INTERNATIONAL FILM FESTIVAL & AWARDS MACAO (01): POLINA SE FUE A PARÍS

INTERNATIONAL FILM FESTIVAL & AWARDS MACAO (01): POLINA SE FUE A PARÍS

por - Críticas, Festivales
09 Dic, 2016 07:15 | 1 comentario

Por Roger Koza

Llegar a Macao desde Córdoba fue experimentar el tiempo físico que llevaría una retrospectiva completa de Lav Diaz. Fueron 54 horas de viaje.

Cualquier viaje evidencia las ineludibles categorías que constituyen la condición de todo orden de experiencia: el espacio y el tiempo. En la falsa quietud del avión el espacio es todo aquello que está abajo como tierra lejana o mares inmensos y el otro espacio vacío en el que se flota; ambos se mantienen constantes, como si se tratara de una transparencia del viejo cine clásico, a veces ininterrumpida por las luces de una ciudad que apenas se divisa. A su vez, el tosco hábito de medir del tiempo habilita a cronometrar el cansancio. Las horas avanzan y el entumecimiento de las articulaciones adquiere preeminencia. La experiencia inmóvil del viaje es casi la misma a la de estar sentado en el cine.

Vi por primera vez Macao desde el ferry que va de Hong Kong a esa ciudad, la cual conocía solamente por algunas películas y en especial por La última vez que vi Macao de João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata, y también por sus respectivos cortos IEC Long y Mahjong desarrollados en ese mismo escenario. Extraña coincidencia entre lo visto alguna vez en el cine y ahora percibido sin la mediación de una imagen. Esa adecuación visual me resultó notable, no menos que mi inadecuación respecto de las coordenadas del tiempo y el espacio del Macao real y la propia soberanía de mi cuerpo que es aún independiente de esa nueva geografía.

Una persona conocida me había dicho, un poco antes de volar a Macao, que el alma jamás viaja con la persona que viaja. Decía que esta entelequia lingüística –así entiendo yo el alma– se resiste al traslado y desestima el descentramiento que implica una partida semejante. Recuerdo lo que pensé frente a ese comentario. El eufemismo más simpático que se me ocurre ahora para significar ese enunciado inocente y vetusto es constatar, una vez más, el poder que tienen las supersticiones. Aunque quizás, metafóricamente, mi amiga tenía razón: hay algo de mí que no está ni en otro lugar ni del todo conmigo; la dislocación es la expresión exacta de esa experiencia. Esperaré entonces por el milagro del montaje, aquel pasaje en el que por magia de un fundido encadenado imaginario vuelva a estar presente en el tiempo y en el espacio. La unión codiciada que me reenvíe al presente todavía no se ha anunciado.

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La conferencia de prensa que daba el puntapié al festival empezó puntualmente. La prensa internacional estaba presente y una sola persona del festival se sentó, tomó el micrófono y dio la bienvenida. Era Lorna Tee, una persona muy conocida en la escena del cine asiático, como define el catálogo virtual del festival. Por lo pronto, hoy es la mayor responsable de todo lo que aquí sucede, pues, como es de público conocimiento, el director artístico del festival, el políglota y mítico Marco Müller, renunció unos 15 días antes de que empezara el festival. En la conferencia de prensa nadie preguntó nada sobre ese sorprendente acontecimiento. La corrección del procedimiento se sobrepuso a cualquier inquietud que pudiera albergar alguien entre los presentes. Müller permaneció en un total fuera de campo. Así, en menos de 10 minutos, Lee presentó las secciones del festival y anunció la próxima actividad: el encuentro con los jurados.

Unos 30 minutos después fue llegando el selecto jurado oficial del International Film Festival & Awards Macao: dos directores, dos actores, una programadora. El presidente del jurado es el reconocido director indio Shekhar Kapur. Instó de inmediato a que el resto de los miembros del jurado que preside se entreguen a sentir las películas y a dejarse llevar por estas. Un poco más tarde, cuando las preguntas de los periodistas coparon el intercambio verbal en la sala, alguien le preguntó sobre la singularidad del cine asiático. Kapur no tuvo ningún problema en asignarle al cine del continente una identidad homogénea y sostenida, según su parecer, en la incorporación del mito a toda voluntad narrativa.

El otro director y miembro del jurado, el magnifico Stanley Kwan, no parecía subscribir a la hipótesis de Kapur; sus ligeros gestos parecían contradecir las asertivas intuiciones casi místicas de su colega nacido en Lahore, Punjab, pero hizo silencio. Pensaba yo en Elizabeth de uno y en The Center Stage del otro, dos películas tan inconmensurables como el cine que representan. Habrá que ver todas las películas de la competencia para saber qué lectura del cine prevalecerá en los premios. ¿Tiene importancia?

El resto del jurado también mantuvo la calma. El famoso actor coreano Jung Woo Sung prácticamente no habló; como yo, no parecía estar del todo ahí; su par, Makiko Watanabe, eligió como él decir poco y nada; apenas recordó una visita pretérita a la isla unos años atrás. La extraordinaria actriz de M/other (y de algunos films mediocres recientes de Naomi Kawase), no obstante, observaba atentamente el discurrir de la conferencia; a diferencia del actor coreano ella transmitía una predisposición a estar ahí. Giovanna Fulvi, por su parte –la única occidental del quinteto–, se limitó a expresar su alegría de estar en la ciudad y en la inauguración de un nuevo festival. Todavía recuerdo su entusiasmo en la retrospectiva de Perrone en la Viennale. Creo que es ella la italiana que estaba alucinada con las nuevas películas de Perrone. Debería acordarme mejor de su cara; no somos muchos.

