HISTORIA(S) DE LA REVOLUCIÓN

HISTORIA(S) DE LA REVOLUCIÓN

por - Ensayos
29 Ene, 2009 04:18 | comentarios

 Por Nicolás Prividera

1.

En estos días se cumplen cincuenta años de la revolución cubana, uno de los momentos cruciales en la historia del siglo XX, porque muy pronto la Cuba de Castro iba a convertirse en un escenario central de la «guerra fría» (con el clímax de la «crisis de los misiles»), que tendría consecuencias no sólo en lejanas geografías (como el hasta entonces ignorado Viet-Nam) sino también en la misma América Latina, donde esa revolución alentaría movimientos insurgentes y su consecuente represión, extendida en los ’70 hasta desembocar en las dictaduras más feroces de las que la región tenga memoria.

La revolución cubana, que fue soñada como la primera de muchas, fue en realidad la última revolución (y la única victoriosa) del siglo XX, y ese destino selló con sangre la discusión que la revolución había generado por entonces, entre quienes planteaban su «excepcionalidad» y quienes proponían exportarla. Esa discusión también había recorrido el mundo luego de la revolución rusa, y también fue ahogada con sangre. Pero en aquel momento la revolución cubana volvió a encarnar la pura fuerza de la revolución, con su teleología inexpugnable, incluso más allá de cualquier (¿parcial?) derrota. (Y aún hoy -frente al fin de la teleología de la Historia- a veces nos complace pensar que, como dijo un sobreviviente, «somos los ejércitos derrotados de un ideal invencible».)

La revolución triunfó, pero sus epígonos y enemigos no. A esa curiosa variación le debemos infinitos hechos: la sobrevida de Castro a varios presidentes norteamericanos que anhelaron su muerte. La patrulla perdida del Comandante Segundo en la selva de Salta, derrotado finalmente por la espesura de la espera. Los peregrinajes turísticos, los retiros militantes, las reclusiones médicas. Los infinitos discursos de Fidel Castro en la Plaza de la Revolución. Las canciones de amor y guerra (de la guerra como amor a la patria, según el culto de José Martí) por Silvio Rodríguez. El curioso nombre de «Cuba libre» para una bebida con tanta cola como ron. El sincrético barroquismo soviético-caribeño del inexpugnable film Soy Cuba. La celebración nostálgica de La Habana para un infante difunto. La colonización cubana de Miami. La abusiva remake de Scarface. El rostro extático del Che al final de La hora de los hornos. La cara del Che repetida en remeras y publicidades y pancartas (y el hombro de Maradona). Las malas imitaciones del Che (así en el cine como en la vida). Pero también la única segunda parte buena de la historia del cine: El padrino II.

2.

Las películas sobre la revolución se enfrentaron al problema del cine «histórico» en general, que no es más que la exacerbación de lo que desveló al cine desde sus orígenes: el problema de la representación. Pues la representación (política y mimética) parece opuesta, por definición, a la Historia, que es precisamente aquello que no se puede repetir, que no puede ser re-presentado. La Historia, como sus protagonistas, es imposible de replicar (es decir: de copiar e impugnar).

El cine histórico sufre la maldición del facsímil: puede ser verosímil, pero nunca verdadero. La revolución cubana lo supo, e intentó en un primer momento crear no un cine que glorificara su pasado, sino atento a vislumbrar su propio futuro (incluyendo el futuro del cine). Pero fue el intento mismo el que se quedó sin futuro (devorado por la burocracia, como en todas las revoluciones del siglo): Historia(s) de la revolución (con su estética neorrealista) era el cine del pasado y Memorias del subdesarrollo (con sus guiños modernistas) el cine del futuro… Pero la memoria de la revolución empezó a limitar su proyección, a convertirse en un literal «museo de la revolución».

Y las películas sobre la revolución, que se impusieron a las películas desde la revolución, copiaron ese viejo modelo (al tiempo que la prematura muerte del Che lo convirtió en el ícono perfecto para la devoción, a la vez que un perfil imitable: las películas sólo podían ilustrar su fracaso, y así cantar su mayor gloria). Lo mismo sucedió, con ánimo inverso, con sus detractores: los revolucionarios devinieron maleantes de historieta (como en el Che! de Richard Fleisher). Y sin embargo, por otra de esas paradojas de la Historia, la aproximación más interesante sobre la revolución cubana provino desde las entrañas mismas del monstruo, de su más conspicuo archienemigo, del corazón del Imperio. Y no me refiero sólo al correcto retrato de Guevara debido a Sodebergh y Del Toro, cuya sola corrección ya es una proeza, sino a la representación lateral (y por eso más aguda) que de la revolución cubana hizo Coppola en la citada continuación de El padrino (culminación de su crítica epopeya sobre la formación del capitalismo americano).

Como recordarán, el clímax de El padrino II transcurre en la Cuba (pre)revolucionaria: allí Michael Corleone descubre que ha sido traicionado por su hermano, y traza su venganza. (A un amante de la opera como Coppola no se le escapa que la tragedia familiar es paralela a la tragedia histórica -esa fue la gran lección que la opera extrajo del mundo barroco de Shakespeare-: rotos sus lazos de sangre durante la caída del Batista, los hermanos Corleone se separan con un beso mientras los rebeldes entran en la ciudad, escapando cada uno por su lado.) Pero la escena a la que quiero referirme tiene lugar antes, en la terraza de un gran hotel: allí, alrededor de una torta que representa a la Cuba entregada al juego y la prostitución, la mafia planea el reparto de la isla. El único que alberga dudas es Michael Corleone, quien rememora ante los comensales la escena que presenció al llegar a La Habana: un hombre prefirió morir con sus captores antes que entregarse. «¿Y qué te dice eso?», pregunta Hyman Roth. Y responde Corleone: «Que ellos pueden ganar».

La escena recuerda otra, inversa y real, contada por Osvaldo Bayer. El Che hablaba ante un grupo de intelectuales, a quienes exponía como se podía hacer la revolución en Argentina, siguiendo el modelo cubano: un grupo de hombres sube a las sierras, logra el apoyo popular, y cuando se siente fuerte baja a tomar el poder. Todos asienten, y sólo Bayer se atreve a alzar su voz para contradecir al Comandante: «Pero las fuerzas contrarrevolucionarias son muy poderosas, tienen todo el poder del Estado: primero le van a mandar a la policía, luego a la gendarmería, y finalmente al Ejército…» Guevara lo miró con profunda tristeza (y aun hoy Bayer, que cuenta la anécdota sabiendo que tenía razón, entiende también las inevitables razones de Guevara: un revolucionario no puede dudar de la revolución), y sentenció: «Son todos mercenarios».

Lo notable de ambas escenas, la real y la ficticia, es que se basan en (no poder) escuchar la voz del otro. (Y esa es la mayor cualidad de quienes logran narrarlas: ponerse en el lugar del Otro y darnos su versión, permitiendo la distancia crítica.) Pero aunque la reflexión de Corleone es, desde la vereda opuesta, la misma de Guevara (hay momentos en que hasta los mercenarios pierden), Roth sigue adelante con su plan reaccionario así como Guevara llevó a cabo su plan revolucionario: los dos pierden, pero en momentos diversos de la Historia. (Porque ellos no ignoraban, tampoco, que los hombres -para bien o mal- actúan a ciegas, en condiciones que desconocen, sin saber a ciencia cierta -a pesar de las diversas teleologías del bien y del mal- como terminará su Historia.) 

FOTOS: 1) Guevara y Del Toro; 2) fotograma de Che!

COPYLEFT 2009 / NICOLÁS PRIVIDERA