Wallis le compraron sus derechos en una suma casi irrisoria, a cambio de que sus nombres aparecieran en letra bien pequeña en los créditos de la película. De ese olvidado trabajo surge el personaje de Rick Blaine y su café –un café “alquilado a von Sternberg”, según la feliz expresión de José Luis Garci- y también la inolvidable melodía de As Time Goes By, de un rol preponderante en la película. Si bien en Casablanca, figuran los nombres de tres guionistas, los hermanos Julius y Philip Epstein y Howard Koch, hubo también otras manos que le dieron forma definitiva a ese guión, tal el caso de Casey Robinson y Albert Maltz. Si los Epstein son los principales responsables de los personajes de Rick, Ilsa, el policía Renault que interpreta Claude Rains todas las escenas de, en este caso, los cafés (hay que agregar el que regentea Sydney Greenstreet con su matamoscas siempre a mano) y el contexto bélico que proponía el apogeo del nazismo, a Robinson se le atribuye el desarrollo del personaje de Henreid y el flashback de las escenas en Paris. En cuanto a Koch, y en menor medida Maltz, ambos hombres de izquierda que luego entraron en las nefastas listas negras del macartismo, son los responsables de los aspectos “políticos” de la película, con el compromiso -permanente en Victor Laszlo, y recuperado en Rick – y de la legendaria secuencia final en el aeropuerto. Y a Curtiz hay que atribuirle la sapiencia para amalgamar todas esas voces diferentes, el haberle otorgado a la película espacios exteriores, fuera del café donde transcurren los momentos centrales, y la funcionalidad de una puesta en escena en la que la cámara está siempre colocada en el lugar justo (una característica, digámoslo de paso, de casi todo el cine americano clásico). Pero hay más; en primer lugar la manera en que se fusionan en la película los más diversos géneros (hay allí, vg, melodrama romántico, thriller con elementos políticos y toques de comedia) en un ensamble que provoca un efecto casi hipnótico sobre el espectador, a lo que deben sumarse la excelente iluminación de Arthur Edeson, de claros resabios expresionistas, la notable partitura musical de Max Steiner (uno de los grandes musicalizadores de Hollywood, junto a Miklos Rozsa, Arthur Newman, Bernard Herrmann y Frank Waxman, entre muchos), unos diálogos de doble sentido de formidable modernidad y la asombrosa multiculturalidad de los diferentes personajes, con unos caracteres centrales definitivamente inolvidables, empezando por el Rick que interpreta Humphrey Bogart. Bogey ha pergeñado varios personajes memorables a lo largo de su filmografía (mi preferido es el de Dixon Steele en la formidable La muerte en un beso, de Nicholas Ray) y este permanece entre los mejores. Bogart consigue que su Rick Blaine sea duro, tierno, cínico, sentimental o desdeñoso según las circunstancias, con una evolución notoria desde el comienzo en el que se lo ve solo, jugando al ajedrez y en una actitud escéptica y despreciativa hacia el mundo que lo rodea, hasta la caminata final en el aeropuerto con Rains (a la que algunos desubicados han pretendido otorgarle un ridículo rasgo homosexual), ya, tal vez a su pesar, definitivamente  comprometido. Ingrid Bergman dota a su Ilsa, una mujer tironeada por dos profundos (y diferentes) amores, de una amplia gama de matices que oscilan entre la sensualidad desenfrenada y la sensación de fragilidad más completa. Claude Rains, a su vez, le otorga a su sinuoso y cínico policía una dosis de nobleza que se acentúa en los tramos finales de la película y hasta el muchas veces poco convincente Paul Henreid realiza aquí una de sus mejores actuaciones, como el combativo e intransigente Victor Laszlo. Y hay también una memorable galería de secundarios (Greenstreet, Peter Lorre, el fordiano John Qualen, S.Z. Sacall, Madeleine LeBeau, el negro Dooley Wilson, mítico intérprete de As Time Goes By en su piano y único ocasional confidente de Rick) y varios momentos en los que la emoción aparece a flor de piel. Para citar solo algunos, cuando los parroquianos del bar, como respuesta a los cantos de un grupo de nazis, ante la incitación de Laszlo y con la autorización de Rick a los músicos, comienzan a entonar a viva voz La Marsellesa, la llegada de Ilsa en medio de la noche a la oficina del café en la que Bogart combate su angustia con abundantes libaciones, la autorización de Rick al croupier para que haga trampa y le permita ganar al muchacho que necesita dinero para pagarse una visa y, claro, la antológica secuencia final en la que se fusionan asombrosamente la felicidad y la tristeza.. Para no extendernos demasiado, digamos que a 70 años de su estreno, Casablanca mantiene intactas su frescura y vigencia como paradigma del mejor cine comercial producido por Hollywood y aparece más lozana que muchas muestras del actual cine norteamericano a las que se les pretende dar patente de creativas y/o novedosas. Película irrepetible, no es casual que no haya tenido remakes, aunque el gran Howard Hawks en Tener y no tener -adaptación de la según su autor, Ernest Hemingway, peor novela suya-y también con Bogart, desarrolló un personaje con aristas parecidas al de Rick Blaine, en un film que terminó siendo, antes que nada, un  documental sobre el metejón entre Bogey y Lauren Bacall. Pero esa es otra historia.

Jorge García / Copyleft 2012