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Elegir un film de apertura para un festival nuevo no es sencillo; nunca lo es en verdad. ¿A qué se debe? Todo festival muestra sus cartas en la elección del film de apertura. Allí se visibiliza la relación que tendrá el festival con la industria y el statu quo. El título inicial es aquel que tiene que agradar a los funcionarios, al público general (si es que aquí hay también otro público, cinéfilo y exigente) y al periodismo no especializado que suele equiparar las ceremonias de apertura a la estética del espectáculo de la noche del Óscar. El film de apertura es siempre una radiografía de qué está dispuesto a negociar quienes hacen el festival y qué proponen abiertamente a todos aquellos que ignoran las corrientes y tradiciones cinematográficas en tensión que cualquier equipo de programación conoce o intuye.

Una película hablada en inglés con estrellas internacionales sugiere un perfil definido; una película de género, también. Un drama vocacional hablado en ruso es todo un signo; sería una buena elección, pensé.

Los primeros cinco planos generales de Polina, danser sa vie son prometedores. Los edificios de una ciudad nevada confieren un contexto inmediato al relato. Las panorámicas fijas son precisas y contundentes. El espacio importa, la arquitectura también. De inmediato, el cuerpo todavía infantil de Polina, la joven protagonista que desde muy chica parece destinada a ser bailarina, es auscultada por los médicos que dictaminan si está en condiciones para una prueba de admisión a una escuela de danza dirigida por un bailarín exigente. Siempre es hermoso encontrarse con un film en el que el personaje se esfuerza por conquistar un arte y en el que seguimos las peripecias de una vocación que debe vencer inconvenientes diversos. La constitución del carácter es un tema apasionante.

Es así que la niña Polina se esfuerza en todo momento para que su severo maestro de danza Bojinski le prodigue atención. El entrenamiento es sacrificado y caro, lo que implica para los familiares un esfuerzo económico que supera las posibilidades económicas de los padres. Esto derivará en una ridícula subtrama ligada a la mafia, uno de los tantos desvíos narrativos que el film tomará hasta perderse definitivamente en el momento en que la protagonista pise Francia.

El film está dirigido por Angelin Preljocaj y Valérie Müller; mientras transcurre en Rusia, todo es bastante parsimonioso y predomina un sistema de registro en el que se privilegia la relación del cuerpo con el espacio. Hay una escena distinguida en la que Polina, ya adolescente, baila en una audición. Se trata de un único plano general en picado que permite ver los movimientos de la bailarina desde una altura ideal, con leves movimientos de eje, para abarcar visualmente el desplazamiento del cuerpo en el espacio y las figuras que nacen de la coreografía en su total despliegue. Polina se va inesperadamente del cuadro y el plano se sostiene un segundo. Fundido en negro y a otra cosa. El segmento ruso tiene varias escenas similares y detenta además buen manejo de la elipsis. El paso de la infancia a la adolescencia es inmediato y orgánico al relato. Lo único que desentona es el dramatismo que viene de manos de los mafiosos dedicados a apretar al padre de la bailarina, quienes quieren que viaje a Irak para llevar adelante unos negocios turbios.

Pero el film irá perdiendo su endeble equilibrio una vez que la bailarina decida irse a Francia a probar suerte con una presunta genia en la materia, interpretada por Juliette Binoche, en un papel que no la favorece. Excepto por una coreografía vital e ingeniosa en la que suena 79D mientras los bailarines realizan movimientos recios y geométricos, un momento en el que se vuelve a percibir un entendimiento entre el movimiento corporal, el ritmo musical y el ritmo de montaje, el film se irá transformando en un clisé irredimible de larga duración con intervalos escenográficos más cerca del clip que del cine. Simetría formal y narrativa: a medida que Polina se va descarrilando en su propia vida, el film se mimetiza en su irremediable desorden narrativo y de registro.

La aparición de Binoche es el momento decisivo que señala que todo está en caída libre. El prototípico personaje de Binoche dispara sus máximas sobre la psicología del arte y de la calidad expresiva que una bailarina necesita para bailar y que simula bastante bien la rigidez del estilo hipermoderno de las figuras coreográficas que realiza su compañía. En cierto momento, los directores le otorgan la escena de lucimiento a la estrella para que demuestre su ductilidad. Ahí se nos reclama la admiración instintiva ante una Binoche que baila y goza a solas, mientras la joven Polina espía. Hay que suspirar, apretar los labios, mover la cabeza y decir “¡Qué bárbara esta tipa!”. Esa concepción de medio pelo del arte, que casi siempre asoma cuando el cine le dedica su tiempo a un artista, brilla en toda su obscenidad en ese fragmento dispuesto para la genuflexión que merece un buena silbatina por parte de los espectadores inmóviles.

De ahí en más todo indica que no habrá retorno, ni redención; aunque sí para el personaje. Es evidente que cuando Polina toque fondo, rebotará para salir a la superficie y finalmente triunfar. Así lo dictamina el guión, un telos obligatorio del que no se duda. Después de que Polina pase por un accidente, deje a su novio, trabajé en un bar de prostitutas y varias minitragedias más, volverá sobre sí misma y tendrá su segunda posibilidad.

El film parodia inevitablemente su inicio. La consagración está sobrescrita, al igual que la ampulosa coreografía que Polina y su nuevo novio, también bailarín, interpretan con violencia y determinación a medida que suenan algunos compases de una obra de Philip Glass. Para ese entonces Rusia habrá quedado muy lejos, el cine también.

Roger Koza / Copyleft 2016